Comunas jesuitas en el Paraguay

LAS COMUNAS DE LOS JESUÍTAS EN EL PARAGUAY
Un experimento político para una evangelización social


Antecedentes


Ilustración del jesuita Florian Pauckel
 
 

Fundada y organizada por el religioso guipuzcoano Íñigo de Loyola a partir de 1534, la "Compañía de Jesús" (Societas Iesus) se convirtió en poco tiempo en la Orden instrumental más activa de las directrices doctrinales surgidas del Concilio de Trento (1545-1563), punto de partida de las diversas medidas y planes de acción que reciben el nombre genérico de "Contrarreforma" y que la Iglesia Católica Romana puso en práctica para frenar la expansión del movimiento protestante. La propia diversificación del aparato de la Iglesia en diferentes Órdenes o congregaciones religiosas había permitido a ésta imponerse sobre la heterodoxia de las numerosas herejías medievales en los siglos anteriores y consolidar al mismo tiempo su propio poder temporal; pero desde entonces, esta gigantesca macroestructura dirigida desde Roma se había relajado y anquilosado considerablemente. El propio peligro del movimiento protestante, que amenazaba ahora con extenderse desde los países germánicos en los que había triunfado, forzó a la Iglesia romana a emprender sus propias reformas para hacer frente a la corrupción interna que la minaba.

Las concepciones ideológicas de esta nueva Orden religiosa recién fundada eran al mismo tiempo conservadoras y renovadoras; estaba organizada al modo militar (su propio nombre de "Compañía" estaba tomado de la milicia y su jefe superior recibía el nombre de "general") y poseía un espíritu beligerante que la distinguía de las Órdenes mendicantes y predicadoras tradicionales (franciscanos, agustinos, dominicos, etc). Era de hecho la Orden religiosa más moderna y más modernizada de todas (frente al espíritu medieval que caracterizaba todavía a las restantes). También su propia amplitud intelectual, imbuida de las nuevas concepciones políticas renacentistas, era mucho mayor que la de aquellas. Ya no se trataba solamente de que "el fin justificaba los medios", sino que el fin mismo de la Compañía ("para mayor Gloria de Dios", como decía su propio lema) era realizar en la Tierra una verdadera política de Cristo por encima de cualquier otra consideración moral o interés nacional. El "maquiavelismo" renacentista se transformaba en un "jesuitismo" retorcidamente barroco. La Compañía de Jesús, conscientemente, se convertía de este modo en el "cerebro gris" de la Iglesia Católica, en una "iglesia" dentro de la Iglesia, en una iglesia renovada intelectualmente (aunque no tanto espiritualmente, esto es, éticamente), pero también -gracias a esta flexibilidad intelectual- se transformaba en una vanguardia progresista para la renovación de las anquilosadas estructuras eclesiales y en el instrumento más eficiente y moderno de evangelización y adoctrinamiento (en cierto modo, la Compañía de Jesús representaba la "izquierda" de la Iglesia Católica, no tanto en el sentido político moderno, sino más bien en el sentido de aquella famosa recomendación evangélica de que "no sepa tu mano derecha lo que hace tu izquierda").


Roque Gonzalez de Santa Cruz, jesuita criollo asesinado por indigenas del sur del Brasil
 
 

Había nacido una Orden eminentemente intelectual, tan intelectual que no tardó en convertirse con el tiempo en una auténtica "central de inteligencia e información" de carácter supranacional y al servicio teórico de la Iglesia Católica. Los jesuítas fueron, en efecto, algo así como los "servicios de inteligencia" de la Iglesia romana, de modo semejante a como la Inquisición se había convertido -sobre todo en España- en una verdadera "policía política" en estrecha colaboración con el poder político y con la ideología del Estado católico (que coincidía en lo esencial con la de la propia Iglesia), mientras que la Orden de los franciscanos representaba la Orden "social" por excelencia, la Orden pobre dedicada a los pobres. Pero la Compañía de Jesús, a diferencia de la Inquisición (controlada sobre todo por los dominicos), no estaba subordinada a los poderes y a los fines políticos de ningún Estado; tenía sus propios fines y una autonomía considerable dentro de la propia Iglesia. Su propia estructura interna, vertical e indiscutiblemente jerárquica, garantizaba una unidad de acción muy efectiva (nada de votaciones ni de "democracia interna", salvo para la elección del General); su voto especial de obediencia al Papa servía ante todo para salvar las apariencias y les daba la suficiente capacidad de maniobra dentro y fuera de la Iglesia. Sus miembros eran captados y "reclutados", desde jovencitos, en los propios Colegios de la Orden, y recibían -en diversos grados- una selecta educación intelectual y crítica que puede calificarse como la más completa de su época. La disciplina interna de la Orden estaba sostenida por la propia jerarquización, mientras que la autodisciplina individual se veía reforzada por unas eficaces técnicas de "autocontrol psicológico" inventadas por el propio fundador de la Compañía: los llamados "Ejercicios Espirituales".

Las tareas de reforma eclesiástica impuestas en el Concilio de Trento no resultaron de fácil aplicación en un país como España, pues no sólo chocaban con la inercia religiosa del pueblo (que practicaba una religión tradicional muy apegada a los rituales colectivos externos pero sin apenas contenido ético o espiritual) sino sobre todo con los propios privilegios acumulados de los eclesiásticos. Los jesuítas tuvieron entre las gentes del pueblo no exactamente "impopularidad", pero sí ciertos recelos y desconfianza. En el propio estamento eclesiástico tuvieron además no pocos enemigos, encubiertos o declarados. A pesar de todo, y gracias a los privilegios pontificios y a las facilidades dadas por los gobernantes, a finales del siglo XVI la Orden estaba firmemente implantada en la Europa católica, y especialmente en España (los españoles eran mayoría en la Orden, empezando por su propio fundador, el vasco Íñigo de Loyola, y por los dos siguientes "Generales" que le sucedieron, también españoles). Pero fue sobre todo el siglo XVII el gran siglo de la Compañía, aunque en Francia -por motivos nacionales antiespañoles y por otras "razones de Estado"- fueron expulsados entre 1594 y 1603. Los jesuítas, que habían comprendido que la educación era una de las principales claves del control del poder, no cejaron en sus intentos de monopolizar la enseñanza de las clases dirigentes (cosa que en la práctica llegarían a conseguir en algunos países entrado ya el siglo XVIII) y extendían progresivamente su influencia en todas las cortes católicas de Europa, donde encontraron el apoyo de reyes y gobernantes y llegaron a ocupar puestos de gran importancia cultural y política (ellos mismos o personas afectas a ellos o educadas por ellos).

