San Isidro y la conquista de Madrid

INTRAHISTORIAS MATRITENSES


La conquista de Madrid por Alfonso VI, la gloriosa invención de la Virgen de la Almudena y los famosos milagros de San Isidro Labrador


 
Yunta de bueyes (figurilla prerromana de terracota, siglo III a.C. Tarragona)
 

Cuando los contornos de la Historia se difuminan por falta de datos exactos y concretos (históricos, arqueológicos, epigráficos y similares), la tradición, la leyenda y el mito se ocupan de llenar su lugar, pues a lo único que parece que no se acostumbra nunca el espíritu humano es al vacío absoluto de información, de explicaciones o de conocimientos sobre algo. Ahora bien, el proceso de literaturización legendaria de los hechos del pasado es ante todo un proceso de recreación imaginativa de esos hechos (a veces inseparable de inmediatas utilidades y funcionalidades doctrinales, ideológicas o políticas), independientemente también de que en esa recreación se conserven con frecuencia -más o menos desfigurados- hechos históricos reales pero difícilmente precisables.

La historia altomedieval de Madrid, por ejemplo, de ese Madrid nuclear y originario, de ese Magerit tardo-moro de los siglos XI y XII, es también una historia llena de vacíos y de lagunas históricas, pero sobrada de todo tipo de interpretaciones fantasiosas a las que cada cronista y cada literato posterior no ha dejado de aportar su granito de arena. El valor puramente literario de todas esas fantasías pseudohistóricas sobre esta "ciudad-capital" es desde luego muy desigual en calidad, fruto de los gustos y modas de las respectivas épocas, del inevitable servilismo más o menos "político" de todos sus cronistas y literatos o del propio talento que les inspiraba para la ocasión (que no debía de ser mucho cuando se trataba de adular a la ciudad en la que querían medrar), y en su conjunto resultan leyendas tan artificiosas y postizas como llenas de afectación (a diferencia de las genuinas tradiciones colectivas populares y anónimas, que en Madrid han sido prácticamente suplantadas y sustituidas por esa otra "tradición" -o traición- literaturizante y cultista).

Con todo, incluso esa artificial tradición ha creado también algunas bellas metáforas matritenses (por ejemplo la de la osa -que no oso- y las siete estrellas de su escudo, en alusión a la Osa Menor) e incluso algún que otro "eslógan" más o menos logrado ("de Madrid...al Cielo", etc). Pero por ese lado, el lado de la leyenda oficial y cultista, el del pseudofolclore zarzuelero y costumbrista, se hace ciertamente muy difícil mirar por detrás del "velo" del indudable misterio y del encanto matritense, y mucho más profundizar en la historia de esta ciudad más atrás de la baja Edad Media, y no digamos ya si pretendemos redescubrir a través de esa literatura pseudofolclórica y pseudotradicional la historia más antigua de esta población. La Arqueología (la "ciencia de las ruinas mudas", como se la ha llamado) tampoco ha ayudado lo suficiente a la hora de hacernos una idea sugerente y sugestiva de cómo pudo ser -por ejemplo- ese "Madrid moruno" en los tiempos de su irrupción en la historia hispánica, esto es, de su conquista por el rey Alfonso VI hacia el año de 1085 (una conquista por lo demás plenamente histórica, es decir, documentada, aunque muy poco y muy mal documentada, desgraciadamente). Esa insuficiencia arqueológica se comprende mejor si tenemos en cuenta que es precisamente la propia ciudad actual lo que más recubre y entierra a la protociudad originaria.

A pesar de todas estas dificultades previas, los "matritólogos", es decir, los que no vamos ni queremos ir de fantasiosos cronistas y folkloristas al uso, ni tampoco de aburridos y superficiales historiadores incapaces de descubrir la gracia y la sal de la Historia más profunda, no hemos perdido del todo la esperanza de poder reconstruir al menos una "historia verosímil" para reconocer ese antiguo Madrid morisco y misterioso, para imaginar esa primera irrupción de esta población en la Historia hispánica, y para explicar un poco cómo una insignificante y casi desconocida población mesetaria empezó -desde luego "con buen pié"- esa andadura histórica que la llevaría a convertirse con el paso de los siglos y unos cuantos azares geográfico-políticos en la ciudad más importante y más representativa de todas las españas, superando definitivamente a otras posibles candidatas a la "capitalidad" de un Imperio como fueron en su día Toledo, Alcalá, Valladolid o Lisboa. Casi cinco siglos después de su elección como sede de la Corte, su importancia -como capital- nadie puede ya ponerla en duda, como tampoco su representatividad hispánica, ya que seguramente es la única población de España en la que están representados -en al menos algún individuo residente- todos y cada uno de los pueblos, aldeas, villorrios y ciudades españolas (dato que explica por sí solo no pocas cosas de la particular capacidad y originalidad integradora de esta asombrosa capital de capitales que es nuestro Madrid actual).

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Puerta de la Vega, recreacion moderna por P. Schild
 

Aquí vamos a ocuparnos de algunas de las leyendas matritenses más conocidas: concretamente, la su Virgen principal y la de su santo patrón (el descubrimiento de la imagen de Nuestra Señora de la Almudena y la vida y milagros de San Isidro Labrador), leyendas milagreras y casi nada "sobrenaturales", es decir, bastante insípidas en comparación con otras o a imitación de otras, y sobre las cuales se ha acumulado además tal cantidad de hojarasca literaturizada y de "devoción" popular que -a estas alturas- resulta muy difícil no ya tan sólo descubrir sino ni siquiera imaginar cuál pudo ser su trasfondo histórico y real, si es que lo hubo, y sin duda lo hubo. Porque ese trasfondo, como veremos, se adivina en realidad mucho más sugestivo e interesante que la propia hojarasca legendaria con la que se ha pretendido cubrirlo.

