La España de hace mil años: El siglo XI en la Península Ibérica


TIEMPO DE EXTORSIONES Y CHANTAJES TRIBUTARIOS: LAS "PARIAS" COBRADAS AL REY DE LA TAIFA DE GRANADA ABDALLÁH IBN BULUGGIN ENTRE 1074 Y 1090 POR EL REY CASTELLANOLEONÉS ALFONSO VI, Y SU CONEXIÓN HISTÓRICOCRONOLÓGICA CON LA HISTORIA MILITAR DE EL CID Y CON OTROS SUCESOS HISPÁNICOS DEL SIGLO XI.

Dinar almorávide
 

La inferioridad militar musulmana se había puesto de manifiesto desde los primeros tiempos que siguieron a la descomposición y desmembración del Califato andalusí en las primeras décadas del siglo XI, aunque la fuerza y el poderío de cada reino musulmán resultante de esa fragmentación (llamados reinos de taifas o "banderías") ni siquiera eran equivalentes o proporcionales entre sí, dado que los factores geográfico-territoriales, demográficos, urbanísticos, económicos y sociales variaban considerablemente de unas taifas a otras, y con ellos también su respectiva riqueza y su fuerza militar. Pero lo que en pocos años se fue haciendo evidente es que la capacidad tanto ofensiva como defensiva de los musulmanes hispánicos en general había caído en picado con respecto a la de los últimos periodos unitarios del Califato cordobés a finales del siglo X y principios del XI. Ya ni siquiera era necesario "dividir para vencer", pues los propios reinos musulmanes se presentaban divididos casi por principio y por razón de ser, aunque luego alcanzasen entre ellos sus propios equilibrios políticos que les permitieron mantenerse todavía durante varias décadas en ese siglo XI, hasta la llegada de los invasores almorávides desde el norte de África.

La percepción cristiana de esa debilidad musulmana tampoco fue inmediata y tardó todavía un tiempo en manifestarse y en poder ser tanteada y calibrada reino por reino, pues en los reinos musulmanes más fronterizos al reino leonés, a los nuevos reinos castellano y aragonés, al reino navarro o a los condados catalanes nororientales, esa debilidad sólo fue manifestándose gradualmente, en medio de relaciones no siempre necesariamente bélicas y de confrontación política y territorial, aunque todos los reinos hispánicos -en esa época- se definían ante todo como dominios políticoeconómicomilitares sobre espacios geográficos fluidos y siempre en expansión a costa de otros, ya fueran reinos cristianos o reinos musulmanes.

Pero la fuerza propia generalmente sólo se percibe en relación con la resistencia o debilidad ajenas, y era cada vez más evidente que los nuevos estados musulmanes hispánicos ya no estaban en condiciones de saquear como antes los territorios cristianos norteños, sino tan sólo de mantenerse a la defensiva. La sensación de unión y de división se invertían, pues mientras que los cristianos experimentaban por vez primera las ventajas de las grandes unidades dinásticoterritoriales ensayadas en ese siglo (reino castellanoleonés, reino navarroaragonés) los musulmanes sentían por primera vez también la inseguridad de pertenecer a reinos islámicos atomizados, independientes y muy desunidos entre sí y a menudo enfrentados.

En el ámbito cristiano había una impresión general (generacional) de que las tornas habían cambiado con respecto a los años y décadas anteriores, pues todavía estaban cercanas en la memoria de muchos las destructoras razzias o incursiones de pillaje llevadas a cabo por el caudillo árabe Abu Amir "Almansur" (Almanzor) en los territorios cristianos en los últimos tiempos del Califato. También la apreciación de lo cultural-musulmán debió de decaer bastante con respecto a la centuria anterior, cuando incluso las aristocracias cristianas norteñas imitaban las modas andalusíes, ya que ahora la Península empezaba a abrirse -y cada vez más- a modas, usos y costumbres transpirenaicos y europeos, a pesar de que la cultura, las ciencias y las artes florecieron como nunca antes en esos reinos de taifas musulmanes, pues también en ello rivalizaban éstos entre sí.

Lo que no había cambiado ni cambiaría a lo largo del siglo XI es la idea que se tenía en los reinos cristianos, en todos sus estratos sociales, de que esos reinos islámicos podrían ser ahora más o menos reducidos y débiles pero seguían siendo desde luego muy ricos. En cierto modo no andaban descaminados, por lo menos en lo relativo a sus reyezuelos y clases oligárquicas dirigentes, no a la mayoría de la población, que en general pasaba tantas dificultades, penurias o miserias como las que podía pasar cualquier familia campesina del norte cristiano. Tanto es así que desde los primeros momentos de la fitna o guerra civil musulmana generalizada que dió lugar a la desintegración efectiva del Califato, encontramos contingentes de mercenarios cristianos en Al-Ándalus, contratados por los bandos musulmanes en litigio para hacer frente a sus respectivos rivales, contingentes que venían mandados a veces por sus propios señores naturales: y vemos así, por ejemplo, a un conde castellano apoyando al último de los hijos de Almanzor, el llamado Abderrahmán "Sanchuelo", y perdiendo la vida junto a él, o a los condes catalanes de Barcelona y de Urgel combatiendo con sus tropas mercenarias (y muriendo en combate, en el caso del conde de Urgel) en favor de uno de los autoproclamados "califas" por uno de los bandos cordobeses, o saqueando la capital cordobesa cuando no se consideraban suficientemente recompensados por sus servicios, como ocurrió alguna vez en el caso de esos ifrank o "francos" (francocatalanes), que parece que en ocasiones pretendían cobrar por así decirlo "el oro y el moro" por sus servicios mercenarios.

Detalle de la pila de mármol con gacelas y leones, perteneciente al rey Badis de Granada, abuelo de Abdalláh
 

Naturalmente, de este pago por hacer servicios bélicos a otros era fácil pasar a reclamarlos por "no hacer" esos mismos servicios a los enemigos de esos otros, y en definitiva por no hacerlos directamente en contra de esos otros, con lo que el concepto de "tributo" o "pago" por no hacerles la guerra, de "venderles la paz" a precio de oro, o defenderles y protegerles de otros que quisieran hacérsela, estaba ya servido. No inventaban nada, pues esa modalidad de "cobrar la paz" y la "protección" a cambio de tributos anuales es tan antigua como la historia misma de los imperios de todas las épocas de la Antigüedad: el vasallaje y protección a cambio de tributo. Si no la habían practicado directamente los musulmanes sobre los cristianos en el siglo anterior, era sencillamente porque su política en este punto era más bien "quitárselo todo de golpe cada vez", mediante acciones sistemáticas de pillaje que se repetían anualmente (aceifas) o esporádicamente (razzias), puesto que esos reinos cristianos eran tan pobres que no podían proporcionar más que cautivos (esclavos), ganado y poco más, ni tampoco fue luego un medio de extorsión habitual de unos reinos musulmanes más poderosos contra otros más débiles (pues en general se respetaba la costumbre islámica de no imponer tributos extracoránicos a otras gentes musulmanas). Pero en los cada vez más poderosos reinos cristianos de ese siglo XI, especialmente el de León, que durante décadas había estado probando la capacidad de respuesta y de resistencia de los reinos musulmanes vecinos, la imposición de esos vasallajes y tributos a éstos últimos era casi una necesidad natural, que naturalmente se dió cuando finalmente tuvo que darse.

El principal protagonismo en el primer tercio del siglo XI entre los reinos cristianos hispánicos, coincidiendo con la completa desintegración del Califato cordobés, lo había tenido el reino de Pamplona y su rey Sancho III el Mayor, que sin embargo no intervino directamente en ese proceso de disgregación musulmana, pues su hegemonía política se limitó a los reinos y territorios cristianos norteños (se incorporó el condado leonés de Castilla a la monarquía pamplonesa y las tropas navarras llegaron a ocupar militarmente la ciudad de León durante un tiempo), extendiéndose también a algunos de los condados transpirenaicos del sur de Francia. A su muerte, en 1035, Sancho III repartió el engrandecido reino navarro entre sus tres hijos: el primogénito, García, heredó el reino pamplonés propio, mientras que sus hermanos, Ramiro y Fernando, recibieron respectivamente los condados de Aragón y de Castilla, que ambos se ocuparían de convertir en sendos reinos independientes. El más pujante fue el reino-condado castellano, cuyo rey, Fernando I, logró entronizarse también como rey de León, tras la muerte de su cuñado el rey leonés en una batalla contra él, convirtiéndose así en el monarca más poderoso de la Península a lo largo del segundo tercio de ese siglo XI, en el "imperator totae Hispaniae", título que ya habían pretendido llevar algunos monarcas leoneses con anterioridad. Siguiendo esa costumbre "navarra", también repartiría a su muerte esos "reinos" o porciones de su "imperium" entre sus hijos varones.

En estos repartos de reinos entre varios hijos y sucesores seguramente no se trataba tanto, como algunos han querido ver, de un "concepto patrimonial de la monarquía heredado de los antiguos godos", sino más bien de un práctico expediente políticoterritorial que permitía a la vez contentar a todos los hijos y herederos del monarca, impedir secesiones cruentas y contener las ansias autonomistas de las aristocracias respectivas, aunque a menudo el remedio resultaba peor que el mal que se trataba de evitar. Las hijas primogénitas de los monarcas estaban en principio excluidas de reinar, pero transmitían automáticamente los derechos regios y sucesorios a sus maridos o recibían los de sus hermanos cuando faltaban herederos directos varones del rey fallecido.

Ya en los años finales de su reinado, el rey castellanoleonés Fernando I (el padre de Alfonso VI) cobraba tributos a algunos de los reyezuelos musulmanes de Al-Ándalus, con seguridad al de Toledo y al de Zaragoza, y parece que también al de Badajoz y sobre todo al de Sevilla, con el que se mantenían contactos muy fluidos: su rey devolvió el cuerpo del famoso santo de época visigoda San Isidoro y las reliquias de otras santas mártires guardadas en las iglesias mozárabes andaluzas, de manera que llegasen a tiempo a la capital leonesa para la consagración en 1063 de una nueva iglesia dedicada al santo, financiada sobre todo con dinero de esos tributos o "parias" musulmanas.

El nombre de "parias", que se generalizó, remitía a la forma latina "par, paris" ("parejo, "igual", "semejante") y probablemente también a la vieja locución latina paria facere (="ajustar cuentas"), pues eso parecen haber representado en último término esas exacciones: un "ajuste de cuentas" con respecto a todos los excesos que habían tenido que sufrir los reinos cristianos hispánicos por parte de los musulmanes en tiempos anteriores y no muy lejanos.

La Aljafería (Vista interior)
 

El caso es que la riqueza, por primera vez, empezó a fluir desde el sur hacia el norte, y los reinos cristianos vieron considerablemente incrementada la circulación monetaria (hasta entonces la moneda era básicamente moneda de cuenta, el "sólidus" o sueldo carolingio, y conforme a ella se hacían las transacciones y trueques; pero a partir de entonces empezó a circular como moneda real el "dinero" o denarius, es decir, el dinar de oro andalusí, y sus fracciones en dirhemes de plata, y más tarde -con las acuñaciones de oro de los almorávides- el dinar morabetín, llamado en Castilla "maravedí", de larga historia monetaria en el reino castellano). Con dinares de oro de esas parias los reyes cristianos financiaban esas primeras iglesias y catedrales del arte románico internacional en sus respectivos reinos o hacían sus generosas donaciones a órdenes monásticas muy influyentes en la Europa de entonces, como los monjes benedictinos cluniacenses (lo cual no sólo era ciertamente por "devoción", sino porque esa poderosa orden monástica se había vuelto ineludible como agente principal de los intercambios diplomáticos a gran escala en toda la Europa occidental, tanto para relacionar entre sí a los grandes aristócratas de los distintos países cristianos como a sus reyes, y por medio de esas relaciones se concertaron, p.e., los sucesivos matrimonios de Alfonso VI con diversas damas europeas de alto linaje, o los de sus propias hijas, o podía disponerse de contingentes mercenarios europeos, de flotas navales, de artesanos especializados, de ingenieros militares o de sofisticadas máquinas de asedio llegado el caso).

Pero el sistema de parias nunca paralizó las ansias de expansión territorial cristiana hacia los territorios musulmanes del sur del río Tajo y del levante. De hecho lo uno era sólo un aplazamiento temporal (o "sine die") de lo otro, que ambas partes veían a largo plazo como inevitable. Durante la primera mitad del siglo XI la reconquista de territorios musulmanes al sur del río Duero no llevaba aparejada consigo necesariamente una repoblación de esas zonas con gentes cristianas: se buscaba controlar castillos y plazas fuertes, pero sin establecer un arraigo humano, económico, social y político en la zona, todavía demasiado costoso para esos reinos, que tampoco tenían recursos humanos suficientes para repoblar con colonos cristianos esos territorios conquistados. Pero a partir del segundo tercio de ese siglo XI, las cosas cambian, aumenta el potencial demográfico de esos reinos cristianos, surge otra nueva generación más emprendedora, existe mayor movilidad social y mayores posibilidades de prosperar (o simplemente menos opresión fiscal y feudal y notables libertades individuales y colectivas garantizadas por los monarcas en los fueros y "cartas de poblamiento"), que dan lugar al establecimiento progresivo de colonos cristianos y mozárabes en esas nuevas tierras reconquistadas a los musulmanes. En otros casos, como en el Reino de Aragón, sus estrechos límites originarios pirenaicos determinaron a sus monarcas una necesaria expansión conquistadora hacia el sur, hacia las tierras musulmanas zaragozanas, y lo mismo en los condados catalanes con respecto a los territorios musulmanes tarraconenses y leridanos. Ese proceso repoblador lo frenarían temporalmente las invasiones almorávides en las últimas décadas del siglo XI, y posteriormente -y durante gran parte del siglo siguiente- las invasiones de los bereberes almohades; pero el proceso de ocupación-repoblación cristiana ya se había puesto en marcha en ese siglo XI y era ya históricamente imparable e irreversible.

Sin embargo, estas "parias" tuvieron distinto carácter según las épocas, los reinos y las circunstancias. Así, por ejemplo, las pagadas ocasionalmente a los navarros por el rey musulmán de Zaragoza Al-Muqtadir frente a las apetencias territoriales anexionistas de los aragoneses, o las que el rey de Lérida, su hermano y principal enemigo, pagaba al conde de Barcelona para que protegiera sus dominios de las expansiones zaragozanas de aquél, parecen haber tenido casi siempre un carácter puntual, una especie de contratación de servicios mercenarios puntuales, que a veces incluían también la cesión de algún castillo fronterizo desde donde los "protectores" pudieran ejercer mejor esa protección del reino tributario (se conserva incluso el contenido de alguno de esos tratados de protección, en los que se especifica -por ejemplo- que ésta es "tanto contra cristianos como contra sarracenos"). Tampoco parece que las parias impuestas por el rey castellanoleonés Fernando I a los reinos musulmanes fronterizos tuvieran el carácter decididamente depredador y extorsionador (pero ante todo intencionadamente debilitador) que tuvieron después con su hijo y sucesor Alfonso VI.

El viejo rey-emperador Fernando I había muerto en diciembre del año 1065. Dejaba repartido entre sus tres hijos varones su crecido reino castellanoleonés, que incluía además parte de las tierras vascas y alavesas, así como Galicia y el norte de los territorios portugueses hasta Coimbra. A su hijo mayor, el fogoso Sancho, le dejaba Castilla, necesitada perentoriamente de engrandecimiento territorial; a su hijo Alfonso (el futuro Alfonso VI) le dejaba el reino de León y de Asturias, con lo que de momento se complacían las aspiraciones de los principales magnates leoneses entre los que éste se había criado, pero no las suyas propias, pues se desgajaba del reino leonés toda Galicia y el condado de Portugal, que pasaban al hermano menor, García. A cada uno de ellos les dejaba además las respectivas parias de los reinos musulmanes vecinos o más cercanos a sus propios dominios territoriales. Los señoríos de todos los monasterios del reino se los dejaba a sus hijas Urraca y Elvira, con la condición de que permanecieran solteras de por vida, para no transmitir derechos hereditarios a personas ajenas a la propia familia real. Al hijo mayor especialmente (el segundo en realidad, pues la primogénita era la princesa Urraca) parece que no le gustó demasiado este reparto, y aunque durante el tiempo que vivió la madre de todos ellos, la emperatriz viuda Doña Sancha, se mantuvieron en paz, a la muerte de ésta, a finales de 1067, comenzaron entre los hermanos las hostilidades y la guerra abierta.

En un interim de esas hostilidades, Sancho y Alfonso, de común acuerdo, destronaron a su hermano menor García, al que obligaron a exiliarse al reino de Sevilla, y se repartieron su territorio galaico, en principio sin oposición de los condes y magnates gallegos y portugueses. Pero de nuevo volvieron a reanudarse las hostilidades entre ambos hermanos, que enfrentaron en el campo de batalla a leoneses, bajo el mando de Alfonso, y a castellanos, bajo el mando de Sancho. Una primera escaramuza había resultado desfavorable para los leoneses, pero todavía fue peor para ellos otra segunda batalla más definitiva, en la que Alfonso cayó en manos de su hermano mayor, que le obligó a exiliarse (Alfonso encontró refugió en el reino tributario del rey moro de Toledo, Ibn-il-Dun al-Mamún, que le acogió en su corte con todos los honores; desde entonces Alfonso tuvo siempre un gran respeto por éste y durante su propio reinado posterior contuvo sus pretensiones anexionistas sobre el reino toledano hasta la muerte de aquél).

Grabado de las ruinas del castillo de Belillos en el siglo XVII
 

Sin embargo, Sancho II no tuvo tiempo de consolidarse en el reunificado reino castellanoleonés bajo su mando (apenas nueve meses): se produjo una rebelión en la ciudad de Zamora (protagonizada por la hermana mayor de ambos, Urraca, desde siempre mucho más ligada afectivamente a Alfonso que a Sancho, y por varios poderosos magnates leoneses, y motivada al parecer por las pretensiones de Sancho de cambiarle a su hermana esa estratégica ciudad, de la que ella tenía el señorío, por alguna otra de sus dominios, aunque precisamente esa situación estratégica ha hecho pensar en que pudo ser una rebelión bien planificada en la que se pretendía avanzar hacia la ciudad de León desde el sur). Sancho y sus castellanos pusieron cerco a la ciudad para tomarla por la fuerza. Entonces, según las leyendas semihistóricas posteriores, se produjo un suceso imprevisto: un individuo procedente de Zamora, llamado Bellido Dolfos o Dolfos Bellido (=¿"el hermoso Adolfo"?) salió de la ciudad haciéndose pasar por desertor y por partidario de Sancho y logró ganarse la confianza de éste mostrándole los puntos débiles de las murallas zamoranas; poco tiempo después, aprovechando un momento en que se quedó a solas con el rey castellano, le apuñaló a traición causándole la muerte y consiguió refugiarse de nuevo en la ciudad.

La perplejidad, el desconcierto y la indignación cundieron en el campamento castellano, pero la cosa ya no tenía remedio. En esa época (y durante muchos siglos todavía después) lo que funcionaba para estos casos era lo de "a rey muerto, rey puesto", y cuando moría un rey sin sucesión de hijos legítimos directos, el trono vacante era ocupado por su pariente masculino más cercano, según un uso feudal muy extendido en todas las cortes cristianas europeas y generalmente aceptado por todas las aristocracias dirigentes, necesitadas siempre de un poder arbitral incuestionable que evitase las habituales confrontaciones de los nobles entre sí. De manera que Alfonso, el ex-rey de León, fue llamado de nuevo por sus partidarios y vino en seguida desde su exilio toledano para ser reconocido por todos como rey indiscutible de León y de Castilla. Los castellanos desde luego no tuvieron más remedio que aceptarle como rey, aunque parece ser que las sospechas sobre su participación -directa o indirecta- en el alevoso asesinato de su hermano nunca se disiparon del todo.