La Orden crecía, y crecía también su fama (una fama que, si en el siglo XVI fue de indiscutible autoridad intelectual, en los siguientes etiquetó a los miembros de esta Orden como especialmente "intrigantes", hipócritas, ambiciosos y taimados). Ciertamente la Compañía de Jesús, en los dos primeros siglos de su existencia, acumuló un poder y una influencia como nunca los había tenido Orden religiosa alguna; era sobre todo un poder de información, derivado de su libre acceso a todos los saberes y del conocimiento de las interioridades de los Estados católicos europeos, ya que la Orden -directa o indirectamente- estaba presente en todas las estructuras de poder de estos Estados, aunque no estaba al servicio de ninguno. Con el poder vendrían después los recelos, las sospechas (fundadas en unos casos e infundadas en otros), las envidias, los rumores, los bulos, las difamaciones y las calumnias, todo lo cual contribuyó a hacer de esta Orden religiosa la más controvertida de todas (igual que en tiempos medievales, y por motivos similares, lo había sido también otra famosa Orden, no religiosa sino militar: la de los Templarios). Entre los numerosos bulos que constituyen la "leyenda negra" de la Compañía de Jesús está el de suponer que su famoso "cuarto voto" (voto de obediencia al Papa) era en realidad un voto de obediencia a su propio "Papa", al "Papa Negro" o General de la Compañía, y que lo que en realidad presupondría sería simplemente la violación discrecional del secreto de confesión (especialmente en los casos en que los jesuítas habían llegado a ser confesores personales de reyes, ministros, obispos y Papas).


Escena del Perú virreinal en el siglo XVII (pintura)
 
 

Otro punto negativo ha sido su política contra otras Órdenes religiosas rivales: a mediados del siglo XVII, por ejemplo, se habían infiltrado en la Orden de los Escolapios fundada por el religioso aragonés José de Calasanz y promotora de la "Escuelas Pías" (instituciones docentes gratuitas dedicadas a la enseñanza de los niños pobres, huérfanos y abandonados, que había alcanzado un desarrollo espectacular y un notable prestigio en el primer tercio del siglo XVII en Italia y otras naciones, tanto por su labor social como por sus innovaciones educativas, entre ellas un modelo pedagógico embrionario de "enseñanza cíclica"); los jesuítas consiguieron el desprestigio del fundador de los calasancios (que estuvo a punto de sufrir un proceso inquisitorial) y la supresión temporal de las escuelas pías originarias, que entraban en conflicto "de prestigio" con el modelo elitista y con la propia política educativa de la Compañía.

En realidad, la Orden jesuítica tiene algunos aspectos en su historia si no del todo siniestros, por lo menos bastante oscuros y sombríos, como los tiene toda política que cree que "el fin justifica los medios", o simplemente que cree en la Política y no en la Ética (lo cual no sólo es anti-evangélico en sí, sino también profundamente anticristiano). Según sus detractores, la Compañía de Jesús ha sido una orden "diabólica y perversa", "sembradora de maldades y cosechadora de males", "satánica", "anticristiana", etc.

El caso es que todo ello influyó no poco en la agitada historia posterior de la Compañía (expulsiones sucesivas de diversos países: en 1606 de Venecia, en 1622 de Nápoles, en 1759 de Portugal y en 1767 de España, hasta llegar en 1773 a la disolución temporal de la Orden por el Papa Clemente XIV, permaneciendo disuelta hasta 1814). Pero durante el siglo XVII la preeminencia y superioridad de la Compañía fue indiscutible. Y fue precisamente esa autoridad y prestigio lo que la hizo protagonista no sólo de una actividad intelectual y política de gran importancia, sino también de una actividad propiamente religiosa -la actividad misionera y evangelizadora- sobre la que los jesuítas volcaron toda su experiencia intelectual (teórica y práctica) en unos experimentos de evangelización que han pasado a la historia como modélicos en su género.

Las misiones jesuítas conocieron grandes éxitos y también grandes fracasos: fracasaron, por ejemplo, en la evangelización de China y del Japón (donde, por diversos motivos sociológicos, culturales y políticos, no consiguieron que el Cristianismo persistiera); con todo, su labor misionera e intelectual en éstos y otros países fue decisiva para el conocimiento de esos pueblos y sirvió para proporcionar a Europa datos etnológicos, culturales, políticos y científicos de gran trascendencia. En América, entre los pueblos indígenas, los jesuítas establecieron diversas misiones evangelizadoras (en el Orinoco, en el Ecuador, etc); pero fue principalmente en los pueblos del Paraguay donde la Compañía pudo desarrollar con completa autonomía e independencia su propio modelo misionero y donde se consiguieron también sus mayores éxitos. Entre los indios del Paraguay, en efecto, los jesuítas hicieron realidad -hasta cierto punto- una utopía tan antigua como la civilización misma (desde los mitos griegos de la Edad de Oro y desde la "República" de Platón hasta el Estado utópico ideal de Thomas Moro). La experiencia -o el experimento- duró más de siglo y medio, y no fue tan bucólica como sus fundadores hubieran deseado, pero sí que fue en todo caso tan positiva para sus protagonistas (los indios guaraníes y otras etnias) como interesante para cuantos se han ocupado de examinarla y de estudiarla.


Misión jesuítica de San Ignacio Mini
 
 

   Las misiones del Paraguay y su entorno colonial


Tras el descubrimiento por Juan Díaz de Solís del llamado "Río de la Plata" en 1516 y las sucesivas expediciones de Pedro de Mendoza (1535), Juan de Ayolas (1536-40), Alvar Nuñez Cabeza de Vaca (1543-44) y la fundación en 1537 por Juan de Salazar de la ciudad de Asunción (Santa María de la Asunción), la colonización española de estos territorios del Plata había empezado en medio de las dificultades y de la continua hostilidad de los indios. Los intentos de convertir el Río de la Plata en una ruta para llegar desde el sur hasta el rico reino del Perú resultaron un fracaso, y todos estos territorios (cuya única riqueza potencial era la mano de obra indígena) se convirtieron en una zona marginal dentro de la colonización española, una marginalidad que -como veremos- fue precisamente la que favoreció el desarrollo de los modelos misionales jesuíticos.

En 1617 el territorio se divide en dos gobernaciones: la de Asunción (o Paraguay) y la de Buenos Aires; en 1620 se crea el obispado de Buenos Aires. Siendo General de la Compañía el español Francisco de Borja (canonizado años más tarde) se habían fundado las "provincias" (jurisdicciones eclesiásticas) de los jesuítas en América. La provincia jesuíta del Paraguay fue creada en 1604, y en 1609 se fundó la primera misión y el primer pueblo: San Ignacio Guazú. Aunque las "leyes de Indias" trataban en muchos casos de proteger a los indígenas de los excesos coloniales, no siempre se cumplieron, y los colonos españoles habían introducido también en los territorios del Plata el ya habitual sistema de "encomiendas" (derechos de distribución y reparto de indios entre los colonos españoles para ocuparlos en el cultivo de las tierras). El sistema de "reducciones" introducido por los jesuítas se opuso al sistema colonial de "encomiendas" y de "repartimientos" (de hecho, mientras las demás misiones coexistían con el sistema de encomiendas, las de los jesuítas mantuvieron su propia autonomía e independencia respecto a éstas). La "reducción", esto es, la reunión de los indios en poblados sedentarios a los que no tenían acceso los colonos, ponía a los indígenas a salvo de las violencias de los españoles. En cierto modo las "reducciones" constituyen la versión hispánica (por supuesto mucho más ventajosa para el indio) de las "reservas indias" que bastante tiempo después los colonos anglosajones establecerían en la América del Norte con los últimos restos de una población indígena prácticamente exterminada. Había habido algunos ensayos previos de reducciones jesuítas en el Brasil, a partir de 1574, por privilegios concedidos a la Compañía por el rey Don Sebastián de Portugal; pero las reducciones paraguayas se iniciaron algo más tarde, y fueron encomendadas a los jesuítas por Fray Francisco de Vitoria, obispo de Tucumán.