En los tiempos inmediatos a la reconquista cristiana de Madrid por Alfonso VI hacia el año 1085, y tras el derrumbamiento fortuito (o "milagroso") de una parte de la muralla de la almudaina o "almacén de trigo" anexo al antiguo alcázar o castillete moro, se produjo -como es sabido- el famoso descubrimiento ("la gloriosa invención", como la llaman los cronistas de antaño) de una imagen románica de la Virgen que había sido escondida en el interior de ese muro. De lo cual de momento sólo cabe deducir -en buena lógica- que alguien la había ocultado previamente allí, y que la fecha misma del ocultamiento no se puede presumir muy anterior a la propia reconquista cristiana de la población, puesto que al parecer se trataba de una pequeña talla románica en madera de las características de finales del siglo XI. Esa primitiva imagen, por desgracia, se quemó y destruyó accidentalmente en el siglo XV, en tiempos del desastrado rey castellano Enrique IV, "el impotente para tantas cosas", y cuyos curas custodios también resultaron serlo para impedir la pérdida irreversible de esa venerable reliquia artístico-religiosa del Madrid preconquistado; la imagen actual evidentemente no tiene ya mucho que ver -más bien nada- con la originaria, y por no tener no tiene siquiera la gracia primitiva de aquella, y menos aun su "numinosidad", aunque no le falte su propio encanto y belleza (pero ya no es la misma, como tampoco el Madrid actual tiene mucho que ver con el Magerit originario). En todo caso esa pérdida es también uno de los primeros "pecados capitales" más inexpiables de esta capital.

Sobre la vida y milagros del santo Isidro tampoco están muy aclaradas las cosas y las fuentes (incluida su "fuente milagrosa") ni los orígenes y las fechas. Al parecer, todo pudiera arrancar de un antiquísimo culto popular pre-islámico y pre-cristiano, de carácter básicamente agrícola, suponiendo -y quizá es mucho suponer- que acaso pueda remontarse a un culto prerromano de algún dios solar céltico de carácter agrícola o guerrero -o las tres cosas a la vez-, es decir, de algún desconocido Esus carpetano (o quizá Esu-tauro, cristianizado luego y asimilado fonéticamente de modo convencional al nombre griego Isi-doro, "ofrenda o don de Isis", abreviado en su forma popular como Isidro). Ese supuesto culto ancestral estaría más o menos subyacente y persistente entre los campesinos muladíes de la zona, descendientes de los antiguos carpetanos y superficialmente islamizados tras la conquista musulmana, pero que acaso continuaron invocando a su particular "genio propiciatorio de la lluvia del verano" o algo similar. Luego vino la (re)conquista de la población por los castellano-leoneses (el hecho de que el santo patrón de los leoneses se llamase también San Isidoro -el famoso sabio y obispo visigodo del siglo VII- debió de tener asimismo no poca influencia en la revitalización o reactivación de ese soterrado culto local, de nuevo recristianizado superficialmente).

En cualquier caso, fue algo más tarde, a mediados del siglo XIII, cuando un diácono-arcediano local llamado Juan de Madrid compuso en latín una "Vida de San Isidro", con materiales de procedencia desconocida (seguramente orales y tradicionales). Pero ya a comienzos del siglo XVII, siendo ya Madrid la capital y el centro de un imperio trascontinental, el culto a ese santo labriego se había hecho popularísimo entre los madrileños, y la Iglesia -como no podía ser menos- terminó reconociéndolo y consagrándolo oficialmente: en 1619 se realizó el proceso de beatificación y en 1622 la canonización. Varios famosos literatos madrileños se ganaron los garbanzos tejiendo una pseudobiografía para este santo tan popular y al mismo tiempo tan desconocido, destacando entre todos el inefable Lope de Vega, que en su juventud compuso un poemilla de los "suyos" (¡10.000 versos!) titulado precisamente "El Isidro", publicado en 1599, así como varias piezas teatrales sobre la supuesta niñez y juventud del santo. Ésta es la base documental de toda la milagrería que se le atribuye al santo, y de la que -como en casi todas las hagiografías- bien puede decirse irónicamente aquello de "aquí está quien lo vió y allí quien lo contó", sobre todo teniendo en cuenta que se trata de un santo que había vivido en el lejano siglo XII (nacido supuestamente en Madrid, en tiempos de la conquista de Alfonso VI y del descubrimiento de la imagen de La Almudena, y fallecido -también supuestamente- hacia 1170).

El milagro de San Isidro en el pozo, por Alonso Cano, hacia 1638-1640
 

Junto al santo se veneraba también a su mujer, Santa María de la Cabeza, de la que todavía se sabe menos, aunque queda la sospecha de si era una mujer un poco o un mucho casquivana y locuela, como parece sugerir su propio nombre y también algunas líneas secundarias de su imaginada biografía, que la pretenden rumoreada de falsos adulterios milagrosamente desmentidos por ella misma en una voluntaria "prueba del agua" (y aquí tenemos de nuevo el agua como elemento mágico esencial de este mito indudablemente pluvial y agrícola); pero de lo que no se duda en ningún caso es de que fue una buena esposa y amante madre (aunque tal vez algo descuidada, puesto que el hijo pequeño de ambos se cayó accidentalemnte en un pozo de donde lo rescató indemne la fé del paciente e imperturbable Isidro y la ayuda de su ángel custodio). Porque lo más curioso de este santo patrón madrileño, supuesto labrador y jornalero pobre al servicio de un rico terrateniente llamado Ivan (Juan) de Bargas, es precisamente su carácter de "santo tranquilo e imperturbable", tan ecuánime y tan inalterable, tan vacío de pasiones y emociones, que atendiendo a su biografía da la impresión de que estamos casi ante un personaje de cuentos infantiles más que ante una persona de carne y hueso, lo que le sitúa sin ningún género de dudas entre los personajes arquetípicos de procedencia popular y colectiva, mucho más que entre los personajes literarios creados por autores individuales y con alguna "psicología propia".

¿Cómo pudo un santo así, tan "despersonalizado", de vida nada extraordinaria, conseguir las devociones populares de los madrileños medievales y post-medievales hasta nuestros días? Pues el caso es que sus imágenes, populares o cultas, siguen todas ellas un mismo estereotipo representativo: un campesino vestido con zaragüelles, capa y esclavina, de rostro sereno y barbado, que casi parece un noble aristócrata (o un dios pagano) transfigurado o disfrazado de campesino, y de hecho no responde en nada a la imagen del típico "villano", como tampoco al Isidro literario se le puede calificar precisamente como prototipo de labriego laborioso y trabajador infatigable (los ángeles labraban las tierras de su amo mientras el bueno de Isidro se entretenía rezando en la iglesia o echando una cabezadita o siesta). Las imágenes de su esposa, en cambio, son mucho más prosaicas, puesto que a Santa María de la Cabeza se la representa generalmente como una típica "mujer de pueblo", con la cabeza cubierta con toca (a la usanza femenina de la época), y hasta con el aspecto de una especie de "criada ganapana y pueblerina", quizá para resaltar más el contraste entre ambos. En suma, una pareja curiosa, arquetípica, "sobrenatural" y cotidiana a la vez, "chocante" aunque armoniosa, un trasunto quizá de aquellos antiguos Togus y Toga, la pareja de dioses céltico-carpetanos mencionada en algunas inscripciones de época romana.