La leyenda literaria inventó después el mitificado episodio del juramento del rey Alfonso en la iglesia de Santa Gadea de Burgos ante los principales nobles castellanos (entre ellos el joven Rodrigo Díaz, el futuro Cid Campeador) de que él no había tenido nada que ver en el asesinato de su hermano Sancho. Si lo tuvo o no, desde luego no podemos saberlo ya a estas alturas, pues el tiempo a veces revela las cosas pero otras veces las oculta aun más y más definitivamente. En principio, conocido el carácter de Alfonso y las relaciones anteriores con su hermano, que fueron más o menos fraternales hasta donde pudieron dejar de serlo, no parece nada probable que el asesinato fuera directamente inspirado por él o por su hermana Urraca. En todo caso, lo único históricamente indudable es que el rey Sancho perdió la vida y el reino durante el cerco de la ciudad de Zamora, que se había rebelado contra él y en favor de Alfonso, y que su muerte ocurrió en unas circunstancias ciertamente poco claras para casi todos.

El nombre del legendario regicida tampoco nos dice gran cosa por sí mismo, ni sabemos realmente lo que fue de él (Dolfos o Adolfo es un nombre germánico europeo, pero no un nombre hispanogótico, como los habituales en las aristocracias cristianas hispánicas de la época, y "bellido" es un adjetivo medieval que significa "hermoso", aunque también podría derivar del árabe walid, "nacido", "recién nacido", "renacido"), y tampoco sabemos nada de su origen (zamorano o gallego, según especulan algunos, o incluso normando, según conjeturan otros). Que fuera uno de esos aventureros y mercenarios de frontera que se movían fácilmente entre los reinos hispánicos o un asesino a sueldo de los que ya se empleaban en los reinos musulmanes (en este caso supuestamente proporcionado a Alfonso y a los zamoranos por el rey toledano Al-Mamún), o si actuó en ello por cuenta propia, son sólo posibilidades o conjeturas sin mayor consistencia histórica, pero no dejan de ser en todo caso injustas sospechas o "calumnias" históricas sobre un monarca, Alfonso VI, que resultó ser el mejor, el más pujante, el más inteligente y el más importante de todos los reinos hispánicos en el último cuarto del siglo XI.

Lo único cierto es que a partir de 1072, el rey Alfonso VI se convirtió de la noche a la mañana en rey de León y de Asturias, de Castilla y de Álava, de Galicia y de Portugal, del País Vasco occidental y de la Rioja (a partir de 1076) y de Toledo y su extenso territorio (a partir de 1085). Su protagonismo a lo largo del último tercio del siglo XI (al igual que antes lo fueron el de su abuelo navarro Sancho el Mayor y el de su padre Fernando en el primer y segundo tercio de ese siglo XI, respectivamente) fue indiscutible hasta la llegada de los nuevos invasores almorávides norteafricanos en 1086. También llevaría ocasionalmente, como su padre el rey Fernando I, el pretencioso título leonés de "imperator totae Hispaniae" (aunque el contexto europeo de la época no reconocía tal título a ningún monarca hispano), pero para la mentalidad hispánica de la época era de hecho un verdadero "rey de reyes" en todo el territorio peninsular, que además de sus dominios territoriales directos heredaba también los tributos o parias que los diversos reyezuelos musulmanes (el de Sevilla, el de Badajoz o el de Toledo) pagaban a su padre con anterioridad.

Pero además de esas "parias" antiguas, Alfonso se propuso también, a partir de 1074, cobrar otras nuevas a otro reino-taifa de la parte meridional de la Península que hasta entonces había estado a salvo de las apetencias cristianas: el reino musulmán de Granada. Y lo hizo además con unas exigencias tributarias mayores y más apremiantes que las de su padre, pero también con mayor inteligencia, efectividad y cálculo político.

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El principal de los testimonios coetáneos y más interesantes sobre estas nuevas parias procede directamente del reyezuelo musulmán afectado, uno de los extorsionados por Alfonso VI: el rey de Granada Abdalláh ibn Buluggin al-Muzaffar, de una dinastía de origen bereber sinhaya, los Ziríes, traídos décadas atrás del norte de África como mercenarios por Almanzor y que fundaron en tierras de Elvira (luego Granada) y de Málaga una de las primeras taifas tras la caída del Califato. Abdalláh comenzó a reinar en 1073, sucediendo a su abuelo Badis, y se mantuvo en el trono hasta 1090, año en que fue destronado por los almorávides y desterrado a una de las ciudades almorávides del Magreb, donde vivió en libertad vigilada en compañía de su familia. En ese exilio tuvo una ocurrencia insólita en otros reyes de la época, cual fue la de escribir unas "Memorias" de su reinado, tanto para justificarse ante los almorávides de sus actuaciones anteriores como para ejercitar sus aficiones literarias y cultas (otros reyezuelos taifas fueron poetas de renombre, como el rey sevillano Almutamid, o célebres matemáticos, como Almutamin de Zaragoza, pero a ninguno de ellos se le ocurrió narrar en primera persona los acontecimientos de su reinado, que eran tareas que se dejaban para los cronistas oficiales, los aduladores poetas de la corte y los historiadores profesionales).

Hay varios pasajes en esas "Memorias" de Abdalláh que resultan particularmente clarificadores de la dinámica y características de estas parias. El primero de ellos se refiere a su reclamación por el rey Alfonso a través de un embajador, el conde Pedro Ansúrez (importante personaje de la corte leonesa), cuando el joven Abdalláh acababa de llegar al trono y era todavía bastante inexperto en la diplomacia y en las relaciones con el más poderoso y calculador de los reyes cristianos hispánicos. El episodio es especialmente interesante también porque puede conectarse con un episodio concreto de la biografía del poderoso señor de la guerra castellano Rodrigo Díaz, el "Cid" (aunque las Memorias del rey granadino no lo mencionan expresamente), concretamente el referido al enfrentamiento entre el Cid, que protegía al rey de Sevilla Almutamid, enemigo del rey granadino, contra el conde García Ordóñez, que a su vez protegía y prestaba servicios mercenarios al rey Abdalláh, y la consiguiente victoria del Cid y de los sevillanos sobre los granadinos y sus mercenarios cristianos frente al castillo cordobés de Cabra.

Peón y torre de un juego de ajedrez medieval
 

El segundo pasaje se refiere a una visita personal del propio rey Alfonso a tierras granadinas poco tiempo después, acompañado de Ibn Ammar, el intrigante visir del rey sevillano, para cobrar las parias atrasadas que Abdalláh se había negado a pagarle la primera vez, creyendo que el alejamiento de su reino del reino castellano le ponía a salvo de esas extorsiones que ya sufrían los sevillanos. Nada sabíamos de ello por otras fuentes, pero es significativo que el propio rey castellano se desplazase personalmente hasta Granada con su hueste y que se acompañara como embajador de otro de sus hombres de confianza, el mozárabe Sisnando Davídiz (ese desplazamiento de Alfonso hasta el reino granadino no parece desde luego que se debiera al deseo de conocer personalmente al rey de Granada, sino más bien al deseo de conocer las tierras, gentes y territorios de éste, como si ya tuviera en mente el deseo de conocer unas tierras que consideraba que -como las demás musulmanas- terminarían siendo suyas más pronto o más tarde; tal era el presentimiento del propio Abdalláh).

El tercer episodio tuvo lugar varios años después (h. 1089), tras la segunda venida de los almorávides a la Península, que en principio habían motivado que los reyezuelos andaluces se envalentonaran y dejaran de pagar ese tributo al rey cristiano. En esa ocasión el encargado de cobrar esas parias, con sus atrasos, fue otro de los hombres del rey, el famoso Álvar Fáñez.

Veamos el primer episodio, tal como lo cuenta el propio Abdalláh (seguimos la traducción y edición de estas "Memorias" por Emilio García Gómez: "El siglo XI en primera persona: las Memorias de Abd Alláh, último rey Zirí de Granada, destronado por los almorávides en 1090", p. 153-156, capít. 5, XXXIV, 29a y b, edit. en Alianza Editorial, Madrid, 1993):

<< Cerciorado Alfonso de la existencia de estas disensiones, comprendió que no podía haber para él mejor fortuna ni ocasión más favorable de pedir dinero. En vista de ello me envió su embajador, siendo ésta la primera vez que entrábamos en negociaciones. Se trataba de Pedro Ansúrez [Betru Surish], que vino a exigirme la entrega de un tributo. Yo me negué a ello, decidido a no hacer nada, y pensando que ningún mal había que temer de parte de Alfonso, por existir entre uno y otro las tierras de un tercer soberano, o sea, las de Ibn Di-l-Nun [al-Mamún, el rey de Toledo], ya que no podía imaginarme que nadie [de los musulmanes] podía aliarse con el cristiano contra otro musulmán. El embajador se retiró, pues, sin que llegáramos a un acuerdo.

>> Tal fue la coyuntura que aprovechó Ibn Ammar [, visir del rey de Sevilla Al-Mutamid]. Aguardaba éste al embajador en Priego, para enterarse de lo tratado conmigo, y, al ver que no se había hecho nada, se puso inmediatamente a su disposición y le dijo: "Si él rehusa darte veinte mil dinares (que era efectivamente el tributo que me había pedido), yo te daré cincuenta mil, a cambio de un pacto común contra Granada, en virtud del cual la capital será mía y tuyos los tesoros que hay en ella". Concertados en estos términos, estuvieron conformes en que había que edificar contra Granada un castillo, que la pusiera en aprieto, en tanto caía en sus manos. Ibn Adha -el personaje de quien antes hablamos y al que [el visir] AlNaya expulsó de Granada- se les había unido para mostrarles los puntos flacos de la defensa de la ciudad y señalarles el sitio desde el cual, edificando allí un castillo y dejando en él una guarnición, se la podría hostigar y apremiar con más eficacia. Él fue quien, con este objeto, les indicó el castillo de Belillos.

>> Para reforzar la fábrica de este castillo alquiló Ibn Ammar los servicios de un ejército de Alfonso y aprestó grandes sumas de dinero, si bien, en ocasiones, difería entregárselas a los cristianos, mediante promesas y trapacerías, hasta que estuvieran acabadas las obras. El mismo Al-Mutamid [,el rey de Sevilla,] vino en persona para vigilar cómo iban los trabajos y, durante todo el tiempo que estuvo allí, hizo continuos desfiles militares por las cercanías de Granada, con la esperanza de que los habitantes de la ciudad se sublevarían en su favor. Terminada la obra del castillo, dejó en él una guarnición, avituallada de todos los víveres necesarios, y le dió órdenes de comenzar su labor de hostigamiento. La situación era, en efecto, lo suficientemente grave para hacerme olvidar el negocio de Alcalá [la Real, que había caído no mucho antes en manos de Alfonso].

>> Retirados de Belillos al-Mutamid y los soldados cristianos, puse en pie de guerra un ejército considerable para tratar de apoderarme del castillo; pero nada logré. Los súbditos empezaron con ello a perder las esperanzas puestas en mi gobierno, al ver que los que deseaban su caída se habían puesto de acuerdo con el cristiano, y yo tuve que arrepentirme de haber desaprovechado la ocasión de arreglarme con él desde el principio, en las condiciones que me había fijado.

>> Tomar un castillo a filo de espada hubiera sido, desde luego, magnífica cosa para un príncipe musulmán como yo; pero lo que ocurría era que quien se presentase ante él no podía ocuparlo, por la defensa que oponía y por los preparativos hechos dentro; que tampoco podía sitiarlo hasta que se agotaran sus reservas, porque al enemigo no dejaban de venirle socorros, y que, a la postre, tenía que levantar el sitio. Tomar la plaza por asalto sólo hubiera podido hacerlo el más fuerte, y, en este punto, todos estábamos más o menos lo mismo. No quedaba más recurso a cada rey que pagar un ejército, y si otro soberano quería destruirlo y verse libre de él, tampoco le quedaba otra solución que pagar más.

>> Por consiguiente, como la guarnición de Belillos devastaba y hostigaba la vega de Granada, y como no había otro modo de desembarazarme de ella, acabé por prometer a Alfonso el pago de las sumas que antes me había pedido inútilmente, reconociendo mi falta en la ruptura de las negociaciones precedentes, y precaviéndome de antemano contra las nuevas exigencias de dinero que eran de temer por su parte. Actuó de mediador en estos tratos Ibn Di-l-Nun [, el rey de Toledo], que se esforzaba en procurar dinero a Alfonso tratando de conciliárselo; al mismo tiempo, esperaba que se deshiciera mi reino, para apoderarse de él o al menos sacar en su provecho alguna parte, pues, conforme ya dije, era enemigo mío en el fondo, aunque aparentaba amistad.

>> Por aquel entonces no cesaba Ibn Dil-l-Dun de entrometerse en los negocios de Córdoba y de desplegar sus mayores esfuerzos por conseguirla, cosa que al fin decretó Dios. Se apoderó, en efecto, de ella por sorpresa, en connivencia con algunos de sus habitantes, gentes sin escrúpulos, y allí murieron el hijo de Mutamid, llamado Abbad, y el general sevillano Ibn Martín.

>> Cuando tales sucesos trágicos ocurrieron en Córdoba y fueron sabidos por la guarnición de Belillos, abandonó ésta al punto la plaza, que fue ocupada por mis hombres y pasó a mi poder con todas sus defensas y edificaciones intactas, gracias a lo cual pude estudiar las mejoras defensivas que llevé luego a cabo en la Alcazaba de Granada. Así, y cuando menos se pensaba, quedó mi capital libre de la amenaza que representaba Belillos >>.

La "Historia Roderici" (o "Gesta Roderici Campidocti"), biografía del Cid escrita en latín por lo menos cincuenta años después de estas Memorias de Abdalláh, dice lo siguiente sobre ese episodio del enfrentamiento entre granadinos y sevillanos por el castillo de Belillos (seguimos la traducción castellana del texto latino por Emma Falque y subrayamos en el pasaje todos los elementos comunes con el relato de Abdalláh):

<<(6) Después de la muerte de su señor el rey Sancho, que le crió y le demostró muy gran amistad, el rey Alfonso le recibió [a Rodrigo Díaz, el Cid,] como vasallo con honores y le tuvo en la corte en gran estima y consideración. Le dio como esposa a doña Jimena, su sobrina, hija del conde Diego de Oviedo, de la cual tuvo hijos e hijas.
>>(7) Más tarde [, después del periodo comprendido entre 1072, muerte del rey Sancho II, y los esponsales de Rodrigo, hacia el verano de 1074,] le envió como emisario al rey de Sevilla y de Córdoba a cobrar sus parias. Eran entonces enemigos Mutamid, rey de Sevilla, y [Abdalláh ibn Buluggin] Muzaffar, rey de Granada. Estaban con el rey de Granada García Ordóñez, Fortún Sánchez, yerno de García rey de Pamplona, Lope Sánchez, hermano de Fortún Sánchez, y Diego Pérez, uno de los mayores de Castilla. Cada uno de éstos vino con su ejército a luchar contra el rey de Sevilla.
>> Cuando Rodrigo Díaz llegó junto a Mutamid, en seguida se le anunció que el rey de Granada se dirigía con ayuda de los cristianos contra Mutamid y su reino. Entonces envió una carta al rey de Granada y a los cristianos que estaban con él diciéndoles que, en consideración a su señor, el rey Alfonso, desistieran de atacar al rey de Sevilla y de entrar en su reino. Pero ellos, confiados en la multitud de su ejército, no sólo no quisieron oír sus ruegos, sino que incluso los despreciaron. Llegaron, pues, saqueando todo aquel territorio, hasta el castillo que se llama Cabra.
>>(8) Al oír y cerciorarse de ello, Rodrigo Díaz al punto salió a su encuentro con su ejército y allí libró con ellos cruel combate: la lucha entablada entre ellos duró desde la mañana hasta el mediodía. Se produjo una gran matanza y carnicería en el ejército del rey de Granada, tanto de sarracenos como de cristianos, hasta que todos, vencidos y en desorden, huyeron de la vista de Rodrigo Díaz. Fueron capturados en este combate el conde García Ordóñez, Lope Sánchez, Diego Pérez y otros muchos de sus caballeros. Después de conseguir este triunfo, Rodrigo Díaz los tuvo presos tres días. Luego les quitó las tiendas y todo su botín y así les permitió que se fueran, perdonándoles la vida.
>>(9) Rodrigo, victorioso, volvió a Sevilla. Mutamid le dio los tributos del rey Alfonso y añadió a ellos regalos y muchos presentes para que se los entregara al rey. Después de aceptar los mencionados regalos y tributos y una vez que se firmó la paz entre Mutamid y el rey Alfonso, regresó muy honrado a Castilla y a la corte de su señor el rey.
>> A causa de tal triunfo y de la victoria que le otorgó Dios, muchos, tanto parientes como extraños, movidos por la envidia le acusaron ante el rey de cosas falsas y fingidas >>.

Cuando se trata de comparar dos textos historiográficos distintos, lo primero que hay que sacar de ambos son los datos comunes (los hemos subrayado aquí) y a continuación tratar de armonizar el resto de los datos de ambos textos, en principio considerándolos no como contradictorios sino como complementarios, a menos que las contradicciones no puedan armonizarse. Y la realidad es que entre ambos textos no hay elementos no-armonizables, siempre y cuando se considere que el ataque de los granadinos no fue contra el territorio sevillano propiamente dicho, sino contra un castillo que los sevillanos -con ayuda de un ejército mercenario cristiano- habían levantado o refortificado en territorio del rey de Granada (en la "Historia Roderici" se mencionan diversas ocasiones posteriores en que el Cid y su ejército, que debía de estar bien provisto de ingenieros y especialistas militares, se ocuparon de reconstrucciones y refortificaciones de castillos, por ejemplo el de Olocau, por encargo del rey musulmán de Zaragoza). Por lo demás, incluso esa "carta" previa del Cid conminándoles a retirarse y a no invadir el "territorio" del rey sevillano (el castillo y su territorio eran "sevillanos" de-facto, por derecho de ocupación o conquista) no parece del todo inverosímil, si tenemos en cuenta que el propio Cid probablemente ignoraba el doble juego que su rey Alfonso se traía con estos dos reyezuelos andaluces, deseando debilitarlos pero sin poner a uno a merced del otro.

Un análisis esquemático de este episodio nos permite fijar la cronología aproximada de los hechos según las Memorias de Abdalláh, así como su supuesta relación con ese episodio de la "batalla de Cabra" de la biografía cidiana narrado en la anónima "Historia Roderici". Véamos las líneas generales según los datos del texto de Abdalláh.

Primera visita (Pedro Ansúrez)

Para encajar históricamente estos datos con la supuesta "batalla de Cabra" tenemos que suponer varias cosas:

1- que ese castillo de Cabra era en realidad el de Belillos
2- que el suceso debió de tener lugar en el año 1074, ni antes ni después
3- que la supuesta batalla tuvo que ser un ataque de las tropas granadinas a las tropas castellanas y sevillanas que estaban construyéndolo, ataque que Abdalláh menciona, aunque no da ningún detalle, salvo el de decir que ya se habían retirado de él los cristianos y que reunió para ello un "ejército considerable" (quizá con ese ataque había intentado estorbar la fortificación, pero en cualquier caso no consiguió ni impedir su construcción ni reconquistarlo)

Pero aun suponiendo que esas tropas castellanas al servicio de los sevillanos fueran las del Cid, requeridas al efecto, lo que no cuadra ni encaja aquí es que Abdalláh tuviera por entonces a su servicio otras tropas cristianas, las de García Ordóñez y los demás (a no ser que éstas fuesen sobre todo tropas navarras mercenarias, no castellanas, pues navarros eran casi todos esos jefes mencionados, incluido el propio García Ordóñez, como veremos, quizá para de ese modo salvar la cara ante el rey sevillano, que pagaba protección al propio rey castellano). Si todo vino por negarse el rey granadino a pagar, ¿cómo se explicaría que pagase luego a mercenarios cristianos para impedir esa construcción castellaria de los sevillanos en sus dominios? Aun admitiendo esto (pues el propio Abdalláh parece reconocer más o menos implícitamente que "pagó un ejército"), esos servicios mercenarios le tuvieron que ser ofrecidos "bajo cuerda" y sin que lo supieran los sevillanos, cosa difícil de creer. Y en tal caso o bien pensamos que las mesnadas de los distintos señores de la guerra castellanos se ofrecían por su cuenta al mejor postor sin conocimiento del rey Alfonso en muchos casos, o bien pensamos que la política de éste en esos reinos taifas era especialmente retorcida o cualquier cosa menos honesta. Pero, en fin, todo podría ser, aunque en principio sea difícil de creer que Alfonso VI aprobara que dos vasallos suyos cristianos guerrearan entre ellos defendiendo respectivamente a otros dos vasallos musulmanes.