Ilustración del jesuita Florian Pauckel
 
 

La cristianización supuso un cambio bastante radical en las culturas indígenas, un cambio de carácter cultural y moral que tuvo diversas consecuencias en los diferentes pueblos de América. Los jesuítas se dieron cuenta de que a la evangelización de los indios ayudaba la propia base ética del Cristianismo tanto como la propia superioridad cultural y tecnológica de la civilización europea, pero comprendieron también que esa evangelización exigía métodos distintos según los pueblos. Los jesuítas, ayudados por las propias circunstancias económicas y sociales de los indígenas paraguayos, acertaron plenamente con los indios guaraníes, pero fracasaron con otras comunidades indias (especialmente con los pueblos nómadas de los territorios del Chaco y de la Patagonia, pueblos que desconocían la agricultura y resultaban muy difíciles de asentar). Entre los indios guaraníes, que eran la etnia principal a la que pertenecían los habitantes de estas reducciones paraguayas, hubo también -en los comienzos- algunas reticencias a ser instalados en pueblos sedentarios; pero los guaraníes (que habían abandonado ya sus tradicionales prácticas antropófagas) conocían los rudimentos de la agricultura, y esto facilitó en gran medida sus asentamiento voluntario. Por otro lado, las indudables ventajas de estas "reducciones" frente a la semiesclavitud que suponía su dependencia de los colonos españoles no les dejaban mejor opción. En estos diversos intentos de asentamiento de las poblaciones indígenas (sobre todo de las poblaciones nómadas) varios misioneros jesuítas resultaron muertos a manos de los indios.

Las "reducciones" dependían directamente del rey de España y sus habitantes no podían ser sometidos a encomiendas. En realidad, tanto el gobierno como la gestión y administración de justicia en estas reducciones estaban a cargo de los jesuítas, que representaban al Rey. Según un privilegio real, contenido en una carta del rey Felipe III fechada en 1609, los indios de las misiones eran vasallos inmediatos del Rey y de nadie más, quedando exentos de ser sometidos a encomiendas por los colonos. Las relaciones con los colonos de origen español fueron tensas y difíciles en algunos momentos, pues estos criollos -en general- no veían con buenos ojos la creciente prosperidad de las misiones y la libertad e independencia de los indios. En 1614, por ejemplo, el obispo de Asunción, Bernardidno de Cárdenas, junto a los vecinos de su diócesis, expulsó a los jesuítas y ocupó algunas misiones. Tras diversas vicesitudes, y debido a las malas relaciones con Asunción, los jesuítas consiguieron que los treinta pueblos de sus misiones pasasen a la jurisdicción de Buenos Aires.

En las primeras décadas del siglo XVII los pueblos de las misiones jesuítas sufrieron también otro grave peligro: las incursiones de bandas portuguesas de vendedores de esclavos que atacaban los poblados y se llevaban a los indios a los mercados de esclavos de Sao Paulo. Los jesuítas consiguieron finalmente un privilegio inusual hasta entonces en toda la América hispana: la autorización real para que los indios pudieran adquirir armas de fuego. A partir de ese momento, armados ya los pueblos guaraníes, no resultaron fácil presa para los bandoleros portugueses, que en 1641 sufrieron una grave y definitiva derrota que puso fin a estas incursiones. Los ejércitos guaraníes participaron a partir de entonces en la vida colonial con un peso específico indiscutible. De hecho, los gobernadores españoles, con asesoramiento directo de los jesuítas, contaron con ellos en diversas ocasiones, tanto para operaciones de sometimiento y pacificación de indios nómadas no cristianizados y para expediciones contra los portugueses (por ejemplo los repetidos ataques españoles contra la disputada colonia de Sacramento), como para la represión de movimientos sediciosos en la propia colonia (por ejemplo la sublevación de un movimiento autonomista en Asunción en los años 1734-35, sofocado con ayuda de los ejércitos indios de las misiones).

En 1732 los pueblos jesuítas pasaban ya de la treintena, con una población indígena que se estima en unos 140.000 habitantes (los jesuítas en toda la provincia eclesiástica del Paraguay eran algo más de unos 400). En 1743 la Cédula Real de Felipe V (el último monarca español que favoreció abiertamente a la Compañía) apoyaba a los jesuítas y les daba la razón en todos sus pleitos. En este siglo XVIII (al menos hasta 1753) puede decirse que las comunidades jesuíticas paraguayas vivieron su "edad de oro".

Tal vez resulte un poco exagerado hablar de "Estado jesuíta" o "Estado teocrático", pero lo cierto es que los pueblos de los jesuítas en el Paraguay gozaron de una situación de autonomía económica, política, cultural y administrativa que era entonces impensable en cualquier otro lugar de la América sometida a la Corona española.


Misión de María Candelaria
 

  Organización política, social y cultural de los pueblos de las misiones


Los pueblos de las misiones jesuíticas paraguayas seguían todos un mismo modelo urbanístico, con pocas variantes: había una plaza rectangular sombreada de árboles (algunos pueblos tenían más de una); las calles eran rectilíneas, con soportales para las lluvias; las casas (todas iguales) se construían alineadas unas a otras y mantenían el modelo indígena: un gran aposento común en el que no había más mobiliario que esteras y hamacas (la cama típica de los indios); había también casas comunes para las mujeres viudas (casas de "recogidas") y para las mujeres cuyos maridos estaban de viaje (por ejemplo transportando mercancías del pueblo hasta Asunción o Buenos Aires). En uno de los lados de la plaza estaba la Iglesia (de tres naves), que era el edificio principal del pueblo y estaba construida en piedra y adornada con alguna suntuosidad en su interior, bien iluminado por la luz natural; junto a la Iglesia se encontraba el cementerio, a un lado, y al otro la Casa de los Padres jesuítas; varias puertas comunicaban la Iglesia con el cementerio y con el patio de la Casa de los Padres. En esta Casa, en torno a uno de sus dos patios, estaban los almacenes, el depósito de armas, la cocina, el aposento de huéspedes, la escuela y las oficinas y talleres donde trabajaban los artesanos indios. Se consideraba que el número ideal de vecinos para estos pueblos era de mil quinientos, aunque había pueblos que sobrepasaban ampliamente ese número, ya que algunos llegaban a los cinco mil individuos; en algunos casos, cuando el número de habitantes se había hecho excesivo para su gobernabilidad, se procedía a la fundación de nuevos pueblos con parte de los pobladores del anterior, aunque los indios eran muy reticentes a mudar de lugar.

En cada pueblo había un máximo de dos padre jesuítas (el párroco y el ayudante o coadjutor), que se bastaban para dirigir perfectamente a toda la comunidad. El Ayuntamiento lo formaban un corregidor, dos alcaldes mayores, cuatro regidores, un mayordomo, alguaciles, escribanos, etc (todos ellos indios). Eran elegidos por el cura a propuesta del pueblo. Había también entre los indios diversos grados correspondientes a la milicia (alféreces, sargentos, etc) en la que se encuadraban las unidades indígenas cuando iban a prestar servicio al gobernador colonial, cosa que ocurría de vez en cuando, después de que el gobernador solicitase del Padre Provincial el número de gente que necesitaba para su campaña o expedición bélica, y de que el Padre Provincial escribiese al Padre Superior y éste a los curas de los pueblos. Las misiones estaban, pues, muy bien organizadas militarmente, y los ejércitos guaraníes constituían una fuerza de guerra mucho más capacitada que los propios soldados de la colonia española de Asunción o de Buenos Aires.