Pozo del Milagro, Museo de S. Isidro
 

Pero lo principal ha sido sin duda la incondicional devoción que este santo despertó desde el principio en el pueblo bajo madrileño (siempre necesitado de rogativas pluviales y de divinos intercesores para sus problemas cotidianos), una devoción extendida en los siglos XVI y XVII a no pocos hidalgos y señores de la Corte, incluidos los reyes, lo que sin duda propició y facilitó muy mucho su obligado reconocimiento oficial por la Iglesia católica. El descubrimiento y traslado en esa época de sus supuestos restos a su iglesia homónima constituyó un verdadero acontecimiento en la Villa y Corte (todavía hoy se exhibe de vez en cuando una acartonada y pretendida momia que se dice ser el cuerpo auténtico del santo, aunque dado que la Iglesia nunca ha tenido excesivos pudores ni demasiados escrúpulos para exhibir reliquias cadavéricas de toda clase y de la más dudosa procedencia, no falta la sospecha -nada irreverente por nuestra parte- de que esa momia isidrona sea una de tantas momias de monjes que por su relativo buen estado de conservación los clérigos de la época exhumaron para los fastos del solemne traslado y exposición pública).

Con todo, San Isidro es mucho más que todo eso, más que todos los fetichismos y neopaganismos populares, más que las inevitables supercherías eclesiales, más que su graciosa ermita goyesca y su verbenera y alegre pradera, más que su deliciosa artesanía popular de figurillas y botijas de colores, más que sus fiestas cíclicas y feriales del periodo pre-estival madrileño de mediados de mayo, o que la famosa feria taurina que lleva su nombre. Para empezar, San Isidro es, ni más ni menos, el patrón de Madrid, que es tanto como decir que es y representa el propio espíritu de lo madrileño autóctono; es la "santidad" serena (la serenidad, que es como decir la "alteza" o la "majestad", la nobleza auténtica, en suma) de esta ciudad, la humildad sin servilismo y sin humillación alguna, la villanía más noble, la nobleza que no necesita de vanidades heráldicas ni de pompas fastuosas y aparatosas (dato significativo: pudiendo haber escogido un santo patrono de mucho más empaque y distinción, pudiendo haber elegido -como podía permitírselo la capital de un Imperio- el santo que le hubiera dado la gana, Madrid prefirió escoger a un labriego pobre con aspecto y majestuosidad de príncipe). He ahí toda una metáfora de lo que es una "capitalidad" asumida con dignidad y sin gestos teatrales o grandilocuentes, casi como obligación y responsabilidad, sin arrogancia ni pretenciosidad alguna.

Página del Fuero de Madrid (1202)
 

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Pues bien, vamos a intentar llegar aquí hasta el fondo histórico (y de momento sólo histórico) de este mito isidril madrileño, poniéndolo en relación con el mito de la Almudena, y religando ambos ("re-ligar" es también -como es sabido- la raíz etimológica de "religión") con un suceso histórico bien real, pues tiene como protagonista nominal al famoso rey Alfonso VI de Castilla-León, el desterrador del no menos famoso Cid Campeador (un Cid del que afortunadamente no consta que pasara por Madrid por aquellas fechas de su conquista, ni que interviniera en ella, pues por entonces andaba desterrado por orden del rey). Pero está fuera de toda duda que Alfonso VI y la flor y nata de su séquito estuvieron en Madrid, y que el propio rey pernoctaría más de una vez y más de dos en el recién conquistado alcázar madrileño. ¿Hay que situar la vida activa de nuestro santo Isidro en esa época de la conquista cristiana de la población? El hecho de que las biografías oficiales y oficiosas sitúen la vida activa del santo Isidro ya en pleno siglo XII, no en el siglo XI, no es realmente ninguna objección seria para nuestro ensayo de intrahistoria (por utilizar el conocido término unamuniano referido al velo de la Historia legendaria, a la única forma posible de redescubrir lo histórico a través de la huella sutil de lo legendario). Década arriba, década abajo, en una época de cronologías dudosas y difíciles, estos tres sucesos (reconquista de Madrid, descubrimiento de la Virgen de la Almudena, vida de San Isidro Labrador) muy bien pudieran tener un origen coetáneo a efectos intrahistóricos, pues es precisamente desde su íntima interconexión desde donde parece que puede penetrarse en su misterio histórico respectivo.

El hecho de que al intentar esa historia casi imposible, esa "intrahistoria", recaigamos tal vez en algunos de los tópicos literaturizantes de la pseudohistoria, no es algo que deba preocuparnos demasiado, siempre y cuando quede a salvo al menos la rigurosidad, la verosimilitud y la no-contradicción con los escasos datos históricos disponibles. Pues el caso es que tales datos existen: breves citas, escuetas menciones, alusiones esporádicas, poca cosa, en fin, pero... algo es algo.

Al margen de los interesantes restos arqueológicos prehistóricos que evidencian el primitivo poblamiento humano de la zona madrileña desde épocas inmemoriales, y al margen de su hipotética identificación con esa aldea o "castro" carpetano de época romana denominado Miacum en el Itinerario de Antonino (situado -y no por casualidad- en el cruce o intersección entre la vía romana Mérida-Zaragoza y la vía del Esparto -en realidad la antigua vía cartaginesa del Estaño- entre Galicia y Cartagena, y tampoco debe de ser casual que esa vía pasase precisamente por donde hoy discurre la "calle de Atocha·, nombre árabe del esparto), lo cierto es que las primeras referencias históricas concretas a un lugar fortificado designado como Magerit o Machrit o Maierit proceden indistintamente de fuentes musulmanas y cristianas, y todas ellas coinciden en su escasa relevancia urbana al tiempo que sugieren su importancia estratégica y militar, como no podía ser menos en aquellos belicosos tiempos medievales. Se trataba de una pequeña plaza militar que formaba parte del sistema defensivo situado al nor-noreste del reino musulmán de Toledo. Ubicada tras los principales pasos estratégicos de la gran cordillera del Sistema Central que separa las dos submesetas ibéricas, y al suroeste de la ruta natural hacia Toledo desde la Alcarria y el valle alto del río Tajo, Madrid era también el último enclave principal que cerraba una serie de núcleos estratégicos que se extendían por el valle del Henares desde la Alcarria: pequeños castillos como Fita o Hita, Castejón de Henares y Jadraque (posiblemente el Castillion o "castillón" mencionado en el Poema del Cid), y sobre todo dos pequeñas ciudades musulmanas relativamente importantes: Guad-al-ajara (="río de las piedras", la ciudad principal del Henares), urbanizada por los árabes sobre los restos de la población prerromana de Arriaca (en ibérico: "pedregal"), y Al-qaalat (="el castillo", "la fortaleza"), que como su propio nombre indica fue en su origen una plaza fuerte reedificada sobre la primitiva Complutum romana, situadas ambas al este-noreste de Madrid. Entre Madrid y Alcalá corre el río Jarama (hoy como entonces), y Madrid está situada precisamente entre el curso medio de este río y el del Guad-ar-rama (="río de arena"), que dió nombre también a la vecina sierra septentrional madrileña (Sierra del Guadarrama).