La única lógica para admitir todo esto sería que esa iniciativa de construir ese castillo le pudo ser planteada no -como dice Abdalláh- al conde leonés Pedro Ansúrez, persona de la mayor confianza de Alfonso VI en su entorno cortesano, sino a otro, a otro señor de la guerra, al que parece aludir Abdalláh cuando se refiere a "un ejército de Alfonso que alquiló el visir sevillano Ibn Amar para reforzar la fábrica de este castillo", y para cuya contratación gastó el visir "grandes sumas" (del rey de Sevilla, se entiende), que además no fueron pagadas muy puntualmente según parece. La explicación del episodio sería la siguiente: Alfonso se entera de ello de segundas, no le gusta la iniciativa y el entendimiento de los sevillanos con el Cid, y autoriza a otro de sus hombres de confianza a ofrecer sus servicios militares al granadino para evitar la refortificación de ese castillo, aunque lo hace no con tropas castellanas sino con tropas mercenarias navarras, mandadas por señores navarros (excepto el desconocido Diego Pérez, que era tal vez algún magnate castellano desnaturalizado o desterrado). Abdalláh intentó impedir con ello esa acción ofensiva del sevillano ("puse en pie de guerra un ejército considerable para tratar de apoderarme del castillo"), pero su ejército fue repelido o estrepitósamente derrotado por la hueste cidiana ("y nada logré", dice escuetamente el rey granadino en sus Memorias).

En definitiva, ambas versiones son conciliables cambiando "castillo de Cabra" por "castillo de Belillos", y considerando que la iniciativa de fortificar ese castillo no contó en principio con el conocimiento o visto bueno del rey castellano, aunque sí con la aprobación del rey sevillano, y que fue encargada por el visir de éste a un señor de la guerra castellano, probablemente el Cid Rodrigo Díaz. Abdalláh no menciona desde luego su nombre para no molestar a sus nuevos amos almorávides, y silencia también (por el mismo motivo) los desastrosos detalles de ese ataque al castillo de Belillos con ese "ejército considerable" y, por supuesto, el hecho de que ese ejército suyo con el que pretendió reconquistar dicho castillo estaba nutrido también por mesnadas mercenarias cristianas (las de García Ordóñez y otros magnates navarros), algo en general muy mal visto siempre por los fanáticos integristas almorávides.

Pero, en fin, lo que ocultó Abdalláh en sus "Memorias" lo conocemos por la "Historia Roderici", aunque no sabemos con qué alcance o grado de fiabilidad, pues -para empezar- la localización del sitio parece errónea: no habría sido el castillo de Cabra (que además parece que estaba en territorio cordobés-sevillano, no granadino), sino el de Belillos, si bien lo más probable es que la fuente última -posiblemente árabe- de la Historia Roderici para este episodio no se refiriese a un castillo en la localidad cordobesa de Cabra, sino quizá más bien a un castillo "grande" (kabir, corrompido en "Cabra") o incluso a un "castillo de los magnates" (al-akabir), que serían por lo menos algunos de los magnates mencionados allí, empezando por el propio García Ordóñez. También es posible que el topónimo de "Cabra" esté contaminado con el nombre de un general de Abdalláh llamado Kabbad ibn Tamit, que se había apoderado del castillo sevillano de Estepa durante las hostilidades entre ambos reinos, como menciona el propio Abdalláh más adelante (aunque sin detalles).

Página de un tratado árabe de Astronomía
 

Dos años después (1076) de este episodio granadino, un ejército castellano invadió y se anexionó de manera incruenta toda la tierra navarra al sur del Ebro (la Rioja), tras el asesinato del rey navarro Sancho Garcés IV en una conspiración familiar, y García Ordóñez (que era cuñado del asesinado monarca navarro, pues estaba casado con una hermana de éste, la infanta Urraca Garcés) fue puesto al frente de todo el territorio riojano anexionado por el rey Alfonso: el condado de Nájera-Calahorra, como se llamó por entonces a la Rioja. Otro de los acompañantes de García Ordóñez en esa anterior aventura del castillo de Cabra-Belillos era Fortún Sánchez, asimismo cuñado del rey navarro Sancho, o -como dice la Historia Roderici- "yerno del rey García de Navarra", pues, al igual que por entonces o poco antes o poco después el propio Ordóñez, estaba casado también con otra de las hermanas del rey navarro asesinado.

Lo demás, es decir, todas las omisiones del relato de Abdalláh con respecto a esa batalla y a sus protagonistas principales, es algo que casi se explica por sí mismo: si había en el campo cristiano un personaje especialmente aborrecido por los almorávides en la época en que el granadino escribió esas Memorias, ése era el Cid Rodrigo Díaz, el único que había logrado vencerles en batalla campal. Más adelante el propio Abdalláh mencionará también la conquista de Valencia, pero cuidándose una vez más de no mencionar a su conquistador (ese mismo Cid). El que en el episodio de Cabra/Belillos el Cid estuviera en el otro bando, no en el de Abdalláh, tampoco favorecía al ex-rey granadino ante los ojos de los almorávides, pues sabemos por la Historia Roderici que en la batalla se tomaron muchos prisioneros, cuyos rescates -además de los de los magnates cristianos capturados- tuvieron que gestionarse sin duda con la propia gente de Granada. En fin, era un episodio más bien para olvidar que para recordar por el granadino, que se limita a contar lo que era más o menos de conocimiento general.

La segunda ocasión en que el rey Alfonso reclamó esas "parias" al rey de Granada tuvo lugar poco tiempo antes del fallecimiento del rey Al-Mamún de Toledo (junio de 1075), es decir, en la primavera de ese mismo año probablemente. Es una entrevista de la que no hablan las crónicas cristianas, pero es especialmente interesante porque el propio rey castellanoleonés acudió en persona hasta Granada a concertar ese pago con el granadino. Le acompañaba también otro de sus principales hombres de confianza, el mozárabe Sisnando Davídiz, y todas las gestiones previas -según Abdalláh- fueron hechas por el intrigante Ibn Ammar, el visir del rey sevillano. Las motivaciones reales de Alfonso son pura especulación por parte de Abdalláh, aunque las dedujo sobre todo por las confidencias que le hizo el propio embajador Sisnando, y lo mismo las observaciones de Abdalláh respecto al reino de Toledo, que por supuesto están hechas a posteriori de los acontecimientos sucedidos en aquel reino después de la muerte de su rey Al-Mamún, amigo del rey castellano; es interesante la idea de "reconquista" en las palabras de Sisnando, que debían de estar bastante generalizadas entre los mozárabes, pero no tanto o casi nada en los demás cristianos, incluido Alfonso. Pero todo lo demás (el carácter extrovertido del rey Alfonso, su prepotencia, su afabilidad y al mismo tiempo su firmeza, etc) son datos de primera mano y constituyen un testimonio histórico inestimable sobre el carácter real de este monarca. Así narra el encuentro Abdalláh en sus "Memorias" (pp. 157-162, capít. 5, XXXVI, 30b-32a, edición citada):

<< Ibn Ammar [, el visir del rey de Sevilla,] había quedado empeñado con el cristiano, ya que, por el compromiso adquirido cuando alquiló un ejército [cristiano] para lo de Belillos, le debía grandes cantidades e importantes sumas, que había de pagarle y le tenía prometidas. Con este motivo ponía a su soberano [, el rey de Sevilla al-Mutamid,] en graves aprietos, porque no quería dejarle reposar un momento, para hacerse el indispensable en medio de las discordias, y no vacilaba en atraer el mal contra los musulmanes. Siempre que al-Mutamid se esforzaba por aplacar la situación, o que yo quería hacer las paces con él, o que surgía una tregua, Ibn Ammar no descansaba hasta anularla y atizar de nuevo la hoguera de la disensión.

>> Por segunda vez fue a visitar al cristiano Alfonso y a presentarle como fácil el negocio de Granada, pintándome a sus ojos como un ser incapaz para todo, por mi flaqueza y mis cortos años. Le garantizó, además, que, con la toma de Granada, todos los tesoros de esta ciudad pasarían a su poder, a cambio de que el cristiano le asegurase que, una vez hecho dueño de la plaza, la pondría bajo su soberanía y le dejaría apropiarse de mi peculio personal. No dejó paso por dar para decidir a Alfonso a ir contra Granada, y no sólo le entregó considerables sumas con ese propósito, sino que incluso le prometió que, una vez acabado el negocio, le daría cincuenta mil meticales, además de lo que encontrase en la ciudad, para animarle a ponerse al punto en camino.

>> Tales proposiciones excitaron la codicia del cristiano: "Es éste un negocio -se decía- en el que de todos modos he de sacar ventaja, porque ¿qué ganaré yo con quitársela a uno para entregársela a otro, sino dar a éste último refuerzos contra mí mismo? Cuantos más revoltosos haya y cuanta más rivalidad exista entre ellos, tanto mejor para mí".

>> Se decidió, pues, a sacar dinero de ambas partes, y a hacer que unos adversarios se enfrentaran contra los otros, sin que entrase en sus propósitos adquirir tierras para sí mismo: "Yo no soy de su religión -se decía echando sus cuentas-, y todos me detestan. ¿Qué razón hay para que desee tomar Granada? Que se someta sin combatir es cosa imposible, y, si ha de ser por guerra, teniendo en cuenta aquellos de mis hombres que han de morir en ella y el dinero que he de gastar, las pérdidas serán mucho mayores que lo que esperaría obtener, caso de ganarla. Por otra parte, si la ganase, no podría conservarla más que contando con la fidelidad de sus pobladores, que no habrían de prestármela, como tampoco sería hacedero que yo matase a todos los habitantes de la ciudad para poblarla con gentes de mi religión. Por consiguiente, no hay en absoluto otra línea de conducta que encizañar unos contra otros a los príncipes musulmanes y sacarles continuamente dinero, para que se queden sin recursos y se debiliten. Cuando a eso lleguemos, Granada, incapaz de resistir, se me entregará espontáneamente y se someterá de grado, como está pasando en Toledo, que, a causa de la miseria y desmigamiento de su población y de la huida de su rey, se me viene a las manos sin el menor esfuerzo".

>> Yo sabía que tales eran sus propósitos, por lo que contaban sus ministros y por lo que me repitió Sisnando, con ocasión de este viaje: "Al-Andalus -me dijo de viva voz- era en principio de los cristianos, hasta que los árabes los vencieron y los arrinconaron en Galicia, que es la región menos favorecida por la naturaleza. Por eso, ahora que pueden, desean recobrar lo que les fue arrebatado, cosa que no lograrán sino debilitándoos y con el transcurso del tiempo, pues, cuando no tengáis dinero ni soldados, nos apoderaremos del país sin ningún esfuerzo".

>> Pero todos los príncipes musulmanes capeaban las circunstancias y veían correr los días, diciéndose: "De aquí a que se nos termine el dinero y que nuestros súbditos perezcan, como los cristianos pretenden, Dios nos hará salir del paso y vendrá en socorro de los musulmanes".

>> De todos modos, la venida de Alfonso en compañía de Ibn Ammar me produjo grave consternación, pues estaba seguro de que el último no venía más que aspirando a sucederme en el reino, luego de haber obtenido de Alfonso las estipulaciones antes mencionadas. El rey cristiano me envió en seguida un mensaje, con el aviso de su llegada y la orden de salir a su encuentro, queriendo hacer ver que lo que se proponía era renovar nuestro tratado y ponerse de acuerdo conmigo sobre lo que había de hacer con los demás príncipes. No dudaba yo que el proyecto que abrigaba era apoderarse de mí y cumplir lo que había estipulado con mis enemigos; pero mis asesores y consejeros, reunidos en torno mío, me dijeron:
"¿Qué es lo que te propones hacer? Se trata de un enemigo que viene a buscarte y al que no puedes resistir. Tanto da que vayas a su encuentro como que no vayas. Ahora bien: si no vas, caerán sobre tí las mayores calamidades, la ruptura será definitiva, y los que te persiguen verán abierto el camino para obrar. La situación será peor que la primera vez, cuando rechazamos a Pedro Ansúrez e Ibn Ammar logró interesar a Alfonso y hacer que edificara contra nosotros el castillo de Belillos. No habríamos, pues, salido de este ahogo sino para caer en otro más duro y más amargo. Por lo demás, si tus súbditos advierten la menor disensión por causa de este ejército, no se estarán quedos ni aguantarán a pie firme las calamidades de la otra vez; las esperanzas se perderán, todos perecerán, y tú mismo serás aquí preso sin la menor estipulación de paz, y quedaremos sin la menor garantía. Por consiguiente, de los dos términos de la disyuntiva, el mejor es salir al encuentro de Alfonso, porque si el resultado es la paz, alabarán tu actitud y se consolidará tu reino, y si no lo es, saldrás al menos con seguridad y podrás disfrutar de sosiego. Vete, pues, a su encuentro, háblale con palabras conciliadoras y deja a Dios el cuidado de solucionar tu asunto".

>> En consecuencia, me preparé en este sentido lo mejor posible, reuní en torno mío aquellos de mis hombres que me merecían confianza, y, con la solemnidad requerida por las circunstancias, salí a encontrarme con Alfonso en las cercanías de la ciudad. La necesidad me forzó a tratarle con el máximo respeto, y él me mostró un semblante risueño, me trató con benevolencia, y me prometió que me defendería con el mismo empeño con que defendería su propio territorio.

>> Entabladas luego las negociaciones, yo le envié mis embajadores y él me mandó los suyos para informarme de los compromisos que había adquirido, movido, según decía, por las circunstancias, y para comunicarme: "Llevo lentamente este asunto y no apresuro mi partida, para saber cuáles son tus intenciones. Si me tratas bien y ves el modo de complacerme, me iré de buena manera; pero, si no, aquí me tienes con mis aliados". Al mismo tiempo me exigió cincuenta mil meticales. Yo me quejé de los pocos recursos de mi territorio, de que tal cantidad era superior a mis fuerzas y de que, caso de pagarla, quedaría tan extenuado, que Ibn Abbad [, el rey de Sevilla,] aprovecharía inmediatamente la ocasión: "Si Ibn Abbad se apodera de Granada -añadí- aumentarán sus posibilidades y ya no se te querrá someter. Toma, pues, lo que puedo darte y déjame algunos alientos con los que pueda subsistir. Por otra parte, lo que dejes, aquí lo encontrarás cuando lo pidas".

>> No sin gran esfuerzo aceptó estas excusas, y por fin llegamos al acuerdo de que le pagaría veinticinco mil meticales, o sea, la mitad de la primera cifra. Además, para alejar de mí su maldad, le preparé muchos tapices, telas y vasos, y lo reuní todo en una gran tienda en la que le invité a entrar, si bien, al ver las telas, las miró con desprecio. En resumen, acabamos conviniendo que yo aumentaría aún cinco mil meticales, para completar con ellos treinta mil, y se los pagué hasta el último, para no comprometer, rehusando lo menos, lo que valía mucho más. Él se mostró agradecido, y, de buen talante, se volvió hacia Ibn Ammar para decirle: "Me mentiste al hablar de la debilidad de Granada y de que su señor, a causa de su juventud, es hombre de poco juicio. Todo lo que he visto de la organización y la riqueza de la ciudad casa mal con tus palabras".

>> Aún insistió Ibn Ammar en pedirle que firmáramos un pacto, al que habríamos de atenernos, y le inclinó a que me cogiera Estepa, importante castillo próximo a la región de Sevilla y del que mi caíd Kabbad se había apoderado durante las hostilidades. En vista de eso, yo le pregunté qué se iba a hacer con Alcalá [la Real], y al cabo nos pusimos de acuerdo en trocar Qalat Ashtalir [, Alcalá la Real,] por Estepa.

>> Y todavía tratamos de Qastro y de Martos, los dos castillos que son la llave de Jaén, hasta el punto de que, por no tenerlas, se quedó aislado el señor de dicha ciudad, mi tío paterno Maksan, pues la posesión de Jaén carece de sentido sin ellas. Ibn Ammar insistió mucho con Alfonso sobre el asunto de estas dos plazas y le prometió por Martos mucho dinero, como si se la comprase. Entonces Alfonso, siempre ávido de dinero, me obligó a cedérsela, y, a cambio de Qastro, ofreció darme Al-Matmar, que era otro castillo en la frontera de los dominios de Alfonso con los míos. Se hallaba a la sazón en poder de Ibn Di-l-Nun [,el rey de Toledo]; pero él me aseguró su palabra de que se haría el trueque, y, aunque yo impugné el negocio cuando me fue posible, no logré nada, como le pasa siempre al débil con el fuerte.

>> Tras de todo esto, y con tales condiciones, se concluyó en su presencia el acuerdo, añadiendo que ningún príncipe musulmán habría de agredir a su vecino, y consignando lo que habríamos de pagarle anualmente como tributo, que, en mi caso, era la suma de diez mil meticales por año. En dulce tono me añadió: "Ibn Ammar hubiera querido que te tratase de mala fé; pero Dios me libre de que se diga por el mundo que un hombre como yo, grande entre los cristianos, haya venido a tí, que eres grande en tu religión, para luego traicionarte. Quédate, pues, en la seguridad de que no te obligaré a otra cosa que al tributo, que habrás de mandarme todos los años, sin ninguna dilación, pues, en caso de retrasarte, te enviaré mi embajador a reclamártelo, y esto te obligará a nuevos gastos. Date, pues, prisa en pagarlo". Yo acepté cuanto dijo, pensando que quedar a cubierto de su maldad, aunque fuese pagando diez mil meticales por año, era mejor que el que perecieran los musulmanes y quedara asolado el país, puesto que no podía hacerle frente ni medirme con él, y tampoco encontraba entre los príncipes de Al-Andalus quien me ayudase contra él, sino, al revés, quien le impulsaba a venir a mí para perderme.

>> En fin, las cosas quedaron en paz, sosegadas y pacíficas durante algún tiempo en el que no se oyó hablar de guerra >>.

Abdalláh se refiere con esto último, obviamente, a sus relaciones con el rey castellano, pues acto seguido nos cuenta los graves problemas internos de su reino a los que tuvo que hacer frente y que desde luego le dieron cualquier cosa menos "paz y sosiego": sus problemas con su visir y con los gobernadores rebeldes de otras plazas granadinas de su reino, sus conflictos con el rey de la taifa de Almería o con su hermano, el rey de Málaga, etc.

Lo cierto es que en los años siguientes a 1075, en otros reinos hispánicos, tanto musulmanes como cristianos, no hubo tampoco, ni mucho menos, ni paz ni sosiego de ninguna clase. Fueron muchos, en efecto, y algunos muy decisivos, los acontecimientos ocurridos en la década que va de 1075 a 1085 y en general en todo ese último cuarto del siglo XI.

Uno de los reinos cristianos norteños, el de Pamplona, llevaba muy replegado sobre sí mismo desde la muerte del rey García III en una batalla contra los castellanos en el año 1054. Su hijo y sucesor, Sancho IV, gobernó durante dos décadas mirando más por corregir los desequilibrios internos del reino navarro que los problemas exteriores y la expansión territorial que le pedían sus barones, redistribuyendo las rentas regias y recortando privilegios tanto a la nobleza navarrovascongada como a la nobleza riojana, aunque muchos de ellos prestaban por su cuenta servicios mercenarios en otros reinos hispánicos. Todo ello fue generando un clima de descontento generalizado, y de ese descontento quiso aprovecharse uno de sus hermanos, que tramó una conjura para asesinarle y erigirse en rey, apoyado al parecer por alguna otra de sus hermanas y algunos nobles pamploneses de su entorno. En la primavera de 1076 invitó a su hermano el rey Sancho a una cacería en un despeñadero llamado Peñalén o Peña-Leu, y unos falsos monteros, aprovechando un momento en que se quedaron a solas con el monarca, le asesinaron y arrojaron su cuerpo por un precipicio, para simular un accidente de caza (en otras versiones fue su propio hermano el que lo empujó, precipitándole al vacío). Pero el engaño no surtió efecto, se produjeron disturbios en Pamplona y la mayoría de los nobles se negaron a reconocer como rey al fratricida. Éste finalmente huyó y se refugió en el reino moro de Zaragoza, donde tuvo que residir hasta el fin de sus días.