Por Cédula Real estaba prohibida la residencia en estos pueblos indios a los españoles, a los mulatos, a los negros y a los mestizos (es decir, a todo el que no fuera indio o jesuíta). No se negaba a nadie la entrada y la hospitalidad, pero los forasteros y gentes de paso no podían pernoctar en estos pueblos más de tres días, y eran alojados gratuitamente en unas posadas destinadas a tal fin.


Ilustración del jesuita Florian Pauckel
 
 

Por encima de los curas estaba el Padre Superior, y sobre éste el Padre Provincial. Había también Padres Visitadores (inspectores), Padres Procuradores, etc. La disciplina sobre los jesuítas se mantenía mediante "avisos", "reprensiones" y "penitencias" (y, por supuesto, traslados forzosos). Todos los jesuítas (al igual que los demás religiosos) percibían una renta real. Otro dato importante es que la gran mayoría de los jesuítas de las misiones eran europeos, no americanos, pues los jesuítas de origen español-criollo eran escasos. El Padre Provincial residía en la ciudad de Córdoba del Tucumán; el Padre Superior, junto a su ayudante o hermano coadjutor, vivía en el pueblo de Candelaria, uno de los pueblos indios más importantes, situado en el centro del territorio de las misiones jesuítas. Las visitas esporádicas que el Padre Provincial hacía a los pueblos constituían una solemnidad que solía celebrarse con fiestas y música. En época de Cuaresma todos los curas se alternaban en las visitas a los pueblos distintos del suyo, con objeto de confesar a los indios que acudían a ello masivamente debido a la festividad religiosa. El llamado "Libro de Órdenes" (hecho por los Padres Provinciales) constituía el reglamento interno para la vida de la comunidad, además de las diversas Cédulas Reales y de las Leyes de Indias.

Desde el principio, los jesuítas tuvieron el suficiente tacto para no alterar las propias estructuras tribales de los guaraníes. Y así, por ejemplo, mantuvieron el sistema de "clientelas" o familias sujetas a la protección de un jefe (cacique), que tenía tratamiento de "Don" (los Padres, no obstante, llamaban "hijos" a todos los indios). Por lo demás, estos jefes de clan o caciques (había de veinte a cuarenta por cada pueblo) hacían los mismos trabajos que el resto de los indios, es decir, eran también labradores. Los jesuítas se encargaron especialmente de mantener una cuidadosa separación de los sexos (en la iglesia, en la escuela, en las danzas...) y ellos mismos mantenían con el sexo femenino una prudente distancia. Los indios, según su costumbre, se casaban muy jóvenes (a los 17 años ellos y a los 15 ellas).

Había unos pocos médicos para todos los pueblos, pero secundados por numerosos enfermeros indígenas bastante competentes, con lo cual la asistencia sanitaria y la caridad cristiana en el cuidado de viejos y enfermos cubrían bien las necesidades de los pueblos de las misiones (hubo, sin embargo, algunas graves epidemias de viruela, importada por los colonos españoles).

La vida cotidiana de los indios estaba considerablemente ritualizada. Las misas y actos religiosos tenían todo el aparato ritual externo propio del Catolicismo; incluso mantuvieron costumbres como la de besar las manos a los Padres (gesto que gustaba mucho más a los indígenas que a los propios curas, a decir de éstos últimos). Los indios se levantaban a toque de campana de la iglesia. Todos los días, al comienzo de la mañana, había misa (no era obligatoria, a diferencia de los días de precepto, pero la mayoría de los indios acudían, sobre todo porque tras la misa se repartía a los asistentes un poco de yerba mate -el "té" o "café" del Paraguay-, infusión a la que los indios eran muy aficcionados). Después de la misa venía el desayuno (carne cocida o maíz), y a continuación los indios partían a sus labores en el campo o en los talleres.



 
 

Había catequesis para los niños y rezo del Rosario por las tardes. El catecismo se hacía de forma dialogada entre dos coros; uno decía:

       -"¿Hay Dios?"
       -"Sí, hay", respondía el otro.

       -"¿Cuántos dioses hay?"
       -"Uno no más"

,y otras cosas por el estilo. Después del rezo del Rosario venía la merienda, y luego los indios se iban cada uno a su casa. Los indios eran muy aficcionados a la música, y tanto las misas (que incluían extensas partes cantadas) como los preliminares del trabajo agrícola cotidiano se hacían al ritmo de música instrumental y canciones.

Esta rutina diaria variaba un poco los domingos: se celebraban juegos de pelota (no de frontón, sino de balompié, según era costumbre entre los indios, que lo jugaban con una pelota de goma); había también competiciones de tiro con arco o con escopeta, juegos militares diversos y carreras de caballos (a propósito de ésto último dice el jesuíta José Cardiel, 1704-1781, autor de varias obritas sobre las misiones del Paraguay, en las que participó activamente, que los guaraníes "son excelentes jinetes, y el indio a caballo parece otro hombre").

Los días de fiesta (fiestas patronales, Semana Santa, Corpus, etc) había además procesiones muy vistosas, con música, danzas, ejercicios equestres y escenificaciones teatrales a cargo de los indios ("batallas" de ángeles y demonios, entremeses burlescos y otros), todo lo cual sorprendía vivamente a los españoles que tuvieron ocasión de presenciarlo. También había orquestas y coros (todavía subsisten en algunas regiones de Bolivia algunos similares). Los jesuítas les suministraban partituras de los mejores músicos españoles e italianos de la época. Los instrumentos eran básicamente europeos: violines, arpas, bajos, chirimías, órganos, clarines, guitarras y bandurrias. En general, los jesuítas se limitaban a cristianizar el folklore indígena, mejorando su estética visual (trajes, instrumentos musicales) y proporcionando temas y contenidos argumentales. Las danzas eran muy llamativas, pero en exceso recatadas (puesto que no participaban mujeres). Había también juegos de equitación, paradas y desfiles militares y sobre todo banquetes y convites, pues en todas las fiestas religiosas, bodas, etc, se daban banquetes colectivos: no se bebía alcohol (el vino sólo lo usaban los curas para la misa), pero se bebía chicha (un licor de maíz de poca graduación alcohólica), y se comían tortas de pan de mandioca, gallinas, vaca asada, frutas, etc.

En todos los pueblos de las misiones jesuítas había una escuela (en la Casa de los Padres); allí se enseñaba a los niños y niñas a leer y a escribir (el guaraní y el castellano), y también se les enseñaba música y danza a los más capacitados para ello. La educación ("base del bienestar del Estado") era voluntaria, y de hecho acudían sobre todo los hijos de los caciques y principales. Los maestros eran también indios; pero no había educación de grado superior. Entre los años de 1700 y 1728 hubo incluso una imprenta en uno de los pueblos de las misiones (la primera imprenta que funcionó en el Río de la Plata) y se imprimieron diversas obras en lengua guaraní, principalmente diccionarios.