Ese Madrid del siglo XI era una pequeña plaza militar construida en torno a un alcázar o palacete fortificado en una loma que dominaba toda la llanura adyacente al cercano río Manzanares, un pequeño afluente del Jarama que envuelve a la población por el oeste y por el sur. Su cinturón amurallado se levantaba a partir de dicho Alcázar (sobre el cual se reedificó y amplió luego el llamado también "Alcázar" o palacio de los reyes castellanos posteriores, hasta que -destruido por un incendio fortuito- se edificó sobre sus restos a finales del borbónico siglo XVIII el actual Palacio Real). Desde la Puerta de la Vega, en el flanco sur del alcázar moro, el perímetro amurallado se extendía por delante del actual edificio de los Consejos hasta la Plaza de la Cruz Verde, seguía por las actuales calles del Conde, del Cordón, del Duque de Nájera, del Factor y de Rebeque, y rodeando la moderna Plaza de Oriente seguía por las actuales calles de Pavía y de San Quintín hasta cerrarse de nuevo por el flanco norte del referido Alcázar. El conjunto urbano delimitado por este recinto amurallado originario (formado por el cuadrilátero del Alcázar y dos protuberancias urbanas semicirculares al noreste y al sureste) constituía todo el espacio urbanizado de ese Madrid moro, mucho menos de un 1/200 de lo que es hoy el casco urbano de la macro-capital actual, que durante siglos ha ido creciendo y desarrollándose hacia todos los lados, menos hacia el occidente de dicho Alcázar.

Por cierto, que la etimología más aceptable de Magerit, que derivaría de "Magrit" (es decir, de al-Magrib, "el Occidente"), tal vez aludiría a la posible procedencia norteafricana de sus principales repobladores: los soldados bereberes magrebíes que constituían la guarnición. Los bereberes eran por aquel entonces (siglo XI) los que nutrían masivamente los ejércitos de los reinos musulmanes hispánicos, pues los moros españoles se habían vuelto ya muy relajados y refinados y preferían matar el tiempo en los harenes, en los baños públicos, en las cetrerías de caza con halcones y en las tertulias y veladas literarias, encargando de la dirección de las cosas de la guerra a los brutales eunucos saqaliba (eslavos) y a los bárbaros mercenarios magrebíes, éstos últimos contratados a sueldo en las aldeas norteafricanas y reinstalados luego con sus familias en los enclaves defensivos de los reinos musulmanes hispánicos.

Inútil cosa es, por lo demás, intentar imaginar dónde pudo estar situada en ese Madrid moruno y bereber la mezquita mayor, o el "zoco" o mercado, o los baños públicos, o las "fondas" o posadas (elementos imprescindibles en toda mediana población islámica de la época), pues Magerit o Magrit era ante todo una pequeña ciudadela-militar, seguramente sin demasiado comercio activo (y éste muy controlado por la guarnición), sin demasiados forasteros, y con una población de soldados rudos y bárbaros que en general debían de ser muy poco propensos a beaterías religiosas y mucho menos a bañarse de vez en cuando (en lo cual parece que no se diferenciaban mucho tampoco de los cristianos de aquella época). No obstante, debía de haber también una importante población mayoritaria de moros autóctonos dedicados a labores agrícolas jornaleras, arracimados en las viviendas de las estrechas y tortuosas callejuelas contiguas a las murallas, y también algunos judíos (imprescindibles en tareas de intendencia y administración). En realidad, es bastante verosímil que las principales instalaciones típicamente urbanas (mezquita incluida) estuvieran incorporadas al propio recinto del amplio Alcázar, verdadero núcleo de la ciudadela o "alcazaba".

Los preliminares de la conquista de Toledo por Alfonso VI son bien conocidos por fuentes plenamente históricas. También lo son las circunstancias en las que se gestó la rendición y la entrega de esa importantísima capital musulmana y el fuerte impacto que tuvo en todos los demás reinos hispánicos (tanto musulmanes como cristianos) e incluso en otros países de la Europa occidental la reconquista de la antigua capital visigoda. El todavía poderoso reino toledano (que incluía también poblaciones menores como Guadalajara, Madrid y Alcalá) estaba muy debilitado por luchas intestinas entre diversas facciones de la aristocracia árabe local, y el rey castellano -que ya cobraba fuertes tributos en moneda de oro a los toledanos a cambio de no hacerles la guerra- se apresuró a sacar provecho de la situación, consciente del enorme prestigio que le reportaría la fácil conquista de tan simbólica ciudad. Entre esa aristocracia toledana había dos partidos o facciones principales: uno nacionalista e intransigente, y otro pro-alfonsí (con el propio rey Al-Cadir a la cabeza, que estaba dispuesto a entregar Toledo a Alfonso a cambio de que éste le ayudase militarmente en sus pretensiones a ocupar el trono de Valencia). Al-Cadir, que había sido expulsado del trono toledano por su propia gente y repuesto en él por Alfonso, ejercía una dictadura implacable sobre sus adversarios políticos. Quería entregar Toledo a los castellanos, pero necesitaba hacer ante sus súbditos y ante los reyes musulmanes vecinos (que, por cierto, no sólo no le ayudaban sino que apoyaban al monarca castellano) un cierto "paripé" de resistencia honrosa para salvar las apariencias y guardar las formas. Pero el ambicioso Alfonso tenía prisa y pronto se cansó de seguirle el juego a Al-Cadir: en el verano de 1081, con el fin de agotar los recursos y la resistencia del reino toledano, las tropas castellano-leonesas comenzaron una serie de devastadoras campañas por diversas localidades del amplio territorio toledano. Finalmente, los magnates y notables de la ciudad le entregaron la capital sin lucha, una vez acordadas y negociadas en secreto las capitulaciones, y Alfonso entró triunfante en Toledo el 25 de mayo de 1085. Algunos de los jefes del partido nacionalista anti-Alcadir y anti-alfonsí huyeron de la capital toledana y se refugiaron en Madrid.