Ese vacío en el trono navarro se solucionó, en ese mismo año de 1076, con la partición del reino en sus dos mitades geográficas principales. Los grandes magnates de la parte navarra propiamente dicha, al norte del Ebro, con el País Vasco oriental, ofrecieron la corona al rey aragonés, primo carnal del monarca navarro asesinado, en una unión con Aragón que se prolongaría durante casi sesenta años. Pero en la mitad meridional del reino navarro, el territorio riojano al sur del Ebro, los acontecimientos tomaron otros derroteros. El rey castellano Alfonso, que también era primo carnal del rey navarro asesinado y por tanto con los mismos derechos sucesorios que el aragonés, seguía de cerca los acontecimientos en el reino navarro y se dispuso a intervenir, seguramente con el apoyo implícito de los grandes señores riojanos y vascongados y de la pequeña nobleza local. Con el pretexto de una comitiva regia que iba a visitar uno de los monasterios burgaleses, un ejército castellano de ocupación se desvió hacia el territorio riojano y lo invadió, sin que los señores locales ofrecieran ninguna resistencia. Todo parecía, de algún modo, previamente pactado con el resto de la nobleza navarra. Dirigía el ejército de ocupación un hombre de la mayor confianza del rey Alfonso, el mencionado García Ordóñez, riojano de origen y buen conocedor de los magnates locales riojanos, que además estaba casado (o lo hizo poco después) con una hermana del rey asesinado, la infanta navarra Urraca Garcés (originariamente el nombre de Urraca era frecuente en algunas princesas navarras pero luego se extendió también a la dinastía leonesa, de origen navarro; no era un nombre gótico, sino derivado del diminutivo vascuence urra-ka, "avellanita", que solía ponerse a las niñas de cabellos avellanados o de color castaño claro; la hermana predilecta de Alfonso, Urraca Fernández, llevaba asimismo ese nombre vascónico, que le sería puesto también a la hija del propio Alfonso, Urraca Alfónsez, que lo recibió claramente en honor de su tía, aunque ya lo habían llevado otras reinas navarras antepasadas suyas).

Precisamente el hecho de que Ordóñez estuviera casado con la hermana del monarca navarro que más unida estaba afectivamente a éste, descarta por completo que Alfonso o el propio Ordóñez tuvieran absolutamente nada que ver con el asesinato del rey navarro, aunque a la muerte de éste actuaron hábilmente con tanta celeridad como oportunismo político, antes de que los demás barones navarros del norte del Ebro tuvieran tiempo de reaccionar o de intentar reocupar el país riojano. Alfonso VI se había apoderado en Nájera de toda la familia real navarra, parientes suyos, incluidos los dos hijos pequeños del difunto rey Sancho, a los que nadie tuvo en cuenta (ni navarros ni riojanos) para suceder a su padre, acaso porque se temiese que podrían ser mediatizados por el rey castellano o quizá porque hubiese rumores de que eran hijos ilegítimos, no precisamente de la esposa del rey, una normanda llamada doña Placencia (el caso es que, tras el asesinato del rey navarro, la reina Placencia desaparece de los documentos, por lo que es muy verosímil que se volviese a su tierra de Normandía, mientras que los dos hijos de Sancho quedaban bajo la tutela directa de su tía Urraca Garcés, que era además -como se ha dicho- la esposa de García Ordóñez, el hombre de confianza del rey Alfonso para estos "asuntos navarros"). Poco después, el rey Alfonso dejó a García Ordóñez como "conde" o gobernador de todo el territorio riojano anexionado. Luego volveremos sobre él, con ocasión de una devastadora incursión del Cid en este condado de su enemigo personal dieciséis años después.

Pocos años después de este suceso navarro (en el verano de 1081, según las precisiones de algunos historiadores cidianos) se produjo otro acontecimiento históricamente importante: el destierro por Alfonso VI de su poderoso vasallo Rodrigo Díaz, al que pronto se conocería como el Cid (del árabe coloquial sidi, "mi señor"). Pero las causas de ese primer destierro cidiano no están del todo claras para la historiografía contemporánea.

La idea de que el destierro pudo deberse a la famosa "Jura de Santa Gadea", el juramento público que supuestamente Rodrigo reclamó a Alfonso VI ante los principales nobles castellanos de que no había tenido nada que ver con el asesinato de su hermano en 1072 ante los muros de Zamora, está hoy prácticamente desechada, pues resulta históricamente inverosímil y se sabe además que se trata de un episodio puramente legendario y literario inventado en el siglo XIII. Es inverosímil, en efecto, que el monarca le hubiera guardado ese supuesto rencor durante todos esos años transcurridos, y más teniendo en cuenta que por lo menos hasta 1074 Rodrigo gozó del pleno favor del rey Alfonso, que incluso le propició un buen casamiento con una pariente o pupila suya, la dama asturiana Jimena Díaz.

Más verosímil es la hipótesis de que el destierro se debió a "maledicencias y calumnias" de algunos cortesanos poderosos (entre ellos García Ordóñez), que le enemistaron con el rey. La "Historia Roderici", que es la fuente histórica antigua más fiable, dice simplemente que "muchos, tanto parientes como extraños, movidos por la envidia le acusaron ante el rey de cosas falsas y fingidas", todo ello en relación con las actuaciones de Rodrigo en los enfrentamientos entre el rey sevillano y el rey granadino y la referida batalla de "Cabra". Dice también que en aquella ocasión Rodrigo había ido a tierras andalusíes por encargo del rey, a cobrar las parias del sevillano. El ciclo legendario cidiano posterior ("Poema del Cid" principalmente) atribuirá directamente esas maledicencias y ese destierro a que Rodrigo -según sus enemigos- se había quedado supuestamente con parte de esos tributos, algo que parece implícito en el texto de la "Historia Roderici". Pero esos sucesos andaluces ocurrieron, como hemos visto, entre 1074 y 1075, y no es verosímil tampoco que el rey esperase más de seis años para desterrarle por aquello. Lo que sí que es muy probable es que la conducta de Rodrigo en ese episodio no hubiera quedado demasiado clara a los ojos del rey, pues ya vimos por las Memorias de Abdalláh que se contrataron por el rey sevillano los servicios de un ejército mercenario cristiano (¿el del Cid?) para fortificar el castillo de Belillos en tierras granadinas, ocupándose de las gestiones el aventurero visir sevillano Ibn Ammar, y que los pagos de ese ejército se retrasaron bastante (quizá Alfonso pretendía cobrar también, además de las parias, el alquiler de ese ejército cristiano, cosa con la que evidentemente no podía estar de acuerdo el jefe de ese ejército, que parece que actuó en esto por cuenta propia, o bien las parias sevillanas de Alfonso se utilizaron en primer término para pagar al ejército mercenario del Cid y el rey tuvo que esperar bastante para recibir lo suyo). En cualquier caso, es muy posible que a partir de ese poco claro episodio sevillano se enfriasen bastante las relaciones entre el rey Alfonso y su autonomizado vasallo Rodrigo Díaz.

Pero la causa inmediata y determinante del destierro parece que fue un suceso ocurrido en tierras toledanas, donde la hueste del Cid, con ocasión de una algara o correría de unos bandidos moros en tierras castellanas de Gormaz, salió en su persecución y se adentró con una expedición de castigo y pillaje en las tierras toledanas del valle del Henares, sin conocimiento ni autorización del rey Alfonso, que por entonces estaba muy ocupado en el aislamiento diplomático del reino toledano y en tejer una delicada política que le asegurase a medio plazo la anexión del reino de Toledo a su propio reino. Esa incursión la conocemos en primer término por la "Historia Roderici" y se hace eco de ella también el "Poema del Cid", aunque aquí la incursión es atribuida a iniciativa de Álvar Fáñez aprobada por el Cid, pues en dicho Poema aquél aparece siempre como "lugarteniente" del Campeador. Según la "Historia Roderici", ocurrió mientras el rey Alfonso estaba en campaña en tierras musulmanas (en 1079 había emprendido la conquista de Coria en el reino musulmán de Badajoz), expedición a la que, significativamente, el propio Rodrigo no asistió, pues "se encontraba enfermo" (para entonces las relaciones entre ambos debían de estar bastante tensas desde los sucesos sevillanos del año 1074-75).

Sea como fuere, el rey Alfonso, del que sabemos que era bastante propenso a reacciones irascibles cuando se le contrariaba sin previo aviso, y que ya guardaba seguramente algún resentimiento contra él por sus actuaciones autónomas en ese asunto sevillano, le desterró de su reino. Rodrigo Díaz partió con los suyos al reino moro de Zaragoza, donde prestó brillantes servicios mercenarios a tres de sus reyes sucesivos, contra el rey musulmán de Lérida y Denia y sus aliados cristianos, el rey aragonés y el conde de Barcelona, a los que derrotó sucesivamente. Por entonces, en la España oriental, más atomizada y casi siempre más agitada que la parte occidental de la Península, comenzó a labrarse su reputación de poderoso señor de la guerra, liberado del vínculo de vasallaje hacia su rey y actuando siempre por cuenta propia, pero con buen cuidado de no llegar al enfrentamiento directo con Alfonso.

Los asuntos toledanos, en efecto, fueron prioritarios entre 1075 y 1085 en la política exterior del monarca castellanoleonés, que empleó casi una década en conseguir la conquista del reino toledano por medios incruentos, por presiones militares y por acciones diplomáticas de diverso género, hasta conseguir que fueran los propios toledanos los que pusieron el reino en sus manos.

Libro de cuentos Calila y Dimna
 

En junio de 1075 había muerto (al parecer envenenado) el rey Al-Mamún, gran amigo de Alfonso desde que aquél le acogió en su exilio durante los enfrentamientos con su hermano. Le sucedió en el trono toledano su nieto Alcadir, que se apartó de la alianza con el rey castellanoleonés y expulsó de la ciudad a los partidarios de esa alianza (sobre todo mozárabes y judíos). La falta de apoyo castellano le ocasionó perder Córdoba y Valencia, que hasta entonces estaban bajo soberanía o influencia toledana, y sufrir el acoso del rey de la taifa de Badajoz, Al-Mutawakkil, cuyas tropas llegaron a ocupar la capital toledana durante unos meses, obligando a Alcadir a refugiarse temporalmente en la fortaleza de Cuenca. Alcadir fue un gobernante despótico e inepto que no tardó en ganarse la hostilidad de sus súbditos y sobre todo la animadversión de la aristocracia árabe de la ciudad. Una sublevación interna le derrocó y le obligó a exiliarse, y Alcadir pidió entonces el auxilio del rey Alfonso, que con ayuda de su ejército le repuso en el trono. A partir de entonces, Alcadir se comportó de forma tiránica con sus súbditos, al mismo tiempo que Alfonso le reclamaba cada vez más tributos y la entrega de diversos castillos y plazas toledanas, además de otras conquistadas directamente por los castellanoleoneses, como Madrid o Talavera, y sometía a Toledo a un asedio formal. Estas exigencias y acosos cristianos repercutían directamente en la población, que se vió sometida a situaciones de hambre y de miseria. Finalmente, la aristocracia toledana, tras un simulacro de asalto para salvar las apariencias, pactó en secreto con Alfonso la entrega de la capital y de todo el reino, que tuvo lugar formalmente en mayo de 1085. Alcadir fue puesto como rey en Valencia por Alfonso, que encargó a Álvar Fáñez que le sostuviese con sus tropas, y le dejó llevarse sus riquezas personales pero obligándole a dejar todo el oro y la plata que tenía en su poder.

La caída de Toledo en manos de Alfonso VI tuvo importantes repercusiones tanto en la Península como en el Occidente europeo. Los monjes cluniacenses franceses, a los que Alfonso daba cuantiosos donativos, se encargaron de hacer propaganda de la conquista en los países europeos transpirenaicos, donde se repicaron las campanas en las iglesias de algunas capitales para conmemorar este triunfo cristiano. Se trataba de la primera gran capital musulmana hispana que caía en manos cristianas después de tres siglos de dominio musulmán, una ciudad que había sido además la capital del antiguo reino visigodo, lo que la convertía en todo un símbolo para los cristianos hispánicos. Alfonso estaba ahora en el cénit de su poder y se veía ya prácticamente dueño de toda la Península más pronto o más tarde, por medios similares y sin necesidad de arriesgarse en acciones bélicas de envergadura a costa de grandes pérdidas propias.

En los reinos musulmanes, la caída de Toledo en manos cristianas causó todavía mayor conmoción, pues veían que cualquiera de sus capitales y reinos podía correr en breve una suerte similar. Ya en 1079 Alfonso, en una de sus maniobras estratégicas contra Toledo, había conquistado Coria, en el reino musulmán de Badajoz, y en el año 1082 había presionado militarmente al rey de Sevilla, que se había negado a seguir pagándole las parias anuales, sitiándole en su capital. Tras la toma de Toledo en 1085, el rey de Sevilla, Almutamid, el de Badajoz, Almutawakkil, y otros reyes taifas menores (incluido Abdalláh, el de Granada, que había hecho pacto con el sevillano) se pusieron por fin de acuerdo y llamaron en su auxilio a los almorávides norteafricanos. Se enviaron al Magreb repetidas embajadas ante el viejo emir y líder religiosomilitar de los almorávides, Yusuf ben Taxufín, solicitándole que acudiera con su ejército a la Península para frenar la expansión castellanoleonesa y salvar el Islam en Al-Ándalus mediante la "Guerra Santa". En estas embajadas llevaba la voz cantante sobre todo el rey sevillano, Almutamid, quien también mantenía una soberanía nominal sobre el reino de Murcia, pues en 1079 se había apoderado de ese reino levantino su intrigante visir Ibn Ammar, que no tardó en hacer defección e independizarse de su soberano y antiguo amigo íntimo de juventud; sin embargo sus aspiraciones no le salieron bien y su caprichosa y fatua forma de gobernar no gustó a sus súbditos murcianos, que conspiraron contra él y obligaron a Ibn Ammar a refugiarse sucesivamente en Toledo, en Madrid y en Zaragoza; finalmente sus pretendidos "protectores" lo vendieron a Almutamid, que lo tuvo encadenado y luego -según se cuenta- lo mató con sus propias manos. Almutamid puso el reino murciano en manos de otro de sus visires, que también le traicionaría después, conspirando contra él desde que llegaron los almorávides.

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Pero, ¿quiénes eran estos "almorávides" (al-murabitun), que habían formado en pocas décadas el primero de los grandes imperios bereberes del desierto? Su núcleo principal era una confederación de tribus saharianas del tronco bereber sanhaya o sinhaya, conocidos también como cenhegíes o zanaga (el propio emir Yusuf, que hablaba bastante mal el árabe, se expresaba generalmente en un dialecto bereber sinhayí). El movimiento almorávide se había originado décadas atrás como un movimiento religioso de carácter rigorista e integrista y había aglutinado a diversas tribus y clanes de ganaderos nómadas sinhaya, especialmente los de las tribus lamtuna o lamtuníes, frente a sus tradicionales enemigos del tronco bereber zanata, dominantes en el centro de Marruecos, y en el sur frente a los poderosos reyezuelos negros de Ghana. Reislamizados y fanatizados en la yihad o "Guerra Santa", se cubrían el rostro con el velo o litham, a la usanza bereber sahariana, y se les conocía como "al-murabitun" u "hombres del ribat", es decir, dedicados a extender el Islam en monasterios fortificados ("ribat"), a modo de monjes-guerreros, tanto en los territorios saharianos y mauritanos como en los subsaharianos fronterizos del África negra.

Se habían hecho en pocos años con el control de todo el comercio caravanero transahariano, tanto el comercio del marfil y de la sal como el del oro del Níger y el tráfico de esclavos negros. Hacia 1052 habían logrado la práctica unificación política de las principales tribus y clanes bereberes sinhaya del Magreb occidental. Fundaron una nueva capital en Marraquech y se apoderaron del resto del Magreb central y septentrional, en duras luchas contra los montañeses bereberes masmudíes del Atlas y los gumara del Rif, al norte del actual Marruecos, formando un imperio religiosomilitar que llegaba desde el Océano Atlántico, por el oeste, hasta el Níger por el sur, hasta Ceuta por el norte y hasta Tlemecén y Argel por el noreste. Pero hasta entonces no se habían planteado dominar también la Península Ibérica (por lo menos antes de ese angustioso llamamiento de auxilio por parte de los reyezuelos musulmanes andaluces).

Eran soldados aguerridos y muy austeros, que combatían a pie en filas compactas de lanceros, protegidos por resistentes escudos de piel de hipopótamo, o a caballo en escuadrones cerrados, y maniobraban en cuadro al son de atronadores tambores de cerámica azul y tensos parches de piel golpeados con mazas. Carecían sin embargo de experiencia en el asedio de grandes poblaciones amuralladas y de máquinas de asedio. En un principio, según cuenta el propio rey granadino, muchos de ellos ni siquiera eran capaces de distinguir a sus aliados, los moros andaluces, de los cristianos.

Obtenidas las suficientes garantías y seguridades por parte de los reyes andalusíes, incluida la cesión de la plaza de Algeciras por parte del rey sevillano, Yusuf b. Taxufín dejó el gobierno de todo el Magreb a uno de sus parientes, se embarcó con su ejército y desembarcó en Algeciras. En realidad, parece que Almutamid sólo quería que la presencia almorávide fuera lo más efímera posible, lo preciso para impresionar al rey castellanoleonés y verse libre de sus exacciones tributarias, y pretendía que en seguida se reembarcaran; pero Taxufín y sus generales vieron sus intenciones desde el principio y se negaron a evacuar Algeciras una vez desembarcados.

En todas las ciudades andaluzas fueron recibidos por la población con grandes muestras de entusiasmo y de exaltación religiosa, y de todas partes le llegaban al Emir almorávide quejas sobre los soberanos andaluces por parte de los alfaquíes o doctores de la ley islámica, que canalizaban las quejas de los súbditos y les instaban a no pagar impuestos extracoránicos a sus reyes. Taxufín, que desconfiaba profundamente de los reyezuelos andaluces, y le molestaba bastante el ambiente de lujo, de refinamiento extremo y de relajación religiosa en que aquellos vivían, pero al mismo tiempo era consciente de que todavía necesitaba de ellos y de sus tropas, no quiso inmiscuirse en los asuntos internos y en las rencillas de unos reyezuelos contra otros, y se hizo informar detalladamente de la situación y trazó su plan de acción, exigiendo a cada uno de ellos la aportación de un contingente de tropas para unir como auxiliares a las nutridas tropas almorávides que traía. El gran ejército avanzó hacia el norte por las tierras del reino de Badajoz en busca del odiado Adfunsu. Todos ellos, por supuesto, dejaron de pagar el tributo a Alfonso, excepto los soberanos de los principados del Levante.

Informado Alfonso del desembarco y del avance almorávide cuando estaba sitiando Zaragoza para obligar a su rey a volver a pagarle las parias, levantó el asedio y reunió a los principales caballeros de su reino y todas sus mesnadas disponibles, además de tropas navarroaragonesas cedidas por su primo, el rey aragonés Sancho Ramírez, y avanzó al encuentro de los musulmanes. Iban los cristianos muy confiados, pues conocían de sobra la flojedad y poca combatividad de los moros andaluces e imaginaban que los saharianos serían oponentes nada difíciles para la potente caballería pesada cristiana, forrada de pies a cabeza en sus cotas de malla y arrolladores en sus cargas contra la caballería ligera musulmana o contra la infantería.

Vista nocturna de La Alcazaba de Málaga
 

Ambos ejércitos se avistaron cerca de Badajoz en octubre de 1086, en un lugar que las crónicas cristianas llamaban "Sagrajas" y los autores musulmanes denominaban "Zalaqa". Siguieron una serie de cartas entre ambos líderes, en las que de forma arrogante, según se cuenta, Alfonso le reprochaba al caudillo almorávide no avanzar a campo abierto y quedarse al abrigo de la ciudad de Badajoz, y Taxufín a su vez le conminaba a elegir entre convertirse al Islam, pagarle tributo o disponerse a entablar combate. Los embajadores fueron de uno a otro campo para fijar a conveniencia el día de la batalla, según era costumbre en la época, para que no fuera ni el viernes, ni el sábado ni el domingo, los días festivos para los respectivos componentes de ambos ejércitos (musulmanes, judíos y cristianos). Yusuf había puesto en vanguardia intencionadamente a las flojas tropas andaluzas, en un amplio frente que cubría también ambas alas del ejército, y a continuación, en el centro, las compactas tropas almorávides, y tras éstas un cuerpo de negros subsaharianos, la "Guardia Negra", armados de finísimas espadas de la India (que en el transcurso de la batalla el propio Alfonso tendría ocasión de probar en sus propias carnes).