Los Padres jesuítas se ocupaban personalmente de la administración de justicia. Había en cada pueblo dos cárceles: la de hombres y la de mujeres; éstas últimas no estaban propiamente encarceladas, sino en "libertad vigilada". Los presos acudían a misa con los grilletes puestos. Había solamente tres tipos de castigo: cárcel, cepo y pena de azotes (que no podían ser en ningún caso más de veinticinco), y no existía la pena de muerte. Había también diversas "penitencias" para delitos de menos cuantía: los excesos de "lujuria" o la no-asistencia justificada a misa los días de precepto, por ejemplo, se castigaban con unos cuantos azotes. Los jesuítas impartían las penas como "castigo paternal más que judicial". El sistema penal de las misiones era, con mucho, el más humanitario que ha habido nunca en ningún lugar civilizado de la Tierra, y además en una época (no se olvide) en la que -tanto en Europa como en América- se practicaba la tortura o tormento judicial y los suplicios legales más horrendos y atroces. La mejor prueba de la propia eficacia del sistema penal de las misiones es que no hubo que cambiarlo por otro más duro y estuvo en vigencia durante todo el tiempo en que estos pueblos indios estuvieron gobernados por los jesuítas.


Ilustración del jesuita Florian Pauckel
 
 

Uno de los aspectos más criticados (con evidente anacronismo) del Estado-sociedad organizado por los jesuítas en el Paraguay ha sido siempre el excesivo "paternalismo" de los jesuítas hacia los indios. Las bases de esta concepción paternalista son aun más inadmisibles que el paternalismo mismo. En general, para los jesuítas (el citado padre Cardiel constituye un buen ejemplo de ello) el indio es un ser "inferior" (en inteligencia y en capacidades); en el caso concreto de los guaraníes, se trata de gentes "ingenuas y sencillas, pero muy desidiosas y de corto espíritu"; los indios "son como niños", y como a tales hay que tratarlos. El jesuíta Cardiel habla a veces, con una conmiseración paternal francamente irritante para el lector moderno, de la "inocente infantería" y dice que los indios son "niños que no saben cuidar de sí mismos" y que "ni siquiera son capaces de la oración mental, sino vocal, como nosotros cuando niños"; por ello, en estos pueblos, "el Padre es como el alma al cuerpo"; sólo en raras ocasiones, el propio Cardiel no tiene más remedio que reconocer ciertas habilidades del indio que le impresionan ("son muy diestros, sin embargo, en la doma de toros y caballos salvajes").

Sobre estas ideas y prejuicios generales se basaba el trato de los jesuítas hacia ellos y la propia organización de las misiones: el indio era un ser bondadoso e ingenuo, pero incapaz -según ellos- de gestionar por sí mismo sus propios intereses. Afortunadamente, estas ideas no eran compartidas por todos los jesuítas, pues no faltan entre ellos quienes reconocen lo erróneo de estos prejuicios (el jesuíta Sánchez Labrador, por ejemplo, decía lo siguiente: "Debo admitir que es prejuicio sin fundamento experimental hacer a los indios por naturaleza estúpidos y de cortísimos alcances. La falta de instrucción es la causa de que parezcan tales; pero realmente sus capacidades son unas perlas encerradas en las toscas conchas de sus tostados cuerpos, o unos diamantes sin pulir que no dan todos los brillos que, pasados después por la rueda de una educación cristiana y civil, se ven lucir en ellos. ¿Quién dirá que la gente rústica y campesina de España, por ejemplo, es por naturaleza incapaz porque -falta de luces- no muestre los talentos de los urbanos e instruidos en las artes y ciencias").

En realidad, tales prejuicios paternalistas se fundaban en un relativo menosprecio hacia las culturas indígenas (aunque los jesuítas, que habían aprendido bastante en los fracasos de experiencias evangelizadoras anteriores en Asia, actuaron con notable flexibilidad ante las costumbres indias). Con todo, este experimento de "civilizar" a los salvajes desde prejuicios erróneamente paternalistas resultó eficaz entre los guaraníes, sobre todo por el propio respeto ético que los Padres inspiraban con su ejemplo y comportamiento (pues los indios veían que los jesuítas actuaban con ellos con aparente desinterés material). Por otro lado, la analogía "indio-niño" resultaba de cierta utilidad como esquema de comprensión previa y de actuación inmediata, pues en ciertos aspectos el pensamiento primitivo y prelógico tiene muchas analogías con el pensamiento infantil (los jesuítas sabían por propia experiencia práctica que resultaba más fácil manejar a los indios desde estos prejuicios que gastar demasiado tiempo en tratar de conocer a fondo sus costumbres o en educarlos desde niños en las escuelas al modo europeo). El "choque" de culturas no fue, en todo caso, excesivamente traumático para los indígenas del Paraguay, a diferencia de lo que ocurrió en la mayoría de las colonias españolas y europeas en América, en las que el indio ("más predispuesto a imitar lo malo que lo bueno") quedaba completamente indefenso ante una cultura colonizadora "superior" que le aniquilaba.

Pero a veces incluso los medios "erróneos" dejan de serlo si el objetivo es éticamente correcto, pues el caso es que los jesuítas hicieron prosperar a estas comunidades actuando siempre con gran tacto, previsión, paciencia y trabajo. Además, resulta excesivo pretender que mentalidades europeas del siglo XVII (o incluso del XVIII) tuvieran con las demás culturas y civilizaciones una objetividad antropológica y ética que sólo se ha conseguido en nuestra civilización en tiempos muy recientes (recordemos que incluso las ideas rousseaunianas acerca del "buen salvaje" parten de prejuicios paternalistas similares). A cualquier mentalidad europea de esos siglos le resultaba mucho más cómodo etiquetar como "negligencia", "vagancia" o "desidia" determinadas actitudes de los indios con respecto al trabajo y a la previsión del futuro que tratar de comprender que esas actitudes indígenas procedían de una visión del mundo y de la vida (de un modo de ver las cosas) radicalmente opuesto en muchos aspectos a la visión occidental; y de hecho, tampoco esa comprensión podía servir a veces de mucho si no se sabía cómo integrar una cultura en otra sin desintegrar al individuo (Cardiel refiere algunos casos extremos de indios nómadas salvajes capturados por los jesuítas con ayuda de los guaraníes y que se dejaban morir al poco tiempo, a pesar de todos los esfuerzos de los curas por salvarlos; menciona además el caso de uno de estos caníbales, al que aparentemente se había logrado apaciguar e "integrar", pero que fue sorprendido más tarde tratando de devorar el cuerpo de un niño fallecido que acababa de ser enterrado; casos como éstos difícilmente podían contribuir a cambiar los prejuicios de los europeos, sino más bien a reforzarlos). Pero los jesuítas (y ése es su mérito) no trataron de destruir estas arraigadas "concepciones indígenas" por la fuerza, cosa en la que naturalmente habrían fracasado, sino sobre todo con el ejemplo, logrando en muchos casos una síntesis aceptable entre ambas concepciones (la indígena y la cristiano-civilizada).