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Magerit (maqueta)
 

El problema histórico principal sobre la toma de Madrid es, como casi siempre, la cronología. Que fue conquistada por Alfonso VI tras alguna resistencia es indudable, pero la fecha exacta es problemática. Algunos historiadores se inclinan por el año 1083; otros (y nos incluímos) suponen más bien que la conquista tuvo lugar inmediatamente después de la toma de Toledo, y afinando aun más, en el otoño de 1085. Pero hay todavía otra cuestión no resuelta: ¿cómo fue esa conquista? porque el caso es que las fuentes históricas no dan detalles.

Y es aquí precisamente donde comienza nuestra intrahistoria, partiendo de lo único que acaso puede arrojar alguna tenue luz sobre la cuestión, es decir, revisando, reanalizando y racionalizando los datos legendarios. Tal vez en el episodio del "milagroso derrumbamiento y aparición" de la imagen de la Virgen de la Almudena estén algunas de las claves: un derrumbamiento de un muro sugiere desde luego una acción militar (es decir, Madrid no se entregó sin alguna resistencia de sus defensores). Pero para profundizar más en el significado de ese episodio legendario vamos a darle una perspectiva mítica de mayor amplitud, relacionándolo con otros episodios legendarios universales que presenten algunas analogías en este punto (pues todas las leyendas y mitos, según ha puesto de manifiesto la antropología psicoanalítica contemporánea, se construyen a partir de esquemas arquetípicos y universales, unos esquemas que se repiten independientemente en todas las narraciones en todos los pueblos y culturas y que se reelaboran de diversas formas literarias pero con bastantes elementos comunes, en la medida en que imitan y reflejan la propia realidad y en que esa realidad también de alguna forma "imita" inconscientemente a los mitos en su realización, es decir, que la mente humana actuaría en muchos casos por imitación inconsciente de sus propias estructuras mentales de adaptación psíquica a la realidad, intentando reproducir en ella -a veces con completo éxito- las propias sugerencias de sus estructuras psicológicas y arquetípicas, que son también las mismas que producen y re-producen los mitos y las leyendas).

Teorías aparte, el caso es que hay otras famosas leyendas antiguas que presentan curiosas analogías con la que nos ocupa. Tenemos en primer lugar una antigua leyenda histórica -o una historia legendaria- que hace referencia también a un asedio y a una estatua encerrada dentro de los muros de una ciudad enemiga. Se trata de un episodio de la mítica Guerra de Troya: un oráculo había profetizado que los griegos no podrían apoderarse de la capital troyana si no lograban primero rescatar el paladium (una tosca y arcaica escultura de madera que representaba a la diosa Palas Atenea y que se encontraba en un templo troyano). Uno de los caudillos griegos, Ulises, se introduce en la ciudad disfrazado de mendigo; allí es reconocido por la casquivana Helena, la famosa griega que se había fugado con un troyano y que dió origen a la guerra, pero ella no denuncia a Ulises ante los troyanos, y éste logra llegar al templo, roba la estatua de la diosa, sale de la ciudad y vuelve sano y salvo al campamento griego con la estatuilla. Luego vendría el archifamoso episodio de la construcción del gigantesco caballo de madera, también idea de Ulises (por sugerencia e inspiración de la diosa Atenea), y la conquista y destrucción final de Troya por los griegos invasores. Tenemos, pues, varios elementos: una estatuilla de una diosa encerrada en la ciudad enemiga y un espía que entra a robarla y que es reconocido pero no delatado (la posesión de esa estatuilla de madera dará la victoria final a los asaltantes).

Y aun tenemos otra leyenda similar, en este caso semita: la míticolegendaria conquista (seguramente también parcialmente histórica) de la ciudad cananea de Jericó por los belicosos beduínos hebreos, recién llegados del desierto del Sinaí a las tierras palestinas (episodio narrado en el libro bíblico de Josué, 2 y 6). Dos espías hebreos, disfrazados, habían entrado previamente en la ciudad y se albergaron en una casa anexa a las murallas en la que vivía una famosa cortesana llamada Rahab, que los reconoció como espías, pero no quiso denunciarlos ante sus conciudadanos y los ocultó en su casa y luego les facilitó la huida, una vez que ellos observaron cuidadosamente las defensas de la ciudad y los puntos débiles de las murallas. Antes de irse advirtieron a Rahab para que ella y toda su familia se encerrasen en casa y colgasen de la ventana principal un lienzo o cordón rojo, que sería la señal para que cuando los hebreos entraran en la ciudad respetasen esa casa y a todos sus ocupantes. Poco después se inició el asedio, y el ejército israelita dió siete vueltas en completo silencio en torno a la ciudad de Jericó durante siete días, al cabo de los cuales, haciendo sonar repentinamente sus cuernos y trompetas de guerra y profiriendo grandes alaridos, una parte de la muralla de la ciudad enemiga se derrumbó, y por ella penetraron los hebreos con la orden de "anatema general" dada por sus jefes y sacerdotes, es decir, la orden de no dejar con vida a ninguna persona o bicho viviente, orden que los bárbaros y religiosos hebreos cumplieron con exactitud (sólo tenían instrucciones de respetar a los ocupantes de cierta casa junto a la muralla de cuya ventana vieran colgado un lienzo rojo, la casa de Rahab, la cortesana, que de esta forma se libró a sí misma y a su familia de la matanza general). Tenemos aquí unos elementos arquetípicos similares: espías en ciudad enemiga, ocultación y complicidad con una mujer pública, derrumbamiento maravilloso de las murallas. Pero vamos ya con nuestra historia.

¿Qué pudo haber de todo esto en la conquista de Madrid por Alfonso VI? Hubo seguramente -como sugiere la propia leyenda de la Almudena- un derrumbamiento "milagroso" de una parte de la muralla, pues los castellanos penetrarían seguramente por esa brecha abierta en el muro de la almudaina (la lonja y almacén de trigo del Alcázar). Y ya sólo queda aplicar un poco de lógica: si ese oportuno derrumbamiento no fue casual (y la propia leyenda de una imagen escondida de la Virgen parece sugerir que no lo fue, sino que el muro había sido previamente socavado desde dentro), parece que hay que pensar que los asaltantes cristianos tuvieron cómplices dentro de la plaza y actuaron en coordinación con ellos. Y si hubo coordinación exterior-interior, hubo también comunicación previa. Y si hubo comunicación previa, es que alguien de los de fuera entró o alguien de los de dentro salió, y quienquiera que entrase o que saliese tuvo que tener un buen pretexto para hacerlo sin despertar sospechas entre los soldados de la guarnición, o más verosímilmente: quizá haya que suponer que alguien se introdujo en Madrid con alguna antelación (quizá con algunos meses de antelación) a la llegada de las tropas castellanoleonesas.