Al amanecer del viernes, la caballería cristiana, cansada de esperar o para aprovechar el efecto de la sorpresa, tomó la iniciativa e inició un carga contra las alas del ejército musulmán, formadas por los andaluces, que como era de esperar flojearon y cedieron terreno, excepto los sevillanos, con su rey Almutamid a la cabeza, que aguantaron la acometida. La larga galopada llevó a la caballería cristiana hasta el campamento enemigo; pero a la vuelta, con los caballos ya fatigados por la cabalgada, se vieron envueltos por las tropas almorávides, mucho más resistentes y tenaces. Yusuf iba por entre las filas de los suyos montado en una yegua blanca, exhortándolos y prometiéndoles el Paraíso a los que cayeran combatiendo valientemente. Los caballos de los cristianos, además, se espantaron con el olor de los dromedarios, inusuales para ellos, y se apelotonaron entre sí, pues aquellos exóticos animales nunca hasta entonces habían sido pasados tan masivamente a la Península, aunque los jinetes almorávides montaban mayoritariamente caballos, no camellos. Cuando más agotados estaban los cristianos, entró en acción la infantería negra subsahariana, que terminó de desbaratarlos y ponerlos en fuga. El propio rey Alfonso se vió atacado por un negro de la guardia de Yusuf, que con su espada le ensartó el muslo en la silla de montar, aunque el rey pudo salvar la vida protegido por la escolta de sus caballeros. Gracias a una espesa niebla que se levantó, los cristianos supervivientes, incluido el rey, pudieron escapar. Las pérdidas fueron cuantiosas por ambas partes, pero los cristianos llevaron la peor parte y además perdieron la batalla. Yusuf hizo cortar las cabezas a todos los cristianos caídos (muertos o heridos y rematados), con las que se llenaron numerosas carretas, que luego fueron paseadas por las principales ciudades de Al-Ándalus para festejar el triunfo.

La Alcazaba de Málaga
 

Sin embargo, la victoria no había sido decisiva, sino un primer tanteo entre las respectivas fuerzas, que no eran tampoco las únicas disponibles por ambos bandos, y tanto Alfonso como Yusuf lo sabían, pues la penetración en los territorios cristianos del norte era de momento tan peligrosa como incierta para cualquier ejército invasor. Con todo, su efecto fue inmediato en la moral de los andalusíes, que comprobaron que Alfonso no era ni mucho menos "invencible" y que por fin había encontrado un adversario capaz de pararle los pies.

Pero Taxufín tenía prisa por volver a África, pues le llegaron noticias de que acababa de fallecer inesperadamente su pariente y heredero y de que se reproducían los problemas internos en el Magreb, de modo que reembarcó con el grueso de sus tropas de vuelta a Ceuta (excepto una fuerte guarnición que dejó en Algeciras), no sin antes conminar a los reyezuelos andaluces a olvidar sus rencillas y a perseverar en la unidad entre ellos y en la rigurosa observancia religiosa, cosas a las que aquellos asintieron fervorosamente, para volver a las andadas una vez que los almorávides desaparecieron de su vista, aunque ahora quedaban más crecidos por la derrota infligida al temido rey cristiano. Alfonso, por su parte, reconsideró la situación y se dispuso a tomar ventaja de la ausencia de los magrebíes, saharianos y subsaharianos, después de un breve periodo de calma y de reagrupación de fuerzas tras el inesperado desastre militar de Zalaqa. Aprovechó para ocupar y refortificar en el sur el estratégico castillo de Aledo.

En la primavera de 1088 volvieron los almorávides, con su emir Yusuf al frente, respondiendo a un nuevo requerimiento del rey sevillano para que sitiara y tomara el castillo de Aledo, que era para los castellanoleoneses la avanzada y la puerta de entrada a los reinos andaluces del sur y del sureste, y desde el cual efectuaban periódicas incursiones de pillaje en los territorios sevillanos. Cada reyezuelo taifa aportó los contingentes que el Emir le pidió, y comenzó el cerco; pero el asedio no progresaba y los cristianos, bien aprovisionados, resistieron varios meses aguardando los refuerzos del rey Alfonso, que llegaron en el verano en forma de un gran ejército comandado por el rey castellano en persona.

Precisamente fue en esta operación cuando se produjo el segundo destierro del Cid, que ya había sido perdonado por el rey, pues necesitaba contar también con sus tropas para hacer frente a los almorávides. Parece ser que hubo un fallo en las comunicaciones y en la logística (pues ambos ejércitos se desviaron de la ruta prevista para asegurar mejor sus abastecimientos), y el ejército del Cid no pudo llegar a encontrarse con el de Alfonso, cosa que éste atribuyó a mala fé del Campeador y le desterró de nuevo, confiscando además sus propiedades en Castilla y encarcelando temporalmente a su mujer y a sus hijas. Desde entonces el Cid y los suyos, desligados de su rey, se dedicaron a apoderarse poco a poco y por su cuenta de todo el Levante, algo que ya habían iniciado durante el destierro anterior atacando los territorios de la antigua taifa de Denia, pertenecientes al rey de Lérida, hermano y enemigo del rey de Zaragoza que pagaba sus servicios mercenarios.

Informado del avance del gran ejército cristiano sobre Aledo, el emir Yusuf (cuyas avanzadas ya habían sido rechazadas en Guadalajara) decidió replegarse y levantar el sitio de la fortaleza. Los reyes andaluces también se dispersaron, de vuelta a sus reinos, pero ya con sombríos presentimientos sobre su futuro, pues veían a sus propios súbditos casi en rebeldía y se reproducían entre ellos las rencillas y confrontaciones habituales (el reino de Murcia, además, hizo defección durante el sitio de Aledo y pactó con Alfonso). Algunos, como el rey de Granada Abdalláh, dudaban de la fidelidad de sus propias tropas y se percataron de las intenciones almorávides de derrocar en corto plazo a todos los reyezuelos de Al-Ándalus y apoderarse de sus riquezas y de sus reinos, así que fortificó sus principales plazas fuertes en previsión de males mayores. Al mismo tiempo se veían extorsionados por algunos de los generales almorávides, que les reclamaban dinero y dádivas para mediar entre ellos y el Emir.

Cuando Yusuf y los suyos abandonaron de nuevo la Península, Alfonso volvió a presionar, con más dureza si cabe, a los soberanos andaluces, y el propio Abdalláh recibió una visita esperada, la de Álvar Fáñez, que venía a reclamar las parias atrasadas debidas a su rey. Así cuenta el propio Abdalláh el encuentro en sus Memorias (cap. 8, LVIII-LX, 58-60, 51a-52b, pp. 225-232, ed. cit.):

<< Álvar Háñez era el jefe cristiano que tenía a su cargo las regiones de Granada y Almería. Alfonso le había encargado de unos y otros estados, para que obrara como quisiera, procediendo contra los musulmanes que se vieran imposibilitados de acceder a sus exigencias, sacándoles dinero e interviniendo en cuantos asuntos pudiesen proporcionarle alguna ventaja. Desde un principio me había enviado un mensajero personal para anunciarme que iba a invadir Guadix, y que no lo apartaría de esta empresa más que la entrega de un rescate por la ciudad.

>> "¿Con quién puedo contar para oponerme a sus designios? -me dije yo-. ¿Qué fuerzas tengo para defenderme? No me han dejado [los almorávides] un ejército del que pueda valerme. ¡Cuántos musulmanes van a ser hechos cautivos en esta ocasión! ¡Cuántas riquezas van a perderse, sin contribuir a aliviar el tributo que me comprometí a pagar! No quiera Dios que todo eso suceda y que yo llegue a saber que los cristianos han hecho cautivos musulmanes. ¿No sería mejor rescatarlos de antemano, aunque sea a gran precio? Creo que debería hacerlo, antes de que vengan a asolar el país. Lo haré por amor de Dios Altísimo, que conoce los entresijos de las almas, porque si no lo hiciera así, sino inconscientemente y petulantemente, teniendo soldados con que defenderme, se volvería en argumento contra mí".

>> Tomé, pues, la resolución de contentar a Álvar Háñez, dándole lo menos posible, y haciendo con él un pacto para que, después de recibir las sumas, no se acercase a ninguno de mis estados. Aceptó, y, una vez cobradas las sumas, me dijo:

>> "De mí nada tienes que temer ahora. Pero la más grave amenaza que pesa sobre tí es la de Alfonso, que se apresta a venir contra tí y contra los demás príncipes. El que le pague lo que le debe, escapará con bien; pero, si alguien se resiste, me ordenará atacarlo, y yo no soy más que un siervo suyo que no tiene otro remedio que complacerlo y ejecutar sus mandatos. Si le desobedeces, de nada te servirá lo que me has dado, pues esto no te vale más que en lo que personalmente me concierne, a salvo de que mi señor me prescriba lo contrario".

>> Comprendí que lo que decía era evidente y razonable. "Ahora bien -me dije-: no voy a ser yo el que acuda a Alfonso, tomando la iniciativa, porque sería incitarlo a que nos coma. Esperaré, y, cuando él me envíe mensajeros reclamando el pago, buscaré excusas, por ver si acepta mi súplica y si puedo no abrir la puerta con darle algo, cosa que no haría más que acrecentar su codicia. Si logro envolverlo en negociaciones, tal vez de aquí a entonces pueda llegar un ejército [almoravid], que lo desbarate y le haga abandonar sus exigencias. Y, si no viene nadie, por lo menos no me habré enemistado con él desde un principio y no habré tenido que sufrir las consecuencias de esta enemistad".

>> A este tenor expuse el asunto ante Álvar Háñez, diciéndole que no tenía modo de dar nada a Alfonso, y excusándome con los gastos que me habían ocasionado los Almorávides y las demás circunstancias anejas a su venida; pero el puerco no me contestó. Lo que hizo, fiel al servicio de su señor, fue despachar a éste un embajador a reclamarme el tributo, y que, si este embajador retornaba con las manos vacías, él fuese el encargado de tomar venganza invadiendo mis estados.

>> Alfonso hizo, en efecto, sus preparativos para ponerse en camino, pero por lo pronto me envió previamente un embajador. La noticia de su llegada me produjo una consternación paralizadora, pues no sabía qué era mejor: si abandonar y salir de mis estados, dejándole que los saquease, o si intentar apaciguarlo en lo posible. La noticia también produjo temor y agitación entre mis súbditos. El desconcierto llegó al punto de que nadie creía que Alfonso se iba a dar por satisfecho con sacar dinero, sino que se quedaría para ocupar el territorio, como venganza por la irritación sufrida por lo de Aledo y por el pacto mío con los Almorávides.

>> Intenté que el embajador se contentara con poca cosa; pero me dijo: "Yo he venido exclusivamente para advertirte que has de pagar a mi rey el tributo que le debes de tres anualidades, o sea, treinta mil meticales, de los que no te rebajaré absolutamente nada. Si no, ahí lo tienes que viene. Arréglatelas como puedas".

>> Rumiando el asunto, me convencí de que adoptar una actitud arrogante sería inútil necedad. "Si les saco esa cantidad a mis súbditos -pensé luego-, se agitarán, se quejarán, y los principales se irán a protestar a Marrukus [Marrakesh], diciendo: 'Nos saca el dinero para entregárselo a los cristianos'. No; para poner a salvo sus estados y su honor, éste es el momento en que un hombre debe acudir a sus reservas. Puedo darle dicha cantidad de mi tesoro personal, y con eso salvaré mis dominios; mis súbditos me quedarán agradecidos por haber alejado a su enemigo sin haberles obligado a nada, y no me cubriré de oprobio". Así lo hice, y le envié los treinta mil meticales, sin arrancar a nadie ni un solo dirhem.

>> Al mismo tiempo me pareció oportuno hacer con Alfonso un nuevo pacto, en virtud del cual se comprometiera a no atacar mis territorios y a no violar sus cláusulas, por miedo que tenía yo de que se volviese contra mí. Alfonso aceptó la idea de firmarlo.

>> "Puesto que no hay más remedio que entregar el dinero -pensaba yo- , lo mejor es añadir el pacto. Así, si necesito hacer uso de él, siempre lo encontraré y no me dañará, y, si puedo pasarme sin él, será porque dispongo en lugar suyo de morenas lanzas y finas espadas [, las de los almorávides], caso de que me favorezca Dios con un ejército que rechace al enemigo. La guerra es puro ardid: si no puedes vencer, engaña".

>> Si Alfonso aceptó firmar el pacto fue por codicia de sacar dinero. En cuanto a mí, no me paré a pensar si lo violaría o no, como el que se ve obligado a hacer una determinada cosa, constreñido por la necesidad. Al firmarlo, el embajador me añadió: "Alfonso te pregunta si quieres añadir a las cláusulas de este pacto otra pidiéndole ayuda para recobrar alguno de tus territorios de los que se ha apoderado Ibn Abbad [Almutamid, el rey de Sevilla], porque en tal caso te ayudaría eficazmente a recobrarlo en el curso de esta expedición". A esto le respondí: "Yo no prestaré nunca mi ayuda para proceder contra ningún musulmán. Lo único que me ha impulsado a firmar este contrato es poner a seguro mis estados y a la gente de mi religión. Con que lo cumpláis, ése es el único fin que me he propuesto".

>> En efecto, su intención era atizar la discordia entre Ibn Abbad y yo; encontrar un pretexto para invadir los territorios de aquél, a mis expensas, y hallar nuevos expedientes con que sacarme mucho más dinero, pues los treinta mil meticales los juzgaba nada más que una deuda mía por el compromiso de tregua, y quería establecer nuevos tratos con que sacarme mayores sumas.

>> Por su parte, Alfonso tampoco se fiaba de mis palabras, recelando que yo trataba de engañarlo. Yo le decía: "Ha sido un error mío hacer contigo esto que he hecho, porque los Almorávides me harán reclamaciones y me pedirán cuentas por ello". Él, pensando siempre en obtener facilidades para sacar dinero, me contestaba [por medio de sus embajadores]: "Si el Emir te reclama subsidios, yo seré el que pague la parte correspondiente a tu ciudad". "No se trata de eso -le replicaba yo-, porque lo único que el Emir verá será mi traición, siendo así que su benevolencia y su simpatía me han de ser de más socorro que tu ayuda".

>> En fin, así pasaron las cosas, hasta que más tarde me dijo su embajador: "Alfonso se verá en la necesidad de invadir todos los territorios de los estados de Ibn Abbad y de otros soberanos musulmanes, si no le pagan". "He aquí un asunto -le contesté- del que Dios no tendrá que pedirme cuentas el Día del Juicio. Que cada cual responda de sus súbditos. Yo ya me las he ingeniado para salvar a aquellas gentes que Dios me confió y para rescatar sus personas y sus bienes. Si los demás sultanes desean conservar sus estados, no tienen más que entendérselas con vosotros, según puedan, es decir, o pagándoos o haciéndoos la guerra; pero yo no diré ni una palabra en este asunto, que no me concierne, puesto que vosotros no estáis bajo mis órdenes para impediros lo que penséis hacer. Del empeño de ponerme a seguro, en lo que a mí personalmente toca, no he salido sino tras mucho esfuerzo, y de ello vosotros tenéis la culpa. En lo demás estoy libre y no tengo por qué mezclarme en nada, ni de palabra ni de obra".

>> La única manera posible para mí que encontré de contribuir a la defensa de mis hermanos musulmanes fue escribir a Almutamid para informarle del estado de mis relaciones con los cristianos y de cómo sabía que intentaban invadir sus estados, poniéndole en guardia para que estuviese advertido, se revistiese de energía y se preparase a hacer frente a las circunstancias.

>> A continuación escribí al Emir de los musulmanes contándole al pie de la letra todo lo ocurrido y la necesidad en que me había visto de proceder así. Le decía que "el que está presente en una cosa ve más que el que está ausente", y le aseguraba que, si la situación hubiese consentido alguna demora, aunque sólo hubiera sido el tiempo indispensable para escribir al Emir consultándole sobre la salvación de los musulmanes, nada en absoluto habría hecho yo sino de acuerdo con su opinión; pero que la cosa había sido tan urgente, que no me pareció bien exponer a los musulmanes a la ruina. Le añadía, sin embargo, que pronto vendría, por el poder de Dios, el desquite contra los cristianos, gracias a la ayuda del Emir.

>> No dudaba yo que la respuesta del Emir sería agradecer mi atinada resolución, tanto más cuanto que el rescate lo había pagado yo de mi dinero, sin sacar a ningún musulmán ni un solo dirhem. Pero la contestación que recibí revelaba que el Emir estaba lleno de acusaciones contra mí y que le habían pintado lo ocurrido con colores que no respondían a la realidad, cosa que acrecentó mi consternación. "Nos hemos enterado -me decía- de la tregua que has firmado y de tus palabras embusteras; pero pronto nos enteraremos también de si tus súbditos están contentos y de lo que piensan hacer, puesto que pretendes que lo que has llevado a cabo es velando por ellos. No creas que esto va a tardar: la cosa es inminente y nada remota".

(...) >> También pensó mal de mí al-Mutamid [el rey sevillano], pues, viendo que el rey cristiano invadía sus estados y respetaba los míos, creyó sin duda que obrábamos de mutuo acuerdo, sin pensar en que, de haber mediado este acuerdo, yo hubiera tenido que pagar a Alfonso una cantidad de dinero muy superior al tributo. La verdad es que los sevillanos no disponían más que de mercenarios, que no obedecían a nadie, y que el ejército de los Almorávides no llegó a Sevilla sino cuando ya todo el territorio estaba desorganizado.

>> Dios Altísimo sabe que, en este desgraciado asunto, yo no dí ningún subsidio a los cristianos y que Él no tendrá que pedirme cuentas de ninguna palabra de instigación contra un musulmán. Es verdad que las maledicencias que tenían curso al lado del Emir de los musulmanes estaban unánimes en acusarme; pero, si yo me hubiera propuesto lo que decían y pasarme al bando cristiano, es evidente que los Almorávides no habrían llegado a Ceuta sin que la ciudad de Granada hubiese estado llena de infieles, como yo hubiera muy bien podido lograr, ganando de ese modo bastante tiempo y obteniendo un largo respiro. ¡Los actos han de ser juzgados por la intención que los produce! Tales maledicencias fueron, desde luego, la única causa de la suerte que me esperaba; pero, si mi actitud hubiese sido bien esclarecida, no se habría encontrado en ella ningún ataque, ninguna hablilla, ninguna prueba contra mí, ninguna negociación secreta contra un musulmán, ninguna intervención activa >>.

A pesar de estas cuasisinceras explicaciones a-posteriori del rey granadino (en las que se notan demasiado sus ganas de autojustificarse ante sus dominadores saharianos), la realidad era que los días de Abdalláh como soberano de Granada estaban ya contados, y que los almorávides no se iban a detener hasta haber destronado a todos los reyezuelos andaluces uno por uno y haberse apoderado de sus reinos, incorporándolos al imperio almorávide. En 1090 volvieron de nuevo los saharianos, en su tercera y definitiva venida a la Península, y el primer reino taifa en sufrir su agresión fue precisamente el de Granada.

Abdalláh, que entretanto ya había tenido que hacer frente a importantes conatos de rebelión en otras ciudades de su reino, como la de los judíos de Lucena (exasperados por la imposición de un tributo extraordinario para la fortificación de otras plazas granadinas y para los pagos al rey Alfonso), o la de los habitantes de Loja, que incluso consiguieron que el Emir enviase en su ayuda a un ejército almoravid (aunque Abdalláh se adelantó ocupando con su propio ejército la ciudad), así como hacer frente a insumisiones generalizadas de los bereberes zanata que constituían a nivel de tropa uno de los núcleos principales de su ejército regular, si bien logró imponerse temporalmente a todo ello, no pudo evitar sin embargo el descontento general de sus súbditos y las intrigas y calumnias de algunos de sus dignatarios, incluida la traición de los embajadores que había enviado al emir Taxufín, que se hallaba entonces en su base de Ceuta, al otro lado del Estrecho, donde ya había empezado a concentrar grandes cantidades de tropas, manteniendo también la cabeza de puente de Algeciras, en la Península.