Otra cuestión muy debatida (y buena prueba del espíritu práctico de los misioneros jesuítas) ha sido la cuestión del idioma. En todos estos pueblos no se hablaba castellano, sino la propia lengua de los indios (el guaraní); el castellano -al igual que el latín- sólo se utilizaba en algunas canciones religiosas, que los indios repetían fielmente sin comprender del todo su significado. Los propios jesuítas -llegado el caso- hacían de intérpretes entre los indios y los españoles de las colonias (aunque en los pueblos siempre había también un cierto número de indios que entendían el castellano y que intervenían en los intercambios comerciales). Es claro que los jesuítas vieron las ventajas de que los indígenas continuaran hablando su propia lengua: en primer lugar porque con ello facilitaban esa "síntesis cultural" que pretendían (pues la imposición de otra lengua en las comunidades indias traía a veces consigo un proceso de aculturación con resultados bastante desastrosos); en segundo lugar porque el uso de la lengua nativa contribuía a un mayor aislamiento de los indígenas con respecto a los colonos españoles ("fuente de todo mal y pecado") y hacía de los propios jesuítas -que eran prácticamente los únicos europeos que conocían la lengua indígena- unos elementos intermediarios imprescindibles.

En realidad, la organización social de los jesuítas en estos pueblos revela dos aspectos constantes de la ideología de esta Orden desde su fundación hasta nuestros días: por un lado sus prejuicios pedagógicos (puesto que siempre han basado su sistema de enseñanza en una selección y adoctrinamiento de los "mejores" -de las clases dominantes de la sociedad-, sin querer caer en la cuenta de que el problema básico es que nadie es "mejor" o más "capaz" que nadie por su origen o extracción social, sino que la base de toda pedagogía éticamente aceptable y eficaz consiste precisamente en descubrir y ayudar a descubrir las mejores capacidades de cada uno; por lo demás, es evidente también que ese sistema les ha "fallado" en más de un caso: cuando individuos educados por ellos se han revelado después como los mayores enemigos de los jesuítas). También es evidente que la propia Orden jesuítica ha gustado por lo general de hacer su propio "Estado" allí donde está, para lo cual se han basado siempre en el pueblo y en la etnia (en la lengua y costumbres autóctonas) pero no en la nación (recuérdese, por poner un ejemplo reciente, que el "nacionalismo vasco contemporáneo" tuvo su origen intelectual precisamente entre los jesuítas vascos, que fueron los primeros en ocuparse de cuestiones filológicas y culturales con unas intenciones en muchos casos inequívocamente "políticas").



 
 

  Organización económica de las misiones


En los pueblos jesuíticos del Paraguay la propiedad de la tierra presentaba dos modalidades: tierras de propiedad comunal ("propiedad de Dios") y tierras de propiedad individual ("propiedad del hombre"). Cada familia india tenía una parcela de tierra particular donde se sembraba principalmente algodón (para cubrir las necesidades de vestido de cada familia) y algo de lino (para hilar lienzo); esto y algunas gallinas constituían toda la hacienda familiar. Las tierras económicamente importantes eran las colectivas, ya que este sistema de colectivización agraria (se le ha llamado "comunismo cristiano") era -junto con la ganadería común- la principal base económica de estos pueblos. En las tierras comunales se cultivaba, entre otros productos, algodón, maíz, mandioca, caña de azúcar (sólo en determinados pueblos que reunían las condiciones para ello), tabaco, hierba mate (que los jesuítas habían conseguido cultivar en el llano, en lugar de cosecharla en la montaña, como hasta entonces hacían los indios), e incluso naranjas (fueron precisamente los jesuítas quienes aclimataron el naranjo en el Paraguay). En estas tierras colectivizadas (cuyo trabajo era supervisado por los Padres) se ocupaban todos los habitantes del pueblo, excepto los artesanos, que trabajaban en sus respectivos oficios en los talleres y sólo labraban su propia parcela de tierra individual. La abundancia de loros y guacamayos representaba un grave inconveniente para los algodonales y campos de maíz, pues -según el mencionado Padre Cardiel- "hazían más daño a los maizales que los gorriones en España a los trigales". También tenían que hacer frente a las plagas (gusano, langosta) y a las sequías. Se exportaba algodón a Buenos Aires y a Santa Fé (y también tabaco, hierba "mate" y otros productos agrícolas) y se importaba hierro, paños, herramientas, armas, sedas y adornos para las iglesias, y sobre todo sal (que no había en los pueblos).

La ganadería (ovejas y especialmente vacas) era un sector muy importante en la economía de estas comunas jesuítas. La cabaña ganadera vacuna de estas comunidades indígenas era numerosísima y también de propiedad común. La abundancia de carne proveía un sobrado abastecimiento de los pueblos (aunque ello no evitaba a los indios el tener que hacer largas y pacientes colas en las carnicerías para el reparto gratuito de carne de vacuno). Con el cuero de las reses se hacían cuerdas, sacos y toda clase de recipientes (los excedentes de cuero se exportaban). Había grandes dehesas (llamadas "estancias") donde el ganado pastaba libremente.

La industria artesanal no era menos importante. Cada pueblo tenía sus artesanos: había tejedores (se hacían sobre todo "ponchos", que era la prenda típica del indio en estas latitudes), y había carpinteros, herreros, pintores, zapateros (aunque -en general- los indios se resistían a llevar zapatos y sólo se los ponían alguna vez los días de fiesta) y otros oficios diversos, cuyos productos manofacturados cubrían las necesidades básicas de todo el pueblo; todos estos artesanos eran pagados en especie con los fondos de los bienes colectivos. La albañilería estaba muy desarrollada y la mayoría de los indios eran bastante diestros en el oficio de reparación y construcción de casas; las bibliotecas de las misiones, además, disponían de los tratados de arquitectura más importantes de la época.

Cada pueblo era, pues, una unidad económica prácticamente autosuficiente. El comercio interior entre los diversos pueblos jesuíticos era prioritario en este sistema económico (los pueblos que disponían de mayores excedentes de algo, algodón por ejemplo, lo exportaban a los que tenían menos, y lo mismo los que disponían de mayores maizales u otros productos, de manera que se equilibrasen y satisfaciesen las necesidades de todos los pueblos entre sí); cuando el consumo interno de cada pueblo, y de todos los pueblos jesuítas en su conjunto, quedaba satisfecho, los demás excedentes eran exportados a las colonias españolas. La administración y gestión de la actividad económica -sobra decirlo- estaba en manos de los Padres. No había dinero, pues todos los intercambios se realizaban mediante trueque (también en el Paraguay colonial, dada la pobreza del país, el trueque era corriente en las transacciones comerciales, pues había poca circulación de dinero en moneda); las mercancías tenían un precio "simbólico" que servía de referencia para los intercambios. Las comunas jesuítas pagaban un tributo al Rey (un peso por habitante), pues se tenía en cuenta que estos indios "habían sido conquistados no con las armas sino con la Cruz". Por cierto, que una de las acusaciones más fundadas que se hicieron contra los jesuítas fue que defraudaron bastante dinero a la Hacienda Real, dado que esa tributación solía hacerse sobre censos de tiempos antiguos, que reflejaban un número de individuos muy inferior al real (aunque finalmente dichos censos fueron actualizados).