Ese alguien tuvo que entrar disfrazado. Ahora bien, ¿disfrazado de qué?, ¿de mercader quizá? no es probable, puesto que ya hemos visto que Magerit era una población esencialmente militar, no libremente abierta a mercaderes no conocidos; ¿disfrazado acaso de campesino jornalero? pudiera ser, y entonces ya tenemos a nuestro hipotético espía disfrazado de "isidro", ya tenemos a nuestro "Isidro labrador" en versión histórica. Pero quizá no bastaba el simple disfraz de un andrajoso labriego morisco para no despertar las sospechas de los soldados bereberes. Por el aspecto físico (si descontamos precisamente a esos atezados bereberes) los muladíes y los cristianos de clase baja no se diferenciaban demasiado, al fin y al cabo todos ellos eran hispanos. La diferencia esencial era la lengua, y nuestro hombre tenía que conocer la lengua arábiga y expresarse en ella con fluidez para no levantar sospechas (esta práctica bilingüe no era tampoco muy inusual en la época que nos ocupa, especialmente entre los cristianos arabizados -de origen visigótico- que vivían en las ciudades musulmanas, es decir, los llamados mozárabes).

¿Era este "isidro-espía" un mozárabe, o un renegado morisco, o un converso, o un judío quizá? En alguna leyenda muy tardía (recogida en parte por los cronistas Quintana y Azcona), a propósito de un apellido noble existente en Madrid y reputado como uno de los más antiguos y de más raigambre en la Villa, el apellido "Gato", se atribuye etiológicamente el apodo a cierto soldado de Alfonso VI llamado Garci Álvarez (o quizá Garci Alvadórez o Garci Salvadórez), el cual fue el primero en escalar la muralla con la sola ayuda de su puñal, que iba clavando en las junturas de los sillares a medida que escalaba el muro gateando, de manera que sus compañeros que le observaban exclamaban admirados: "¡Parece un gato!", y con tal apodo se quedó, transformado luego en apellido por sus descendientes. La anécdota, por supuesto, es bastante inverosímil, y probablemente inventada y apócrifa, aunque el nombre originario quizá no lo sea. No deja de ser curioso, por ejemplo, que en el reino leonés se denominase en los primeros tiempos como "maurecatos" o "mauregatos" a los individuos de cierto grupo de gente dedicada al comercio de mercancías y a actividades mercantiles entre el reino astúr-leonés y las tierras musulmanas de Al-Andalus, aunque todavía se discute si ese término designaba a los primeros mozárabes emigrados al norte o quizá se refería a ciertos judíos conversos (en todo caso, de ese grupo social proceden, por lo menos de nombre, los famosos y enigmáticos "maragatos" leoneses, arrieros y mercaderes). Nótese además la curiosa coincidencia de la siguiente secuencia fonética pseudoetimológica:

Garci Álvarez = Garci (S)alvadórez = Gar(i)si-salbadores = (Gar)isis albadores = isi albadores = isi labradores = isi(dro) labrador(es) = Isidro Labrador

Por cierto, que según el "Poema del Cid" (escrito hacia 1207), uno de los capitanes del Campeador, y del que no se tienen más datos, salvo que acompañó al Cid en la conquista de Valencia y que estuvo un tiempo "prisionero" o desaparecido en poder de los musulmanes almorávides magrebíes, aunque luego reapareció en el campamento cidiano, era un tal Álvar Salvadórez. Pero no vayamos tan lejos en esta primera aproximación intrahistórica ni nos desviemos demasiado del tema que nos ocupa. Baste suponer que nuestro espía (pues hubo muy seguramente un espía introducido en Magerit antes de su conquista) era probablemente un mozárabe -un "mauregato", como los llamaban los leoneses-, y que acaso se apellidaba algo así como Salvadórez, que es -en efecto- un apellido mozárabe bien documentado, y que tal vez este nombre fue luego reinterpretado y desfigurado por la propia tradición oral madrileña que lo conservó (posiblemente musulmana primero y cristiana después).

La segunda cuestión es: ¿dónde se ocultó este espía durante todo el tiempo que permaneció en el Madrid moro? La respuesta parece incluso más fácil que la anterior: en la casa de esos cómplices. La leyenda almudénica cuenta que la imagen de la Virgen la tenía escondida cierto mozárabe residente en Madrid, el cual estaba a cargo del depósito-almacén-lonja donde se pesaba el grano, la al-mudaina, en una de cuyas naves tenía su casa, anexa al Alcázar y a la propia muralla (recordemos que fue precisamente por esa parte, junto a la Puerta de la Vega, por donde se abriría luego un boquete en la muralla). Sin embargo, aunque en casi todas las ciudades musulmanas hispánicas había mozárabes (que practicaban libremente su religión cristiana, si bien tenían que pagar un impuesto especial), no parece muy verosímil que los hubiera en una ciudadela militar y militarizada como era Magerit, dado el peligro potencial de tener dentro de sus muros a gentes afines a los enemigos y que podrían ser eventuales aliados de éstos, y menos creíble aun es la posibilidad de que se confiara el importante cargo de "almudero" o intendente público del grano a un cristiano. Más verosímil es que tal personaje fuera un hebreo, pues los judíos ocupaban con frecuencia importantes cargos administrativos y oficios muy especializados en las ciudades musulmanas, y con más razón en una ciudadela de incultos soldados bereberes y de campesinos moriscos iletrados, incompetentes en ambos casos para cualquier labor administrativa o contable. Quizá no sea mucho suponer que ese hebreo acomodado, y sin duda rico y respetable, se llamase algo así como "Juan de Vargas" (el legendario amo y patrono del santo Isidro). Ahora bien, el nombre de pila "Juan" parece aquí puramente convencional (equivalente a "fulano", y de hecho usado en sentido indefinido en muchas expresiones castellanas populares, tipo "Juan Español", etc). El apellido Bargas o Vargas es mucho más explícito, aunque aquí acaso sea una deformación del apellido de un importante linaje judío de la aristocracia sefardí: los Ben Verga (que reaparecen en épocas posteriores hasta el siglo XV). Tenemos además la circunstancia de que su casa estuviese junto a la "Puerta de la Vega"; el nombre de tal puerta es muy adecuado para una ubicación que -en efecto- miraba hacia la vega del río Manzanares; sin embargo, ¿no podría ser que en realidad procediese de una desfiguración y adecuación posterior del nombre originario: "la Puerta de la Ve(r)ga"?