La intervención militar almorávide en el reino de Granada fue relativamente rápida. Taxufín llegó hasta Córdoba y allí se reunió con el rey sevillano Almutamid, que le confirmó que eran ciertos los rumores del trato del rey granadino con el rey cristiano. El Emir, de forma terminante, conminó por carta al rey Abdalláh para que acudiera a su presencia inmediatamente. Era meterse directamente en las fauces del lobo y quedar a su merced, y el granadino lo sabía, así que decidió resistir y ganar tiempo para arreglar las cosas. Pero los nuevos embajadores que le envió al Emir fueron encarcelados por éste, y los caballeros que los escoltaban fueron reenviados de nuevo a Granada, apaleados, para comunicarle a su rey que estaba dispuesto a hacerle la guerra lo mismo que a Alfonso. Los castillos granadinos de la parte occidental fueron sometiéndose uno a uno sin combatir, expulsando a sus caídes o comandantes, tan pronto como recibían cartas del líder almoravid instándoles a ello. Y Abdalláh sabía que no podía llamar en su ayuda a los cristianos, pues en tal caso sería la propia gente de Granada la que se sublevaría contra él, y en todo caso los resultados serían impredecibles y nada ventajosos para él mismo, al incurrir en lo que los fanáticos saharianos consideraban la mayor traición (pactar con los cristianos). Dice el granadino, de forma patética, en sus Memorias: "Nunca conocí días y noches más tristes que aquellos en mi corazón ni más desgarradores para mi alma".

La Alcazaba de Málaga
 

Los almorávides enviaron un primer ejército ante Granada, con objeto de vigilar que no entraran en ella fuerzas extranjeras hasta la llegada del Emir; se asentaron en la vega granadina y reclamaron que se les abasteciera de víveres y de pienso para sus caballos, a lo que el rey Abdalláh accedió. Una nueva embajada ante el Emir tampoco aplacó a éste, que insistió en que compareciera a su presencia, dándole seguridad para él y para su familia, pero no para sus bienes, y le concedía elegir cualquier lugar del territorio granadino para residir con tal de que en el plazo más breve posible les entregara su capital.

En Granada, la guarnición de bereberes ziríes sinhaya, confiando en su comunidad étnica con los lamtuna sinhaya almorávides, no estaban dispuestos a resistir y esperaban incluso ver aumentadas sus pagas bajo el mando almorávide, de modo que le enviaron al Emir mensajes de sumisión, y éste les prometió mantenerles en sus puestos con mayores ventajas y les instó a que abandonasen la ciudadela de la parte alta y se trasladasen a la parte baja de la ciudad con sus familias y bienes, dejando solo al rey granadino. Muchos de los comerciantes y artesanos de Granada sólo esperaban poder pasarse al bando que venciera, y no pocos habían abandonado ya la ciudad con sus familias en previsión del asedio, y la inmensa mayoría de la población veía con agrado a los almorávides, sabedores de que no exigían a ningún musulmán ningún otro impuesto extracanónico. Y ni la infantería magrebí que tenía como guardia personal de palacio, ni los mercenarios eunucos eslavos ni los esclavos palaciegos, estaban tampoco por resistir.

Así las cosas, Abdalláh salió al encuentro del Emir en las afueras de Granada. Éste le trató bien, alabando su decisión, y le prometió garantías de seguridad para él y su familia en tanto se esclareciese el asunto y los almorávides tomaran posesión de sus bienes, y le puso bajo la custodia de Garur, uno de los generales almorávides más codiciosos y corruptos. Eran los días de la primera semana de septiembre de 1090.

Abdalláh describe detalladamente en sus Memorias las humillaciones y el expolio que tuvo que sufrir por parte del general almoravid que le custodiaba, no sólo impaciente por incautar el cuantioso tesoro que el rey granadino guardaba en la Alcazaba, sino incluso ávido de obtener hasta el último dinar, joya, riqueza o esclava personal que encontrara en su poder (capít. 10, LXXIV, 63a-65a, pp. 272-278, ed.cit.):

<< El Emir ordenó a Garur que viniera para exigirme un escrito de mi puño y letra en que le hiciera entrega de la ciudad y ordenara que salieran de ésta los soldados de la milicia que aún me quedaban. Tal orden la obedecí inmediatamente, porque de nada me hubiese valido resistirme, y, caso de haberlo hecho, habrían aumentado mis humillaciones sin reportarme ninguna ventaja, estando como estaba a merced del vencedor.

>> Al salir de Granada había traído yo algunas cosas, entre ellas un cofrecillo de oro conteniendo diez collares de preciosas perlas, oro por valor de 16.000 dinares almorávides y algunas sortijas. Al hacerlo, razoné de este modo: "Si la orden que va a dar el Emir es la de encarcelarme, estas joyas no me servirán de nada y seguirán la suerte de las demás; pero, si no es así, y si la orden se retrasa hasta la terminación de la campaña, las disimularé y las destinaré a socorros para los soldados y a regalos para los Almorávides".

>> No me dejaron ninguna de mis esclavas, sino que las separaron de mí y las registraron para ver si escondían algo en sus cinturones. Garur llegó a decirnos a mi madre y a mí: "Desnudáos delante de mí, porque el Sultán sabe que ocultáis las mejores perlas entre vuestras ropas". Aunque protestamos de nuestra inocencia ante esta acusación, yo tuve que desnudarme ante él. Además, vació la lana de los almohadones, buscando entre ella; volcó los cofres boca abajo; desdobló todos los vestidos en pesquisa jamás conocida, y hasta mandó cavar el suelo sobre el que se alzaba la tienda, por miedo de que hubiéramos enterrado en él alguna cosa. Y, entretanto, me decía: "Si salvas la pelleja, no habrá en toda la tierra nadie más afortunado que tú".

>> Todo lo mío, incluso mis esclavas y pajes, excepto la persona de mi madre y la mía, fue considerado como botín. En el momento de salir de Granada, yo había sacado con mi madre una muchacha que deseaba salvar conmigo, pensando que, excepto en el caso de verme separado de todas las personas de mi familia, nadie repararía en ella y podría guardarla para el futuro; pero, al venir Garur, le puso la mano encima, se la llevó fuera, le registró inmediatamente los vestidos y la hizo desaparecer. De igual modo procedió con todos los efectos de la tienda, que registró por dentro y por fuera, tomando para sí cuantas ropas u objetos se le antojaron, hasta despojarme de casi todo. Al topar con los dinares de que antes hablé, me dijo: "¿Con qué fin los has sacado?". "Con el de regalárselos al Emir", le contesté. Pero él me injurió, me amenazó, y ordenó que se los llevaran inmediatamente. También se apoderó del cofrecillo-joyero, y él, de un lado, y su yerno, de otro, se repartieron las perlas y sortijas que contenía. Yo, por mi parte, durante estas escenas, no pensaba más que en salvar la vida, teniendo por indudable que lo que vendría tras ellas sería mi condena a muerte.

>> A continuación ordenó a mi madre que subiera al Alcázar para proceder a retirar los tesoros; ausencia que me amargó durante varios días, de los cuales ni en uno solo dejé de pensar que no volvería. Por fin, les entregó todo lo que había, con arreglo a los inventarios, sin dejar cosa pequeña ni grande, e incluso por el más insignificante objeto que yo tuviese en la tienda se encolerizaba con mi madre, que tenía que venir a buscarlo y llevárselo.

>> Hasta que no llegó esta inspección de mis inventarios y de mis otros papeles, ya consumado el negocio, no me di perfecta cuenta de la actitud que en contra mía tenían adoptada los habitantes de mi capital. En realidad, ningún soberano había sido tratado antes que yo de este modo; así es que no pude tomar mis precauciones ni escarmentar para el trance. Pero todo pasó conforme quiso Dios, Quien, cuando da, no encuentra nadie que pueda oponérsele, y, cuando ordena que las cosas desaparezcan y se pierdan, hace que no tengan firmeza ni duración, aunque se las haga subir a la bóveda de los cielos.

>> Apoderados los Almorávides de todo, y comprobada la exactitud de los inventarios, vino a verme Garur, por encargo del Sultán, en compañía de Abu Bakr ibn Musakkan, que en este pleito me dio muestras de su saña y crueldad. "El Emir -me dijo- te prohíbe que tengas ningún depósito en casa de nadie. Lo que había en tu Alcázar lo he confiscado gracias a los inventarios, y lo de tu tienda ya ha pasado a mi poder y lo hemos registrado todo. Nos queda, pues, por saber el dinero que tienes en depósito, entendiéndose que si luego sale como tuyo un dirhem en casa de alguien, quedaremos libres de nuestros compromisos contigo. Y, en realidad, ¿para qué querrías tales bienes, si el Emir te ha de mandar al Sahara, donde ningún partido podrías sacar de ese dinero, que quedaría en poder de los depositarios".

>> Hice yo memoria, por ver si podía recordar haber dejado en poder de alguien un dirhem en calidad de depósito, y, como no me acordé de nada, presté juramento en este sentido.

>> Pero luego me acerqué a mi madre, a la que amonesté, diciéndole: "Por dios y por cariño a mí, te pido que me digas si por acaso sacaste alguna de nuestras riquezas, sin saberlo yo. Mira que luego ha de aparecer, siendo ocasión de tu muerte y de la mía; que al lado de este peligro nada vale todo el oro del mundo, y que estas gentes, como ves con tus propios ojos, se agarran de un cabello para perseguirnos por el más pequeño indicio. No quieras ser causa de mi ruina. Si nos justificamos ante el Almorávid, no podrá dejarnos desamparados. Considera, además, que el dinero no se guarda más que para tres cosas, que son para pagar las exigencias de un gobierno tiránico, para una guerra larga o para asegurarse una vejez tranquila, y que nosotros no podemos esperar gran cosa".

>> Al oír estas palabras, mi madre rompió a llorar, diciendo: "Temo que nos quedemos pobres, y la muerte es más llevadera que la miseria". Pero cuando la tranquilicé, acabó por decir: "Dios no abandonará a sus criaturas". Y entonces me escribió una lista de los efectos que había depositado en la noche anterior al día de mi rendición, y me dijo que en poder de Ladda, esclava de nuestro secretario Ibn Abi Jaytama, tenía algunas cosillas; que también había algo en poder de ciertas esclavas suyas, y que a Ibn al-Zaytuní al-Qarawí le había dejado cuatro mil meticales, además de ciertas alhajas, como unos quince collares, por los cuales envió inmediatamente.

>> Traídas estas alhajas se las entregó a Garur, sin retenerlas ni un instante. Respecto al oro, cuando mi madre se lo reclamó a Ibn al-Zaytuní, éste se apresuró a devolvérselo al Sultán, que lo tomó para sí. Otro tanto hizo la esclava de Ibn Abi Jaytama, que puso en poder de Garur aquellas cosas que tenía.

>> Enterado yo de tales entregas, y sintiendo crecer mi desasosiego por si con ello se alteraban las condiciones de mi rendición, tomé la lista de mi madre y se la envié a Garur, antes de que éste me abordara. Garur me dijo: "Esto ya nos lo han devuelto; pero andad con cuidado, no os queden todavía cosas en poder de otros".

>> Volví a interrogar por segunda vez a mi madre y le lloré de nuevo; pero ella me aseguró: "No tengo ya nada más en poder de nadie". En vista de lo cual, tomamos Alcoranes y juramos por ellos ante Garur que nada más poseíamos, ni en depósito ni guardado. Él informó entonces de nuestro juramento al Sultán, y, no obstante, continuó a fondo sus pesquisas, aunque no encontró que tuviéramos nada más, conforme había asegurado mi madre.

>> Como tales pesquisas resultaran vanas, vino otra vez Garur a decirme: "En efecto, parece evidente que no tienes más bienes depositados; pero ay de tí si tuvieses dinero enterrado". "Jamás -le contesté- he sabido nada de esas cosas ni he tomado tales precauciones, ni he tenido por costumbre la de enterrar. Pero nada impide al Emir cavar por todo el Alcázar hasta convencerse". Entonces añadió: "Pues ¡cuidado con lo que tienes en Almuñécar!". "En Almuñécar -le atajé- no poseo más que unos pocos muebles que tenía dispuestos por si me instalaba allí, y que están todos reseñados en un inventario de mi puño y letra, que el Emir puede mandar a buscar y llevarse". "Dame -me interrumpió al oírme- un billete de tu puño y letra ordenando la evacuación de Almuñecar".

>> Así lo hice inmediatamente, y en Almuñécar encontró que el inventario se ajustaba perfectamente a mi declaración. En dicha ciudad la guarnición estaba a la expectativa, mientras la población andaba revuelta. Por eso me pidió la orden escrita de evacuación de la plaza, que puso al punto por obra.

>> A pesar de tener esta comprobación de mi total inocencia, todavía retornó Garur para apoderarse de lo que quedaba, e incluso tuvo la desfachatez de traerme por aquellos días un gran libro y decirme: "Léelo, porque en él se contienen todos los signos, vistos por las gentes, de que reinaríamos en Al-Andalus, junto con su interpretación". Yo no sabía lo que leía. Sólo escuché que me preguntaba: "¿No es así? Tú has robado muchas riquezas; pero ahora de nada te sirven". Volvió a examinar cuantos tapices y ropas había en la tienda, para enviar una relación al Emir, y de nuevo lo registró todo; pero no pudo encontrar más de lo que ya tenía visto antes.

>> Una vez que comprobó cómo de lo contenido en la lista no nos quedaba más que aquello que es absolutamente indispensable, nos lo dejó, y, dándonos trescientos dinares, más tres esclavas que habían de incorporársenos, con cinco caballerías que nos prestó para el traslado de toda la impedimenta, nos dió orden de salir para Algeciras, diciéndonos: "Allí esperaréis la llegada del Sultán". Concedíonos, además, una escolta de almorávides, que nos acompañasen y se ocupasen de nosotros.

>> Tras de darle las gracias, nos pusimos inmediatamente en camino, ya que su impaciencia por que lo hiciéramos era muy grande. Todo el viaje anduve muy inquieto, por no saber la suerte que me aguardaba ni las instrucciones que había sobre mí. Cuando veía a los almorávides que nos acompañaban descabalgando en una posada o detenerse en cualquier lugar, me decía: "Van a hacer algo que se les ha mandado". Así, pasé toda la jornada sumamente desasosegado y temeroso, suplicando a Dios que me contase tales sinsabores como expiación de mis pasadas faltas, y que, con Su poder, hiciese que aquello fuese el final de mi desgracia.

>> Por fin llegamos a Algeciras, y desde allí nos enviaron a Ceuta. Nos hicimos a la mar un día de viento huracanado, en el que pasamos grandes terrores. Si nos salvamos, fue porque no había sonado aún nuestra hora. Desembarcamos en Ceuta, y, como antes en Algeciras, se nos dijo que en ella habríamos de aguardar al Emir. Toda esta incertidumbre aumentaba nuestra desazón.

>> De Ceuta nos llevaron luego a Miknasa de los Olivos [Mequínez], donde nos recibió el general en jefe Sir, que me trató bien, me dijo que permaneciéramos a su lado hasta que el Sultán regresara de Al-Andalus, y me mandó luego cien dinares. Al instalarme en Mequínez, tuve la certeza de que estaríamos mucho tiempo. Así fue, en efecto, y nuestros recursos se agotaron pronto, hasta el punto de que tuve que vender los vestidos que eran lo que me quedaba de la expoliación de Garur y su cuadrilla, pues sabido es que me quitaron la mayor parte de ellos (¡cada mano será responsable de lo que robó!), y no me dejaron más que una cantidad insignificante. Así hubimos de continuar mientras el Sultán (¡Dios lo asista!) no supo cuál era mi situación, y yo no podía quejarme a él, porque el intermediario era Garur, y esto era para mí lo más penoso.

>> Una de las cosas más sorprendentes que me ocurrieron durante mi estancia en Miknasa, fue que Garur me escribió para preguntarme: "Dime qué ha sido del anillo que llevabas puesto cuando saliste". En el acto me lo saqué del dedo y lo vendí por diez dinares, para poderle contestar que la necesidad me había obligado a desprenderme de él, porque le apetecía quitármelo, y, sabedor de que ya no tenía otro, no quería dejarme absolutamente nada, sino llevar su rapiña hasta lo último.

>> A la postre, y estando todavía en Miknasa, me llegaron otros trescientos dinares de parte del Sultán, quien, además, me escribió una carta en la que me prometía el mejor trato. "Mientras viva -me decía- no me olvidaré de tí". Tales frases me llenaron de contento (¡Dios se lo pague cumplidamente, pues, después de Dios, nadie me trató con mayor compasión!). Asimismo me comunicó que, cuando él volviera a Marrukush [Marrakésh], yo le acompañaría donde quiera que fuese, como prueba de honor y de preferencia que me daba >>.

Tras apoderarse de Granada y del reino de Málaga (septiembre-octubre de 1090), a comienzos de 1091 los almorávides se apoderaron de Almería (el rey murió de una congestión antes de la toma de la ciudad, y uno de sus hijos escapó por mar en una galera llena de tesoros y encontró asilo en el Magreb oriental). Taxufín volvió a África dejando a su primo, el general Sir ben Abu Bekr, la conquista de los demás reinos taifas del sur.

El rey sevillano Almutamid resistía, y parece que pidió ayuda a Alfonso VI, que se ofreció a prestársela a cambio de la cesión de varios castillos fronterizos, entre ellos Consuegra y Uclés, aunque la petición de ayuda cristiana la hizo el sevillano de tal forma que no se enterasen los almorávides, para no darles el pretexto políticorreligioso que buscaban para derrocarlo. Éstos atacaron primero Córdoba, que cayó en marzo de 1091 (allí murió al frente de sus tropas un hijo del rey sevillano), y luego Calatrava, Carmona y Ronda (estas dos últimas poblaciones ofrecieron encarnizada resistencia, y en Ronda los almorávides pasaron a cuchillo a todos los prisioneros varones, tanto civiles como soldados). También cayó Almodóvar del Río, donde fue rechazado un ejército de socorro al mando de Álvar Fáñez. Por fin, en septiembre de 1091, cayó Sevilla (Almutamid fue capturado y enviado al Magreb), y un mes después caían Jaén y Murcia, aunque la taifa de Badajoz resistiría hasta 1094: su rey Almutawakkil y dos de sus hijos serían condenados a muerte y ejecutados por los almorávides por haber andado en tratos con Alfonso para que los socorriera (parece ser que en 1093 Lisboa, Cintra y Santarem fueron cedidas a Alfonso a cambio de protección militar contra los almorávides); otro de sus hijos, que había escapado de Badajoz mucho antes con su familia, se unió a los cristianos y participaría en las escaramuzas y correrías cristianas en esas tierras extremeñas en los años siguientes.

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Entretanto, el Cid se estaba convirtiendo en el amo absoluto del Levante e imponía su vasallaje tributario a las antiguas taifas de Albarracín y Alpuente. El propio rey de Valencia, Alcadir (el ex-rey de Toledo), presionado por el rey aragonés y por el conde de Barcelona y abandonado a su suerte por Alfonso, había dejado de pagarle protección al rey castellanoleonés y se avino a ponerse bajo el protectorado del Campeador.

El año 1092 estuvo lleno de acontecimientos en la España levantina. Los almorávides, una vez apoderados de los principales reinos del sur de Al-Ándalus, penetraron cautelosamente en el Levante y se apoderaron de Játiva y Alcira, llegando hasta Denia; pero no se atrevían a llegar hasta Valencia, quizá para no verse eventualmente envueltos por el ejército de Alfonso y por el del Cid.

Alfonso, a su vez, deseoso de recuperar bajo su protectorado el reino valenciano, inició una operación militar de envergadura contra Valencia, coaligado con el rey aragonés y con el conde de Barcelona, con la participación de varios centenares de naves de Génova y de Pisa que bloquearían la capital valenciana por mar, e inició el asedio. Por entonces, el Cid y su hueste se hallaban descansando en Zaragoza, hospedados por el rey zaragozano, el único de la España oriental musulmana que no pagaba tributo al Campeador.