Con todo, no faltaban algunas deserciones entre los indios: según el jesuíta Cardiel, un 1% de los indios (por cuestiones personales con los curas, o bien por curiosidad o ambición personal) huían a veces a los pueblos de los españoles, donde no encontraban mejor medio de vida que emplearse como jornaleros de los colonos españoles en unas condiciones de verdadera explotación; la mayoría de ellos no lograban adaptarse a las duras condiciones coloniales y malvivían -junto a mulatos y negros- en situaciones de marginalidad y de pobreza, y algunos regresaban de nuevo a sus pueblos ("trayendo consigo los vicios aprendidos en las ciudades").

El nivel de vida en estos pueblos jesuítas (sobre todo a partir de finales del XVII y comienzos del XVIII) era bastante más elevado que en muchas colonias y que en muchos pueblos de la propia España en esa época. No había opulencia en ellos, y mucho menos lujo, pero ciertamente a los guaraníes no les faltaba de nada (no obstante, había también cierto "estancamiento", pues los pueblos crecían a veces en población pero no en actividad económica). Esta prosperidad -como no podía ser menos- atrajo las envidias de los propios colonos españoles, y no tardaron en correr rumores sobre las cuantiosas ganancias comerciales de los jesuítas y sobre sus presuntas riquezas (se hablaba incluso de la existencia de minas de plata explotadas en secreto por los jesuítas con ayuda de la mano de obra indígena). El propio modo de actuar de los jesuítas (reservado y secreto, como siempre) no hacía más que aumentar y exagerar aun más estos bulos y fantasías nacidos generalmente de la envidia.


Expulsión de los Jesuítas en todos los reinos hispánicos
 
 

   El final del experimento


Todos estos rumores contribuyeron a crear un estado de ánimo -tanto en América como en Europa- bastante hostil y desfavorable hacia los jesuítas. En el siglo XVIII esta Orden había alcanzado sobradamente todo el techo de poder que podía alcanzar. Nuevas ideas (las de la Ilustración y el racionalismo ilustrado) corrían ya por Europa, y en algunos Estados europeos (España entre ellos) la Compañía de Jesús era un serio obstáculo para las ideas renovadoras de sus gobernantes (en nuestro país, por ejemplo, controlaban prácticamente la enseñanza superior, y por consiguiente los resortes de la cultura, de la ciencia y de la propia política, pues la mayoría de los gobernantes habían sido educados en los colegios de los jesuítas).

En las misiones del Paraguay ocurrieron además unos acontecimientos bastante decisivos para el futuro de los pueblos indios y para el propio futuro de la Compañía. En 1750 se firma en Madrid el llamado "Tratado de Límites" entre Fernando VI y el rey portugués, para resolver determinados litigios procedentes de las diversas interpretaciones del antiguo Tratado de Tordesillas sobre las fronteras coloniales americanas entre España y Portugal. La mujer del monarca español, Bárbara de Braganza, que era portuguesa (y abiertamente hostil a la Compañía de Jesús), parece que influyó bastante en la firma de este tratado, no muy favorable para España. Por dicho tratado, siete pueblos de las misiones jesuítas del otro lado del río Uruguay pasaban a manos portuguesas, a cambio del reconocimiento portugués de la legitimidad de la soberanía española sobre las Islas Filipinas y otras colonias. Estos siete pueblos indios tenían una población total de unos 30.000 habitantes. Se resarcía a cada pueblo (cuyos pobladores debían abandonar sus lugares y establecerse en las misiones del otro lado del río) con una indemnización de cuatro mil pesos, cantidad del todo insuficiente, pues fue fijada pensando en los típicos pueblos coloniales de la región, y la realidad es que los pueblos jesuítas tenían propiedades inmuebles de muchísimo más valor (incluidas las estancias del ganado).

Los indios se rebelaron y se negaron a obedecer las órdenes de evacuación, desobedeciendo incluso a los propios jesuítas que intentaban convencerles de la conveniencia de resignarse y obedecer para evitar males mayores (los jesuítas de los pueblos de Yapeyú y Santo Tomé, por ejemplo, fueron detenidos y encerrados en la cárcel por los indios). La guerra duró poco más de dos años (1754-56) y fue bastante sangrienta: los indios combatieron contra los ejércitos españoles y portugueses mediante tácticas de guerra de guerrillas, y hubo unos tres mil muertos entre los guaraníes, que finalmente (con la intercesión de los jesuítas, que actuaron de mediadores en el conflicto y también en las nuevas demarcaciones y en la paz) se vieron obligados a abandonar a los portugueses del Brasil el territorio de esos siete pueblos. No faltaron acusaciones por parte de los colonos contra los jesuítas, acusándoles de instigadores de la rebelión, pero todas esas acusaciones fueron sobreseídas. Su responsabilidad, sin embargo, parece indudable, pues es fácil suponer que los jesuítas de los pueblos indujeron a los indios -en un principio- a resistir, pero luego -al recibir órdenes e instrucciones de sus superiores jerárquicos en sentido contrario- se desdijeron y perdieron el control y la autoridad moral sobre los indios y las cosas se les fueron de las manos. El caso es que años después, a la muerte del rey español, su hijo y sucesor Carlos III denunció el tratado como injusto y desfavorable para España. Pero los siete pueblos indios en litigio estaban ya arruinados y eran económicamente irrecuperables.

Esta guerra guaranítica incrementó aun más la impopularidad de los jesuítas en España (donde llegó a circular el rumor de que en el Paraguay se había establecido un reino jesuítico independiente de España y que había elegido su propio rey, lo cual demuestra lo receptivos y predispuestos que estaban los ánimos para aceptar cualquier bulo desfavorable para los jesuítas). El caso es que Carlos III y sus principales ministros estaban preparando en absoluto secreto una medida que varios años antes habían tomado ya otras cortes borbónicas: la expulsión de los jesuítas de todo el territorio español y de las colonias de ultramar. En 1767 se hizo público el decreto de expulsión. Por fin, los enemigos de los jesuítas habían podido con ellos.

En los pueblos del Paraguay entraron las tropas españolas y detuvieron con discreción y sin demasiado alboroto a todos los jesuítas de las misiones, que fueron repatriados a España, desde donde fueron embarcados junto a los demás jesuítas de la Península con destino a Italia, a los Estados Pontificios. El Papa Clemente XIII, sin embargo, se negó a permitir la entrada en sus Estados a estos expulsos, y los jesuítas estuvieron un tiempo en la isla de Córcega, aunque finalmente los admitió. En realidad, la Orden jesuítica se había convertido en un estorbo incluso para la propia Iglesia; prueba de ello es que poco tiempo después, en 1773, el Papa Clemente XIV, con el pretexto de que los jesuítas no querían modificar los estatutos de la Orden, disolvió la Compañía de Jesús (que estuvo disuelta hasta 1814).

Los jesuítas procedentes del exilio americano se dedicaron sobre todo a labores intelectuales y a escribir las memorias de sus experiencias misioneras. Pero las obras intelectuales de estos misioneros, de gran valor humanístico y científico, encontraron escaso eco en una Europa que ya sólo prestaba atención a los filósofos de la Ilustración y a los enciclopedistas (enemigos declarados del jesuitismo y de la Iglesia). No pocos ex-jesuítas emigraron a Rusia, donde encontraron una favorable acogida por parte de la zarina Catalina la Grande, empeñada en renovar la educación y la cultura en su extenso país.