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Con todos estos elementos, podemos esbozar ya las líneas principales de nuestra interpretación intrahistórica: un espía mozárabe, llamado Álvar Salvadórez, penetra en Magerit disfrazado de campesino morisco, y se aloja durante un tiempo en casa del intendente judío de la Almudaina, quien por alguna razón no lo delata y le hace pasar por siervo suyo. Y seguimos con el juego de nombres y de etimologías: el nombre de la mujer de San Isidro, Santa María de la Cabeza, ¿no evocaría quizá las reminiscencias de un nombre arábigo? Por ejemplo: Mariam al-Kashbiyya, esto es, María de la Kashba o de la "alcazaba" (la parte principal de la ciudad musulmana), es decir, una denominación posterior (morisca) de la imagen que los cristianos llamaron luego de "Santa María de la Almudaina o de la Almudena". Ya sabemos que la casa de ese intendente hebreo estaba, en efecto, en la parte alta de la ciudad, en la kashba o alcazaba, y además contigua a la almudaina y a la muralla. Bien, pero ¿hubo o no hubo una María de la Cabeza de carne y hueso? Parece que sí, y parece que se entendió con el espía cristiano, y tal vez por ello el judío Ben Verga tuvo que arriesgarse a esconderlo y a no denunciar al... ¿padre de su nieto? (aquí encaja bien lo del hijo de San Isidro que por descuido de su madre se "cayó en un pozo", siendo luego rescatado sano y salvo por un "ángel"). Seguramente el intendente tuvo que ceder a los ruegos de su hija o a las amenazas de ésta de arrojarse a un pozo si su padre denunciaba al espía cristiano. Tampoco es nada improbable que el judío circuncidase al cristiano (que debió de pasar un momento bastante apurado e incómodo, temeroso de que al padre de su "novia" se le fuera la mano con el cuchillo de circuncidar); la medida de precaución no era innecesaria, pues el cristiano corría el riesgo de ser descubierto como tal en los baños públicos o en otra coyuntura similar, dado que los musulmanes varones -al igual que los judíos- estaban todos circuncidados. Acaso todo ese "milagro" isidriano sobre el lobo que devoró al pollino del santo y que éste domesticó para que le sirviese de borrico aluda encubiertamente a esa circuncisión, si es que no alude también a una "conversión" religiosa o simplemente a la transformación o "disfraz" del espía cristiano en campesino moro.

Pero ¿quién era esa joven y cómo se llamaba en realidad? Desde luego, si era hebrea e hija de su padre, no se llamaría María (aunque tal vez se convirtió luego a la religión del mozárabe y adoptó ese nombre). Lo más probable, según la costumbre de la época, es que no llevase siquiera un nombre hebreo (reservados para los varones continuadores del linaje paterno) sino árabe. La leyenda isidriana da como nombre auténtico de Santa María de la Cabeza el villanísimo nombre de María Toribia. Ahora bien, Toribia parece ser una mera deformación del nombre árabe femenino y diminutivo Turaybiyya (="graciosilla", "alegre", "risueña"). Y recordemos que la imagen de la Virgen de la Almudena actual (y asimismo la imagen originaria que fue su modelo) se representa como una virgen "sonriente" o "risueña".

Y vamos ya con la tercera cuestión: la de la imagen de la Almudena. En este punto sólo podemos hacer más conjeturas, en consonancia con las leyendas antiguas antes mencionadas (el paladium de Atenea y el lienzo rojo en la casa de Rahab en Jericó). ¿Pudo ser esa imagen románica de la Virgen una especie de "señal", para que cuando los soldados cristianos irrumpieran en las estancias contiguas al Alcázar respetaran a los moradores de aquella en la que se encontraba la imagen, y al mismo tiempo una especie de contraseña para que los soldados cristianos penetraran sin temor por el boquete abierto en la muralla? Puede ser. Y de nuevo podemos jugar con los nombres y las similitudes fonéticas: esa casa donde se refugiaría la familia del intendente judío, su hija, y sus amigos y correligionarios de confianza, esa "casa respetada" (en árabe aziz-daru), recuerda demasiado al nombre cristiano de "Isidoro", o sea, "Isidro", que también pudiera aludir al propio nombre supuesto que el espía se dió a sí mismo, o tal vez al nombre hebreo del intendente (Izai, Esai, Isaía, Yisak, Isaac ?). ¿Proviene de aquí el nombre convencional de "Isidro-Isidoro", de una desfiguración fonética de "Isai-daru", "casa de Isai (ben Verga)", al margen de la indiscutible etimología griega del nombre? Pudiera ser. Y pudiera ser que el judío Isai o Isaac ben Verga, su hija Turaybiyya y el espía mozárabe apellidado quizá Salvadórez, fueran en realidad las verdaderas identidades "intrahistóricas" respectivas de Ivan de Bargas, María de la Cabeza y el labrador Isidro.

Volviendo a la imagen: ¿fue este espía mozárabe el artífice de la imagen tallada de la Virgen? Desde luego no es nada inverosímil que fuera él quien la talló y pintó, y acaso lo de "labrador" haya que entenderlo en su sentido etimológico latino: el de "lab(o)rator" o "labrador-tallista". De ahí a suponer que la "modelo" de esa imagen de la Virgen fue la joven judía (Turaybiyya, Turibiyya o como quiera que se llamara) no hay más que un paso. De esa imagen primitiva de la Almudena, por cierto, sabemos que era "de ojos claros y mirada risueña y alegre". Es otro dato más para conectar con el sobrenombre de "María de la Cabeza", es decir, con la mujer que tenía los mismos rasgos faciales que la cabeza de la imagen de la Virgen de la Almudaina.