Enterado del asedio de Valencia por Alfonso, y puesto que no podía enfrentarse directamente con el poderoso ejército sitiador, pero decidido también a proteger al rey valenciano, que le pagaba tributo, emprendió una maniobra estratégica muy original. Con su propia hueste y con una gran multitud de moros que le prestó el rey de Zaragoza, seguramente compuesta de toda la hez de criminales, facinerosos y gente de baja condición de la ciudad y sus alrededores, hizo una incursión remontando el valle del Ebro hasta llegar a las tierras riojanas del conde García Ordóñez, saqueando todo lo que encontraba a su paso, incluidas iglesias (pues los moros de su ejército, como es logico, no tenían ningún escrúpulo en ello). Arrasó completamente la pequeña villa de Logroño, un asentamiento a orillas del Ebro que había crecido gracias a la afluencia de peregrinos extranjeros a Compostela y al asentamiento de una nutrida colonia de inmigrantes francos (sobre todo artesanos y comerciantes). La villa fue saqueada e incendiada completamente y las tropas moras llegaron hasta Alberite y luego hasta los alrededores de Nájera, cuyas comarcas también saquearon. Los señores de los castillos riojanos se encerraron en ellos y el propio García Ordóñez no se atrevió a presentar batalla a los invasores. Parece ser que se replegó hasta la plaza mejor fortificada de la región, Viguera, a la entrada de la sierra, bien protegida por sus propias defensas naturales, y desde donde se divisaban las nubes de los incendios de la villa logroñesa y de las comarcas cercanas, permaneciendo allí en espera de acontecimientos, pues pidió auxilio militar urgente al rey Alfonso, que se encontraba asediando Valencia.

La estrategia del Cid dió resultado, pues el asedio de Valencia se complicaba (las naves genovesas y pisanas se retrasaron y finalmente se volvieron hacia Barcelona, donde todavía fueron de alguna utilidad a los condes) y los problemas de intendencia del ejército sitiador eran cada vez mayores. Alfonso decidió levantar el asedio y acudió con el grueso de su ejército a la Rioja, en socorro de su amigo y vasallo el conde García Ordóñez. El objetivo estratégico del Cid, apartar de Valencia a Alfonso y a su ejército, se había cumplido, y de momento su protectorado levantino y la capital valenciana se vieron libre del peligro.

El ejército de Alfonso, para acortar el recorrido, debió de penetrar en la Rioja por la sierra camerana y por el valle del Iregua hasta Viguera, pero no llegó a tiempo de cortarle la retirada al Cid y a su ejército, que ya se habían retirado Ebro abajo, saqueando sobre la marcha la población riojana de Alfaro y prosiguiendo su camino a Zaragoza cargados de botín.

Todas las comarcas riojanas ribereñas del Ebro quedaron asoladas, y el núcleo poblacional de Logroño quedó destruido, despoblado y aparentemente irrecuperable para siempre. Pero el conde García Ordóñez y su mujer, la infanta navarra Urraca Garcés, aprovechando la venida del rey Alfonso a la Rioja, le presentaron un borrador elaborado por ellos y su Consejo que contenía el proyecto de un fuero de repoblación realmente excepcional, pues contemplaba la exención prácticamente completa de impuestos a los nuevos repobladores que vinieran desde cualquier procedencia, la absoluta libertad de comercio, la igualdad jurídica, la inviolabilidad de domicilio por las autoridades policiales y judiciales, y una tabla simplificada de multas prefijadas para cada tipo de delito (incluido el homicidio), aspectos todos ellos inéditos en los demás fueros de la época. Alfonso autorizó su aplicación experimental, a ruegos de los condes, a pesar de que no había precedentes de un fuero semejante en ninguno de los reinos cristianos hispánicos.

El "Fuero de Logroño" se aplicó en los tres años siguientes en la propia población logroñesa y en una amplia comarca en torno suyo que abarcaba gran parte de la Rioja central, y atrajo a considerable número de repobladores de procedencia francesa (francos). Los resultados fueron espectaculares, pues en apenas tres años la población de Logroño y toda su comarca se recuperaron completamente contra todo pronóstico. Cuando en 1095 el rey Alfonso volvió de visita a la Rioja pudo comprobar personalmente los progresos alcanzados y sancionó oficialmente este Fuero, seguramente el experimento foral y jurídico más avanzado de toda la Edad Media, copiado después por otros ordenamientos forales alaveses, aragoneses, cantábricos y vascos.

Sólo por ello, por esta original innovación jurídica y foral, resulta completamente desproporcionada, falsa e injusta esa calificación que hizo R. Menéndez Pidal del conde García Ordóñez como "una gran mediocridad". Claro que el ilustre sabio y mitómano cidiano manejaba una imagen del conde completamente distorsionada por la leyenda cidiana y por las propias confusiones historiográficas provocadas por ella.

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Maqueta de la Ermita de San Esteban de Viguera
 

Llegados a este punto de nuestro relato y comentario histórico, y para no vernos obligados a repetir una serie de tópicos y lugares comunes de la leyenda cidiana que han enmarañado de forma casi irreversible los hechos históricos con las imaginaciones literarias acumuladas en los sucesivos siglos posteriores, dejándonos una historiografía muy contaminada de elementos puramente fantasiosos y que seguramente nunca ocurrieron tal cual (por lo menos tal y como los cuentan esa historia y esa leyenda cidianas), creemos necesario ante todo profundizar un poco en la realidad o irrealidad de algunos de esos tópicos que tanto han dificultado y siguen dificultando el conocimiento real e histórico de esos hechos y de esos personajes, en especial dos de esos tópicos principales: la enemistad del rey Alfonso VI con el Cid y la enemistad de éste con el conde García Ordóñez, a sabiendas de que ambas enemistades fueron reales, están documentadas más allá de la leyenda y son por tanto plenamente históricas, aunque luego haya sido la propia leyenda cidiana la que las ha sobredimensionado, pormenorizado y desfigurado bastante. E intentaremos hacer esas aclaraciones e indagaciones históricas desde los puros datos históricos disponibles y desde la propia lógica contextual en el análisis de esos hechos conocidos, aunque echándole también su tanto de imaginación verosímil al asunto cuando no quede otro remedio por el propio agotamiento de esos datos documentados.

Para aclarar esos dos tópicos históricos (por un lado la realidad y verosimilitud de la enemistad del rey Alfonso y su poderoso vasallo Rodrigo Díaz, y por otro lado la de éste con el conde García Ordóñez) hay que profundizar en todo caso en sus verdaderas causas, o por lo menos en las más verosímiles históricamente, y para ello es necesario atender a su vez a dos aspectos fundamentales. El primero es buscar la naturaleza psicológica de las relaciones personales entre el rey y su autónomo vasallo, adentrándonos sin temor en un esbozo verosímil de la psicología personal de ambos personajes, por lo menos hasta donde es posible conocerla y deducirla desde los propios datos históricos y su contexto. El segundo aspecto es conocer y "deslindar" la propia realidad documental e histórica de ese personaje llamado "el conde García Ordóñez", pues hay bastante más que una sospecha histórica y bastantes indicios documentales y contextuales de que tanto la literatura como la propia historia cidiana (por influencia de aquella) han confundido, en una sola persona, al menos a dos personajes distintos con el mismo nombre, y ambos con una importancia muy relevante en la corte del rey Alfonso, hasta el punto de que este conde es, con mucho, y por supuesto después del propio Cid, una de las figuras históricas del siglo XI más desfigurada por las leyendas cidianas y por la historiografía que las ha seguido de manera acrítica durante siglos.

Del Cid histórico, del Rodrigo Díaz real (Rui Díaz en su forma castellana romanceada), sabemos ciertamente bastante poco, si prescindimos completamente de los rasgos literarios que la leyenda y la literatura le han añadido y superpuesto a su figura histórica. Pero hay hechos históricos claros: fue un "señor de la guerra", un poderoso mercenario y jefe de mercenarios que llegó a estar bastante autonomizado en sus acciones guerreras contra cristianos o contra musulmanes, según quien contratara sus servicios y los de su hueste y según sus propios intereses y conveniencias personales; aunque hay una cosa completamente clara (e históricamente cierta también): jamás llegó al enfrentamiento militar directo contra su rey y señor natural, el rey Alfonso.

Ahora bien, hay además una "verdad psicológica" incontestable. Alfonso VI pudo llegar a tener quizá verdadera antipatía personal por su poderoso y autónomo vasallo (progresiva en todo caso), incluso cierta "ojeriza" o "malquerencia" desarrollada e incrementada con el paso del tiempo, y más por la actitud contumaz del propio Rodrigo que por razones puramente personales y subjetivistas del rey. Pero por lo que sabemos del carácter real de Alfonso, que es bastante más histórico que lo que sabemos del carácter de Rodrigo, el rey no era ni podía ser una persona "envidiosa" sensu strictu (como el "niño mimado" que imaginó Menéndez Pidal para explicar psicológicamente esa animadversión supuestamente "unilateral e injustificada" hacia su "leal" vasallo): era lo suficientemente poderoso y ambicioso para no envidiar absolutamente a nadie de entre todos los demás reyes hispánicos, y mucho menos a sus propios vasallos, por poderosos que éstos hubieran llegado a ser. En otras palabras: si hubiese sido en verdad envidioso, del Cid o de cualquier otro, jamás hubiera llegado a ser (es psicológicamente imposible que lo hubiera sido) el poderoso rey hispánico que llegó a ser en sus más de cuarenta años largos de reinado.

Dicho esto, hay que decir también (porque es asimismo un rasgo histórico cierto) que no gustaba que se le llevase la contraria actuando a sus espaldas y en contra de lo que él mismo había decidido, tras mucha reflexión y mucho consejo con sus principales asesores y cortesanos (su hermana mayor Urraca; el conde Pedro Ansúrez; el mozárabe Sisnando Davídiz, antiguo consejero de su padre; el clérigo Raimundo, su ayo o preceptor de juventud; etc). Alfonso, a diferencia de su impetuoso y difunto hermano Sancho, prefería en todo caso, cuando ello era posible, la acción diplomática a la acción guerrera, y obtuvo con ella muchas veces inmejorables resultados y ahorró también miles de vidas musulmanas y cristianas, por retorcida, calculadora, inescrupulosa y sutil que esa diplomacia alfonsí llegara a ser a veces, que lo fue sin duda. Rodrigo Díaz, que era básicamente un guerrero (y de los mejores de su tiempo) era un experto en el arte militar, pero no podía entender las complejas sutilidades de la política de su rey o no tenía suficiente paciencia para sobrellevarlas.

Porque lo cierto es que el Cid histórico casi se comportó, con bastante frecuencia también, como un verdadero "especialista" en desbaratar, entorpecer o poner en apuros inconscientemente esa intrincada pero efectiva política diplomática de su rey, llevándole la contraria con sus hechos inopinados, más que con sus palabras (pues está claro que Alfonso tampoco le pedía consejo). El "fallo" en esta relación señor-vasallo estuvo sin ninguna duda más del lado del vasallo que del señor, que seguramente fue mejor señor (para todos, incluso para el Cid) de lo que la historia legendaria cidiana ha pretendido siempre. No es que Rodrigo Díaz fuera propiamente un "rebelde" contumaz, como otros muchos de su época, tanto cristianos como musulmanes, pero sí un vasallo bastante díscolo y más predispuesto a salirse con la suya y a actuar según su propio y ambicioso criterio personal que a confiar y a obedecer ciegamente a su rey y señor natural y subordinarse enteramente a los calculados y ambiciosos planes políticos, diplomáticos o militares de éste. Que, además de ello, Rodrigo guardara también algún tipo de resentimiento antiguo e inconfesable contra su rey es ya mucho más difícil de verificar. Alfonso, en cualquier caso, no le trató nada mal desde un principio, como tampoco a los demás nobles castellanos que habían servido a su hermano y enemigo Sancho, pues acomodó a muchos de ellos en su corte y, en el caso concreto de Rodrigo, le encomendó al principio misiones importantes (tanto judiciales como militares) e incluso le propició un casamiento relevante, algo que quizá el propio Rodrigo no supo o no quiso valorar en su justa medida.

Y otro rasgo (histórico también) del carácter de ambos. Alfonso no era una persona especialmente cruel, por lo menos más de lo que debía de serlo un rey decidido y enérgico de su época (y él lo era). Rodrigo (el Cid histórico) era mucho más cruel, por lo menos tanto como tenía que serlo un mercenario y un "señor de la guerra" en esa misma época. El único acto de "crueldad" (relativa) del rey Alfonso fue el tener confinado de por vida, en el castillo de Luna, a su hermano menor García, el ex-rey de Galicia, y sólo después de que éste volviera de su exilio sevillano y Alfonso acaso temiese o supiese que conspirara con algunos magnates gallegos para volver a entronizarse como rey en los territorios galaicoportugueses. El peligro para Alfonso era real, y endémico en el reino astúrleonés, que desde siempre sufrió tensiones secesionistas en sus partes territoriales más periféricas occidentales y orientales, tanto por parte de los díscolos condes gallegos como de los no menos inquietos alaveses y condes castellanos, respectivamente. Lo demás, la falta de escrúpulos en las acciones políticas, diplomáticas y bélicas de Alfonso (incluidas las extorsiones tributarias a los reinos musulmanes), formaba parte de su ambiciosa política hegemónica peninsular, desbaratada finalmente por los almorávides. Nada, en fin, que un rey de la época que aspirase a la hegemonía completa en toda la península ibérica podía dejar de hacer.

El Cid Rodrigo Díaz, en cambio, tuvo rasgos de crueldad inequívoca y casi gratuita, por lo menos contemplados desde la perspectiva moral contemporánea, aspectos completamente obviados y pasados por alto por las leyendas cidianas y por la historia castellana "oficial" influida por éstas. Por ejemplo sus actuaciones en Valencia y contra los valencianos antes de su conquista, entre ellas el crudelísimo asedio al que sometió a la capital valenciana, que llevó a sus habitantes, para no morir de hambre, a comer perros, ratas y carroña e incluso a consumir la carne de los muertos (el propio Poema del Cid, a cuyo filocidiano autor llegaron sin duda los ecos de ese espantoso asedio, casi "numantino", se compadece de la población de Valencia), o el trato despiadado que dió después a esos valencianos sometidos o más tarde a los habitantes de la conquistada Murviedro (Sagunto), o por ejemplo la propia tortura y ejecución del jefe de los insurrectos valencianos, el cadí o juez supremo de Valencia Ibn Yehhaf, responsable de la sublevación y del asesinato del rey Alcadir, vasallo y protegido del Cid. Éste le hizo torturar hasta que reveló dónde había escondido los tesoros de Alcadir y luego le hizo ejecutar a las afueras de Valencia, haciéndolo quemar vivo enterrado en la arena de medio cuerpo abajo y cubriendo de leña la otra mitad; cierto que esta forma espeluznante de ejecución, y aun otras más crueles, estaban previstas en las propias costumbres de los musulmanes o de los cristianos para los casos extremos de regicidios; pero el hecho histórico, su crueldad extrema, está ahí y es incontestable, aunque sólo lo mencionen las fuentes musulmanas, no las cristianas, y mucho menos las legendarias y literarias.

Y vamos ahora al segundo punto de estas problemáticas cuestiones cidianas: ¿quién era realmente ese enemigo personal llamado García Ordóñez y de dónde provenía exactamente esa animadversión entre el Cid y él? ¿era mutua realmente? (porque la del Cid hacia Ordóñez desde luego es del todo indudable, como se ve en el ensañamiento con que rapiñó y saqueó los dominios riojanos del conde en 1092). ¿Era envidia por parte del Cid, impensable también en un personaje tan ambicioso como él, o era quizá algún tipo de resentimiento por algo que, en todo caso, no ha quedado en el registro histórico y sólo muy veladamente en el literario y legendario?

Que todo ello se remontase al episodio semihistórico de la batalla del castillo de Cabra (o de Belillos) en 1074 en tierras andaluzas, como quiere la leyenda cidiana (que incluso añadió lo de que el Cid, habiendo cogido prisionero al conde, "le tiró de las barbas", algo considerado un gesto ofensivo contra la virilidad en aquellos tiempos), no parece demasiado verosímil. No era lo habitual ensañarse con los jefes prisioneros vencidos, especialmente si eran también cristianos y pertenecían a algunas de las aristocracias hispánicas, sino tratarles más bien con todo tipo de atenciones y cortesías caballerescas hasta que se lograba obtener un buen rescate por ellos. El propio Cid cogió prisionero en dos ocasiones consecutivas al poderoso conde de Barcelona Berenguer Ramón II, un personaje arrogante y verdaderamente envidioso, históricamente mucho más repelente y detestable que otros de su época (había asesinado a su hermano mellizo para hacerse con todo el poder en su Condado), y que además envidiaba personalmente al Cid; sin embargo el Cid le trató bien durante su cautiverio y finalmente se lo atrajo definitivamente.

Que el "rencoroso" fuera realmente Ordóñez, no el Cid, no compagina del todo con la arrasadora incursión cidiana en las tierras riojanas de aquél en 1092. Tampoco sabemos ciertamente si Ordóñez era uno de los principales calumniadores o mestureros que le indispusieron con el rey a fuerza de contarle o exagerarle negativamente las actuaciones de Rodrigo en los asuntos andaluces de 1074, que como hemos visto no estaban, por lo demás, nada claras, ni el Cid parece que actuase en aquello desinteresadamente y en favor exclusivo de su rey, sino más bien al margen de éste y en interés propio. Quizá sólo se limitaron a contar al rey su versión de los hechos, nada favorable a Rodrigo. Además, la "Historia Roderici" insiste -sin dar nombres- en que esos calumniadores de la corte fueron varios: "muchos, tanto parientes (?) como extraños, movidos por la envidia, le acusaron ante el rey de cosas falsas y fingidas" (¿de qué parientes se trata? ¿quizá del propio Álvar Fáñez, hombre de la máxima confianza de Alfonso, y a quien alguna fuente semihistórica y sobre todo las fuentes literarias hacen sobrino y luego colaborador estrecho del Campeador? ¿estuvo realmente Álvar Fáñez en el séquito del desterrado Cid en los primeros tiempos, y, si lo estuvo, fue como confidente y espía del propio rey Alfonso?). No lo sabemos con certeza. Pero todo parece posible en esa agitada época y en todos los enrarecidos ambientes cortesanos de todas las épocas.

Lo único cierto es que el Cid, aunque no desobedeció directamente al rey ni mucho menos llegó a enfrentarse militarmente con él, le llevó la contraria y actuó a sus espaldas en varias ocasiones consecutivas: en lo del asunto del castillo de Cabra-Belillos, en su oportuna "enfermedad" para no acompañar al rey en su campaña contra la población de Coria en el Reino de Badajoz, en actuar por su cuenta en una acción de rapiña en el reino toledano tributario de Alfonso, en su falta de entendimiento con el rey a la hora de conjuntar ambos ejércitos en la campaña de Aledo (intencionado o casual, lo cierto es que el rey creyó más bien lo primero), y por supuesto en las posteriores actuaciones cidianas en el Levante, en las que actuó ya completamente al margen del rey y suplantando a éste en el cobro de tributos y vasallajes con los reyezuelos musulmanes levantinos. Por muchísimo menos que eso un rey, cualquier rey de la época, estaba suficientemente justificado para desterrar no ya a vasallos especialmente rebeldes sino incluso a los más díscolos y reticentes (Rodrigo Díaz no fue de hecho el único vasallo desterrado por Alfonso en su largo reinado, y hubo tentativas de rebelión mucho más peligrosas, como la de cierto conde gallego que supuestamente planeaba independizarse con ayuda de un desembarco de los normandos, e incluso las de algunos altos prelados eclesiásticos gallegos en abierta rebeldía). Pero volvamos a García Ordóñez.

Hasta ahora el conde García Ordóñez que hemos mencionado es un mismo y único personaje, el mismo que detentó la soberanía de la región riojana por encargo del propio rey Alfonso tras la anexión castellana de la parte meridional del territorio navarro al sur del Ebro en 1076. Pero la historia documental y la propia leyenda cidiana le presentan en otras circunstancias que resultan poco compatibles con el García Ordóñez riojano, por ejemplo la de haber sido el ayo o tutor (nutritor, se denominaba en la corte leonesa, y aitán en la corte navarra) del único hijo varón de Alfonso, muerto junto a su regio pupilo en la batalla de Uclés contra los almorávides en 1108. Sin embargo, es muy poco probable que un conde que estaba al frente de un territorio de frontera recientemente anexionado a Castilla tuviera tiempo para ocuparse de la elaborada educación de un príncipe fuera de su condado y tampoco para desempeñar lejanas misiones diplomáticas o militares fuera de él a partir de 1076 (fecha de la ocupación y anexión de la Rioja navarra y seguramente la de su nombramiento como gobernador del territorio).