En las misiones paraguayas, los jesuítas fueron sustituidos por franciscanos, que sólo se ocupaban de los asuntos estrictamente religiosos. Los pueblos indios conocieron una notable decadencia económica; unos fueron abandonados, otros se transformaron por completo. Los guaraníes, emancipados de los españoles, se mezclaron con ellos en plano de igualdad; algunos adquirieron tierras y ganados y otros poblaron los campos de Montevideo y Buenos Aires. Así acabó la historia de las comunas jesuítas del Paraguay, que había durado más de 150 años.

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Los defectos del "experimento jesuítico" fueron -en general- los propios de una institución (la Iglesia) que siempre se ha considerado a sí misma como la única depositaria de la "Verdad", una verdad y una ética con frecuencia distorsionadas y desfiguradas por su propia reestructuración moral. Uno de los "fallos" del sistema de las misiones fue el inevitable (y a menudo inconsciente) "paternalismo" sobre unos seres "inferiores en capacidades" (los indios), considerados en cierto modo como una "propiedad particular" de los jesuítas; tampoco constituyó precisamente un acierto la ritualización vacua y puramente formal de la religiosidad enseñada a los indígenas, ideal para impresionarlos pero nada eficaz para consolidar en ellos un sentimiento profundamente cristiano, un sentimiento ético; y no menos grave fue también la escasa importancia dada a la educación y al desarrollo intelectual de los indios, debido al exceso de "superioridad cultural y moral" y de "vanidad intelectual" de la mayoría de los jesuítas, que nunca tuvieron en cuenta lo que ellos mismos podían aprender de los propios guaraníes. Quién sabe si acaso una mayor atención a estos importantes aspectos hubiera logrado la supervivencia y la continuidad de esta experiencia comunal entre los indígenas, dirigidos y gobernados por ellos mismos una vez que se marcharon los jesuítas, lo cual habría sido la verdadera prueba de que el sistema jesuítico tenía una validez social que iba más allá de un experimento evangelizador. Pero no fue así.

A pesar de todo, entre tantos procesos de conquista, colonización, aculturación, destrucción y exterminio de las culturas "primitivas" por la cultura "civilizada", entre tantos genocidios de pueblos y de etnias autóctonas, el ejemplo jesuítico -con todos sus defectos- es un modelo verdaderamente digno de admiración que demuestra que las cosas se podían hacer de otra forma en la América colonial española.


Niños guaraníes contemporáneos (fotografía en blanco y negro)
 
 

En lo que se refiere a las influencias y consecuencias de esta experiencia jesuíta en la posterior historia del Paraguay, evidentemente sus resultados e incidencias en esa historia son difíciles de evaluar. Pero es indudable que las comunas jesuítas contribuyeron más que ninguna otra cosa a la supervivencia de la cultura indígena y de la propia lengua de los indios (el guaraní es hoy lengua co-oficial en Paraguay junto al castellano). También es evidente que gracias a esas misiones los guaraníes alcanzaron en Paraguay un estátus social que les permitió tratar de igual a igual a los colonos españoles: actualmente la mayor parte de la población es mestiza de españoles y guaraníes, con un pequeño porcentaje de blancos de origen hispano y europeo (que constituyen la oligarquía tradicional) y un pequeño núcleo de indios marginales de diversas etnias.

Por lo demás, la historia del Paraguay moderno, tras su independencia de España, siguió otros derroteros muy distintos de los que hubieran imaginado los jesuítas de las misiones: persistieron y se incrementaron los conflictos sociales y la inestabilidad política, herencia (como en toda iberoamérica) de los propios desequilibrios y desigualdades socioeconómicas entre las viejas oligarquías coloniales de origen español y la masa de la población. Y, por si fuera poco, el Paraguay sufrió entre 1865 y 1870 una cruenta y crudelísima agresión militar motivada por intereses económicos extranjeros (principalmente británicos), que en la llamada "guerra de la Triple Alianza" (Brasil, Uruguay y Argentina contra Paraguay) despojaron al país paraguayo de gran parte de su territorio y diezmaron a la población masculina de manera irrecuperable (la mayor parte de los antiguos pueblos de las misiones ya no están ni siquiera en territorio de Paraguay). Y todavía en el siglo XX (1932-35), cuando el país empezaba una interesante recuperación económica y social, Paraguay se vió envuelta en un sangriento conflicto con Bolivia por los territorios del Chaco (en guaraní "desierto"), motivada también por intereses de compañías petrolíferas extranjeras, una guerra que, aunque virtualmente ganada por los paraguayos, costó al país más de 40.000 vidas humanas (en una población de 1.150.000 individuos). Después vinieron nuevos conflictos internos, sucesivas dictaduras militares y golpes de estado.

Ante esta agitada historia contemporánea, da la penosa impresión de que los que menos aprendieron de la interesante experiencia histórica de las misiones fueron los propios paraguayos y sus codiciosos vecinos, y el experimento -prácticamente olvidado o insuficientemente asumido-, la primera experiencia emancipadora de los indios americanos, parece casi un sueño de otros tiempos o una realidad utópica que nunca existió.


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LA DOBLE FUNDACIÓN DE BUENOS AIRES Y LOS MUY MODESTOS ORÍGENES DE LO QUE SERÍA DESPUÉS LA CAPITAL DEL VIRREINATO DEL RÍO DE LA PLATA

DON PEDRO DE MENDOZA
Nació en Guadix en 1499 y fue el
primer Adelantado del Río de la
Plata. Desde muy joven actuó en
la corte granjeándose la general
estimación por sus dotes
personales, que impulsaron a
Carlos V a llevarlo consigo en
varios de sus viajes, siendo
nombrado luego gentilhombre de
cámara. Dueño de gran fortuna,
gestionó ante el rey que se le
concediese la conquista del Río de
La Plata, empresa que él costearía.

El rey no puso obstáculo a lo
solicitado por don Pedro de Mendoza.
Sabíale hombre valiente y enérgico,
capaz de llevar a cabo las mayores
hazañas y trabajos por penosos que
fueran.


La expedición, que contaba con dos mil
personas, salió del puerto de Sanlúcar
de Barrameda el 24 de agosto de 1535
Entre los tripulantes figuraban albañiles,
carpinteros, etc. Venían también con el
Adelantado varios sacerdotes para
evangelizar a los indios. Llevó Mendoza
ganado caballar para propagar la cría en
en las nuevas tierras. Después de cierto
tiempo de viaje, llegó la expedición al Río
de La Plata, hallando Mendoza que era
conveniente establecer un asiento en la
margen derecha de un riachuelo. Comenzó
la fundación el 2 de febrero de 1536. A este
poblado se le llamó "Puerto de Nuestra
Señora del Buen Aire (el 11 de junio de
1580, tuvo lugar la segunda y definitiva
fundación de la ciudad por don Juan de
Garay, otro colonizador español, a la que
llamó "Puerto de Santa María de Los
Buenos Aires").



ENLACES-WEB RELACIONADOS:


-- "Religiones indígenas americanas: apuntes sobre la cristianización", Aula de Estudios Antropológicos y Culturales, Estudio General de Humanidades

-- "Ritos kachina: generalidades sobre la religión de los indios Hopi de Arizona y Nuevo México", Aula de Estudios Antropológicos y Culturales, Estudio General de Humanidades

FILMOGRAFÍA:


-"La Misión", 1986, película dirigida por Roland Joffe, con Robert De Niro y Jeremy Irons

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