El resto de la historia o de la "intrahistoria" es imaginable: el ejército castellanoleonés se presentó ante la ciudadela algún tiempo después, el muro se socavó desde dentro (los "ángeles" trabajando a escondidas), y el día convenido se derrumbó. Entraron los castellanos y tomaron la ciudad con total facilidad y sin apenas lucha, sorprendiendo prácticamente desprevenida a la guarnición musulmana, que se rindió de inmediato. No parece, pues, que los cristianos hicieran ninguna "escabechina", porque tampoco había necesidad de hacerla y porque según parece quedaron en Madrid muchísimos musulmanes para contarlo y no hubo problemas de convivencia con los nuevos ocupantes cristianos. En todo caso esta conquista incruenta fue sin duda lo más milagroso de todo este episodio: la ciudad fue conquistada sin apenas derramamiento de sangre, a pesar de que (a diferencia de Toledo) no se había rendido ni entregado mediante capitulación. Desde luego no parece ser que fuera un mal comienzo para una ciudad destinada a ser varios siglos después la capital de España y de medio mundo. El espía mozárabe se casaría con la hija de su anfitrión, después de que ella se hiciese cristiana; el judío Ben Verga subió de estátus al incorporarse a la corte del rey más poderoso de la Península, Alfonso VI, y el mozárabe sería nombrado por el rey primer "alcaide" (gobernador) y "tenente" de la reconquistada ciudad (recuérdese el "báculo" ¿o "bastón de mando"? con el que suele representarse a San Isidro, o incluso su propio título de "patrón" de Madrid). Todos felices y comiendo perdices. Y colorín colorado, nuestra intrahistoria ha terminado.

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La "historieta" -como se ve- parece bastante verosímil, y hasta más sugestiva que las insípidas leyendas isidoriana y almudénica respectivas. Pero hay algo más: tiene cierto sabor de "cuento árabe", o mejor dicho, de recuerdo tradicional conservado precisamente por los habitantes moriscos de Madrid (como se ve por el origen de los nombres alusivos), un recuerdo que fue luego re-cristianizado de una forma tan burda que casi se borraron las huellas de los propios elementos históricos que conservaba. La cosa aun cobra visos de mayor verosimilitud si pensamos que fue tal vez la condición hebrea de algunos de sus personajes protagonistas y el hecho de que la historia hubiera sido conservada oralmente entre los propios moriscos madrileños (que evidentemente guardaban un buen recuerdo de ella) lo que contribuiría no poco a la desfiguración de los hechos y de los nombres y orígenes de sus protagonistas. Más tarde, la leyenda morisca (con bastantes elementos históricos incorporados) fue totalmente subsumida en el mito religioso cristianizado, convenientemente amplificado por la Iglesia y desfigurado por el papanatismo pseudorreligioso y el servilismo de no pocos cronistas y literatos, y recogió y asimiló a su vez otras antiquísimas tradiciones locales precristianas y premusulmanas y otras nuevas devociones madrileñas. El resultado es el "mito de San Isidro Labrador", por un lado, y el "mito de la Virgen de la Almudena", por otro, tal y como hoy los conocemos. ¡Cómo cambian las cosas y cómo se las puede hacer cambiar! ¡Quién lo diría!

Pero hay hechos indudables. Bajo el gobierno de sus primeros "alcaides" cristianos la villa creció y prosperó. En el año 1109, la ciudad rechazó con éxito un ataque de los bereberes almorávides. La población aumentó (se calculan unos dos mil habitantes en el siglo XII) y se amplió el perímetro urbano con un segundo recinto de murallas que duraría hasta el siglo XV. Este segundo recinto iba desde la Puerta de la Vega por el mismo lugar de la muralla anterior, pero bajaba paralelamente al actual Viaducto hasta la calle de Segovia, subía de nuevo por la "Cuesta de los Ciegos" hasta "las Vistillas" y -probablemente por el espacio que hoy ocupa la basílica de San Francisco el Grande- enlazaba con la "Puerta de Moros" y "Humilladero"; continuaba luego por la Cavas (=fosos) hasta "Puerta Cerrada", y de allí, por la "Cava de San Miguel", llegaba hasta el cruce con la "Calle Mayor" (donde se levantaba la llamada "Puerta de Guadalajara"), siguiendo por las actuales calles de "La Escalinata", de "Arrieta" y de "San Quintín", y cerrándose de nuevo en la parte norte del Alcázar. Con este segundo trazado (los "bueyes" y el "arado" de la leyenda isidoriana armonizan muy bien en todo caso con esta nueva planta trazada y superpuesta sobre la antigua), Madrid se convertía en una ciudad propiamente dicha, todavía pequeña, pero por lo menos ciudad, no ciudadela. La nueva villa tenía ya una "alcazaba" o parte alta (el núcleo del Alcázar y el recinto originario) y una "medina" en la parte baja, donde se reagrupó e instaló el barrio de la "morería" durante los siglos siguientes.

Pero lo principal es que no parece que hubiera problemas graves de convivencia entre los repobladores cristianos y los pobladores musulmanes originarios de ese Madrid isidril, lo que evidencia que la conquista fue prácticamente incruenta (por lo menos no los hubo de gravedad hasta el siglo XV, en que se produjo una revuelta morisca motivada por los continuos agravios y por una ordenanza del Concejo madrileño que les prohibía a los moriscos reunirse en los alrededores de la Puerta de Moros y en el "Humilladero" para sus habituales genuflexiones religiosas rituales). Con Alfonso VI y sobre todo con su nieto Alfonso VII se habían concedido a los repobladores burgueses cristianos del barrio de San Martín bastantes privilegios comerciales (los nombres de las calles del barrio posterior surgido extramuros muestran también la originaria ubicación urbana de esos oficios artesanales y gremiales: calles de Tintoreros, Latoneros, Cuchilleros, Botoneras, Hileras, Bordadores, Coloreros, Herradores, Esparteros...). En 1202 Alfonso VIII concedía el Fuero de Madrid, que no tiene nada de especial con relación a otros fueros municipales de la época, pero se aumentaron los privilegios de la Villa sobre tierras y pastos vecinos, casi siempre en perjuicio de los segovianos ("De Segovia, ni la burra ni la novia", dice el dicho madrileño). Una serie de sucesivos monarcas castellanos utilizaron el Alcázar madrileño como residencia estacional, y la Villa se convirtió en sede esporádica y temporal de una Corte itinerante (en Madrid nacieron algunos de estos monarcas, entre ellos Enrique IV y su hermana, la futura Isabel la Católica). A finales del siglo XV Madrid era ya una digna rival de la vecina Alcalá y se había ampliado con un tercer recinto que se desbordaba en nuevos barrios y arrabales. Pero lo mejor (o lo peor, según se mire) estaba todavía por llegar, y llegó finalmente varias décadas después, con el traslado e instalación definitiva y permanente de la Corte en Madrid, la capitalidad de las Españas, el centro político de un reino, la capital de un Imperio universal. Y la ciudad fue creciendo, y creciendo, y creciendo. Hasta hoy. Ni el propio San Isidro la reconocería si la viera actualmente.


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Un campesino y su mujer acarreando trigo (relieve románico del monasterio catalán de Ripoll)