Por algunos documentos y diplomas de la época (no todos auténticos, como suele ocurrir a menudo en la diplomática medieval, en la que la falsificación de documentos notariales en los monasterios, especialmente los relativos a donaciones a dichos monasterios, estaba a la orden del día) sabemos de un García Ordóñez que aparece en el séquito de Alfonso VI confirmando algunas actuaciones regias o particulares, a veces junto al propio Rodrigo Díaz, y sabemos por ejemplo que un García Ordóñez desempeñaba el cargo de armiger o portaestandarte real de Alfonso VI hacia 1074 y que otro conde del mismo nombre fue testigo y fiador de la carta de arras que en esa fecha hizo Rodrigo Díaz a su esposa Jimena Díaz, dotándola (a fuero godogermánico) de casi una treintena de propiedades patrimoniales que tenía dispersas en varias villas y tierras de las comarcas burgalesas. En ese mismo año se produjo también, según sabemos por datos históricos más contrastados, el enfrentamiento en tierras andaluzas entre el Cid y un García Ordóñez que aparece acompañado de varios magnates navarros. ¿Se trata de la misma persona en todos estos casos?

La historiografía y la leyenda cidiana presuponen que sí, que se trata de la misma persona. Algunos afinan más, y suponen que el conde era un infanzón castellano, de la misma categoría que el Cid pero que, por razones que en último término se desconocen, alcanzó en poco tiempo una posición preeminente en la corte del rey Alfonso y llegó a ser uno de sus hombres de mayor confianza. Modernamente este origen netamente castellano se ha puesto en duda y se le han buscado antecedentes genealógicos que entroncan a ese García Ordóñez con la alta aristocracia leonesa (también se ha intentado recientemente un entroncamiento similar con el propio Rodrigo Díaz, al que se le ha supuesto descendiente de esa misma alta aristocracia castellanoleonesa e incluso de la propia dinastía real asturiana originaria: desde luego, como se ve por los bienes que dona como dote a su mujer en la carta de arras, no era ningún "pelagatos", y tampoco ningún "simple infanzón" de la baja nobleza castellana, como gustaba imaginarlo la leyenda literaria castellana y la mitohistoria pidaliana). Pero desde luego en el caso de García Ordóñez, tanto la literatura, como la historiografía y como los propios genealogistas, se han quedado quizá demasiado cortos.

Los "genealogistas", en efecto, han rizado el rizo en estas cuestiones y han buscado y encontrado la supuesta genealogía de ascendientes y descendientes de ese García Ordóñez de los diplomas, en base exclusivamente a un manejo arbitrario de los patronímicos, heredados siempre de padre a hijo en ese siglo XI (si el hijo se apellidaba "Ordóñez" es porque el padre se llamaba "Ordoño"; si se apellidaba "Díaz" es que su padre se llamaba indefectiblemente "Diego", y así sucesivamente). Bien, esto es válido en líneas generales, pero también muy frágil para trazar genealogías e identificaciones indubitables, en las que hay que tener en cuenta otros muchos datos y contextos, no siempre (o casi nunca) demasiado explicitados en esos diplomas. Por lo demás, es un hecho que la alta aristocracia condal castellana tenía indudablemente estrechos parentescos leoneses, aunque la mayoría de los infanzones castellanos tuviera unos orígenes mucho más modestos (pero en buena parte hispanogóticos también, como los de la propia clase dirigente leonesa). Otro ejemplo: esos genealogistas obvian demasiado otro hecho, muy frecuente en esa época y en todas las épocas, especialmente entre la aristocracia, cual era la existencia de hijos naturales, de hijos bastardos.

El nombre (García) y el patronímico (Ordóñez = "hijo de Ordoño") son además bastante frecuentes en la onomástica del siglo XI, tanto leonesa y castellana como navarra. De hecho ambos nombres son de origen navarro y se generalizaron después en otras regiones hispánicas. "García" es un nombre vascónico (lo que no significa precisamente que quien lo llevaba tuviera tal origen: en Navarra lo llevaron los reyes de la segunda dinastía pamplonesa y asimismo diversos magnates de la aristocracia navarra, que desde luego no eran "vascos" sino hispanogodos de origen, aunque la población navarra fuera en gran parte vascónica de habla vascónica y muchos nombres y términos de esa lengua se infiltraran también en la propia corte pamplonesa, de habla latinorromance). El nombre de "Fortún" (Fortunius) es de origen latino y también procede originariamente de la región navarrorriojana (tal era el nombre, por ejemplo, del antecesor de la poderosa familia muladí de los Banu Qasi, de origen visigodo y conversa al Islam, que dominó en la región riojana y en gran parte del valle del Ebro hasta los comienzos del siglo X y que había entroncado matrimonialmente también con la primera dinastía pamplonesa). El nombre de "Fortunius" se extendió luego, por matrimonios, a la aristocracia castellana y leonesa, e incluso a la realeza, en la forma romanceada de "Ordoño". Pero la forma latina originaria del nombre es "Fortunius" y las formas genuinamente navarras del nombre y del patronímico son "Fortún" (= Ordoño) y "Fortuniones" (="Ordóñez").

Pues bien, el caso es que en los diplomas del rey navarro asesinado luego en Peñalén, Sancho IV, aparecen varios "Garcia Fortuniones" en el séquito de ese monarca, firmando como testigos en esos documentos y desempeñando cargos palatinos generalmente reservados a los parientes más cercanos del rey. Y así, en un diploma de 1068 tenemos un "senior Garcia Fortuniones tallator (=tasador, contador del rey)"; en otro documento de 1073 aparecen juntos dos más, uno que es maiordomus (del rey) y otro que es stabularius (=aposentador del rey, posadero real); y en sendos documentos de 1074 y de enero de 1076 aparece otro García Fortuniones (desde luego el mismo en ambos casos) como señor o tenente del castillo de Punicastro (sobre la sierra de Codes, en la parte suroccidental de la región navarra). ¿Pudo ser este aristócrata navarro, este García Fortuniones, que era posiblemente pariente del rey pamplonés a juzgar por sus importantes cargos en la corte navarra, el mismo García Ordóñez que aparece al servicio del rey castellanoleonés Alfonso VI en fecha tan temprana como el año 1074? Desde luego pudo serlo, pues sabemos que la aristocracia navarra estaba "liberada" por su propio rey para ejercer servicios mercenarios en otros reinos, tanto musulmanes como cristianos, con tal de que no tomasen armas contra el rey de Pamplona, especialmente los aristócratas jóvenes que buscaban renombre y fortuna personal en el ejercicio de las armas. Aparte de que era relativamente fácil pasar de ser un embajador, un diplomático, un conciliador entre dos reyes distintos, a ser un "espía" o un "mercenario" de cualquiera de ellos. También las lealtades, en esa época y en todas las épocas, se compraban y vendían discrecionalmente. En el caso de nuestro G. ordóñez, las fechas desde luego no son incompatibles, pues desde 1074 ya habría dejado los cargos en la corte navarra y pudo ejercer labores militares "extraoficiales" para el rey Alfonso, incluso sin dejar de ser el señor del castillo navarro de Punicastro.

Por otro lado, el García Ordóñez que consta en los datos históricos en relación directa con el Cid, y siempre como enemigo, es el de la batalla de Cabra o Belillos (1074) y el conde o gobernador de la Rioja desde la anexión castellana en 1076 (cuyo condado invadió el Cid con su mesnada y con tropas moras zaragozanas en 1092, como ya se ha dicho). En cuanto al cargo de "conde", lo cierto es que en la corte de Alfonso VI no tenía el carácter de título nobiliario que adquirió después, sino más bien el de "gobernador general y especial" de un extenso territorio o de ciudades importantes (de hecho hay pocos "condes" en la corte alfonsí: uno de los más sobresalientes es el conde leonés Pedro Ansúrez y otro el conde García Ordóñez, ya fuera según los casos el riojanonavarro o ya fuera el castellano).

Afinando más los datos genealógicos, podemos suponer a ese García Fortuniones como hijo de un Fortún Sánchez que fue gobernador de Nájera durante el reinado de García Sánchez III y ayo o "aitán" del joven príncipe Sancho (el futuro Sancho IV el de Peñalén), y que murió en 1055 en la batalla de Atapuerca contra los castellanos de Fernando I (el padre de Alfonso) protegiendo a su pupilo; ese Fortún Sánchez era a su vez hijo de Sancho Ramírez, hijo del rey de Viguera Ramiro I (en el año 975 el rey navarro García Sánchez I dejó la parte septentrional del reino navarro a su hijo Sáncho Garcés II y la parte meridional al sur del Ebro, la Rioja, a su otro hijo, Ramiro, también con el título de "rey", pero subordinado a su hermano, un reino militarizado con capital militar en Viguera y administrativa en Nájera y constituido para hacer frente a las ofensivas del caudillo árabe Almanzor; su hijo Sancho Ramírez heredó el título real, pero al parecer sólo de forma nominal, pues el "reino riojano" fue reintegrado a la monarquía-matriz pamplonesa con el rey Sancho Garcés III, aunque sus descendientes recibieron el tratamiento protocolario de "prínceps" y desempeñaron importantes cargos en la corte navarra, reservados de ordinario a los parientes cercanos del monarca).

Por tanto, este aristócrata navarro llamado García Fortuniones o Fortuñónez (=Ordóñez) era biznieto del rey riojano Ramiro I y por consiguiente un "prínceps de sangre real", representante y heredero de la antigua monarquía semiautónoma riojana. Lo cual está mucho más en consonancia con su matrimonio con una infanta navarra, hermana del asesinado Sancho IV, con la que sabemos que se casó nuestro García Ordóñez. En aquella época, en efecto, era prácticamente inviable que un simple infanzón de la baja nobleza (como algunos han supuesto que era ese García Ordóñez y el propio Rodrigo Díaz) entroncara matrimonialmente con una princesa real, hermana de un rey e hija, nieta, biznieta y tataranieta de reyes. No era lo habitual, aunque sí a la inversa, pues una mujer aristócrata disminuía su linaje si matrimoniaba con alguien de linaje o categoría nobiliaria inferior, y lo transmitía disminuído a sus hijos y descendientes. La única excepción a esa regla era cuando el infanzón, por grandes méritos militares propios, alcanzaba una categoría, riqueza o prestigio suficientes, como le ocurrió con el tiempo al propio Cid, que ya pudo casar perfectamente a sus hijas con miembros de la realeza navarra y de la familia condal catalana (por eso se ha puesto en duda también que su mujer, Jimena Díaz, fuera realmente "sobrina" o "prima" o "sobrina-nieta" del rey Alfonso, sino más bien alguna "dama de honor" de la reina, aunque fuera hija de algún antiguo y poco conocido "conde de Oviedo" más o menos remotamente emparentado con la dinastía asturiana originaria).

Pero los hechos (históricos) son los que son: nuestro García Ordóñez se casó con una infanta real navarra (de la que en realidad era primo en 9º grado), y ella a su vez era prima carnal del rey Alfonso, que seguramente fue el principal inspirador o patrocinador de ese matrimonio. Sólo así se explica que los magnates de la alta aristocracia riojana no pusieran inconveniente a ser gobernados por alguien de sangre real y de mayor linaje que ellos mismos, e incluso se entiende mejor el título de "regnante in Naiera et Calahorra" que se da al propio conde García Ordóñez en algunos documentos riojanos de la época.

Por tanto hemos de suponer que hubo al menos "dos García Ordóñez" ligados a la corte de Alfonso VI. Uno es este aristócrata navarrorriojano, que se enfrentó al Cid en 1074 en esa "batalla de Cabra" y que luego estuvo al frente de la gobernación de la Rioja durante más de un cuarto de siglo (sufriendo sus tierras una devastadora incursión cidiana en 1092). El otro es un importante personaje de la corte alfonsí, quizá "conde" también, que debió de desempeñar diversas misiones diplomáticas para su rey, Alfonso VI, y que fue también el "ayo" o preceptor del único hijo varón de éste y murió junto a su joven pupilo en la batalla de Uclés contra los almorávides en 1108; éste es probablemente también el García Ordóñez a quien algún historiador musulmán llama "el Boquituerto" o "Bocatorcida", lo que por lo menos sugiere un apodo derivado de su trato frecuente (diplomático) con los musulmanes, algo para lo que no tuvo demasiadas oportunidades el G. Ordóñez riojano, por lo menos desde 1076 en adelante (y antes era demasiado joven para tales misiones, encomendadas generalmente a personas de cierta edad y prestigio personal); sobre el significado del apodo sólo se pueden hacer conjeturas, pues no sabemos exactamente si se refería a algún defecto físico o más bien a algún defecto "moral" (en el sentido de "malediciente" o "embustero", algo bastante más propio en todo caso de "diplomáticos" que de militares). En cuanto al otro apodo con que se designa a García Ordóñez en la leyenda cidiana, "el Crespo de Grañón", se sabe que el pelo o barba encrespados o ensortijados era en esa época medieval un rasgo puramente literario para caracterizar a personajes negativos, pero tampoco sabemos si responde a caracteres físicos reales (la alusión toponímica a la plaza fronteriza castellano-riojana de Grañón, en la Rioja más occidental, tanto pudiera aludir a un G. Ordóñez castellano como a uno riojano).

Sobre estos datos, y otros de otros diplomas más extrapolados y menos fehacientes, mixtificados con los de la propia historia y la leyenda cidianas, los genalogistas modernos han trazado a su propio "conde García Ordóñez", al que atribuyen un supuesto padre llamado Ordoño Ordóñez (que figura en la referida "carta de arras" de Rodrigo Díaz a su esposa) y unos ascendientes castellanoleoneses más o menos arbitrarios y completamente inverificables, lo que no obsta para que tales datos apócrifos se repitan profusamente en wikipedias, biografías y estudios "históricos" de diverso género, incluso inventándole al conde un segundo matrimonio posterior tras el fallecimiento de su primera mujer, la infanta navarra, y -por supuesto- con los consiguientes hijos y descendientes, para enlazarlos con determinadas familias modernas deseosas de ennoblecer su pedigrí genealógico. El único dato cierto que tenemos sobre la descendencia de esa pareja histórica, el conde García Ordóñez y la condesa Urraca Garcés, es la existencia histórica también (no meramente "genealógica") de al menos una hija de ambos, llamada Mayor (al igual que una de sus tías maternas y una de sus bisabuelas), que a su vez tuvo un hijo y una hija. Todo lo demás son puras especulaciones y elucubraciones de genealogistas metidos y entrometidos a historiadores.

Pero volvamos a lo que nos interesa: el origen de esa enemistad (asimismo histórica) entre el conde García Ordóñez (el riojano en todo caso) y el Cid Rodrigo Díaz. La causa tuvo que ser, como decimos, algo mucho más personal que lo que se trasluce en la historia y en la leyenda cidianas, algo que -por supuesto- nos es completamente desconocido y sobre lo que sólo podemos especular un poco, sabiendo en todo caso que el origen de esa animadversión se remontaría por lo menos a 1074 y que muy probablemente no se originó tan sólo en el episodio de la batalla de Cabra o Belillos.

Sin duda fue algo mucho más íntimo y personal, quizá algo tan íntimo (comparativamente hablando) como las complejas relaciones de amor-odio entre el rey sevillano Almutamid y su visir y amigo de juventud y de la infancia -y luego su traicionero visir- Ibn Ammar, con trágicas consecuencias para el segundo (en este caso concreto se presupone que hubo incluso relaciones homoeróticas entre ambos, cuando Almutamid era todavía el príncipe heredero, pues su padre, Almutadid ibn Abbas, desterró a Ibn Ammar de por vida, y éste sólo pudo volver a Sevilla cuando aquél murió y su amigo el príncipe se convirtió en rey, el más poderoso de los reyes taifas meridionales); después, pasó lo que pasó (es también historia); pero si algo positivo ha quedado de ellos para la posterioridad, es que ambos, el rey y su visir, fueron dos de los principales y más afamados poetas de su tiempo.

No fueron así, desde luego, las relaciones entre el Cid y G. Ordóñez, pero es indudable que hubo en ellas algo de resentimiento irreversible, más por parte del Cid que del propio Ordóñez (aunque la leyenda cidiana pretenda lo contrario), y sabemos por la Psicología que esas intimidades, resentimientos y rencores casi siempre tienen que ver básicamente con lo afectivo y con lo pasional, pues son sentimientos por sí mismos bastante irracionales. Y en este caso es inevitable pensar que el sujeto-objeto de esas intimidades y rencores tuvo que ser una tercera persona, de sexo femenino, cuyo afecto quizá se diputaron en su juventud tanto Rodrigo como el propio García Ordóñez.

Por supuesto que con tales conjeturas entramos ya más bien en los resbaladizos terrenos de las suposiciones pseudohistóricas y de los imaginativos e interesantes derroteros de la "novela histórica", no de la historia. Pero creemos que vale la pena articular una explicación, por imaginativa y fantasiosa que sea, con tal de que ésta sea capaz de aclararnos algunos datos históricos ciertos y comprobados y sobre todo de llegar (o al menos de acercarnos) hasta la causa probable de ese resentimiento y de esa enemistad irreversible entre ambos, también plenamente histórica.

Sabemos que Rodrigo Díaz se casó hacia 1074, o quizá pocos años después (hacia 1076), pero seguramente su compromiso matrimonial fue concertado en ese año de 1074 y fue dispuesto por el propio rey Alfonso, aunque no sabemos el grado exacto de complacencia del propio Rodrigo con ese proyecto matrimonial. Algunas leyendas cidianas posteriores insisten demasiado en la enemistad radical inicial entre ambos cónyuges, por supuestas y ficticias venganzas familiares que les afectaban (el Rodrigo mozo habría dado muerte en duelo al padre de Jimena), y otras aluden a las dilaciones que fue dando el joven Rodrigo para formalizar ese matrimonio; y alguna fuente musulmana -por supuesto tendenciosa- califica a doña Jimena como "yegua macilenta" (siglos después, aquellos que tuvieron ocasión de contemplar sus huesos en su sepulcro coincidieron en que debíó de ser una mujer extraordinariamente alta para su época, aunque no falten maledicencias de que algunos de esos largos huesos fuesen más bien los del famoso caballo del Cid revueltos con los de ella desde hacía siglos). Pero el hecho de que quizá no fuera una mujer especialmente hermosa hace incluso hasta más verosímil que se tratase de una dama de rico linaje que en principio pudiera parecer que iba para "solterona" pero a la que su pariente lejano, el rey Alfonso, concertó un matrimonio con un prometedor caballero de su séquito. Algunos historiadores contemporáneos afinan mucho más al considerar que Rodrigo dió lo que se dice "un buen braguetazo", pues así eran -de conveniencia- la mayoría de los matrimonios regios y aristocráticos en esa época y en otras muchas (el amor, cuando venía, venía después, si es que venía, y generalmente sí, a fuerza de convivencia de afectos y de intereses familiares, patrimoniales y filiales comunes).

Bien, la cuestión (hipotética) sería: ¿estuvo apasionadamente enamorado Rodrigo Díaz antes y después de su matrimonio (y no desde luego de su propia esposa, que no era lo habitual)? Y si fue así, ¿de quién pudo estarlo (dando por hecho que tuvo que ser una mujer relacionada con él en algún momento de su vida, y por supuesto con García Ordóñez también, y que figure asimismo perfectamente nominada y caracterizada en el registro histórico)?

En este punto es inevitable pensar en la propia esposa de García Ordóñez, la infanta navarra Urraca Garcés, hermana del asesinado monarca navarro Sancho IV "el de Peñalén". Era hija del rey García III (que trasladó la capital navarra y la corte pamplonesa a Nájera), y tenía tres hermanas (Ermesinda, Jimena y Mayor) y cuatro hermanos: el asesinado rey Sancho, el infante Fernando, el infante Ramón (el fratricida) y el infante Ramiro, muerto en la desastrosa traición del castillo zaragozano de Rueda en enero de 1083, cuando mandaba por encargo de Alfonso VI el contingente que penetró en el castillo, pues esa fortaleza musulmana zaragozana se había sublevado aparentemente en favor de Alfonso, pero cuando éste acudió con su séquito a tomar posesión de ella y entraron algunos caballeros, se cerraron las puertas tras ellos y fueron recibidos en el patio del castillo arrojándoles peñascos desde las almenas, y varios caballeros murieron, entre ellos el infante navarro, mientras que el propio rey Alfonso, que había quedado esperando fuera del castillo por prudente recomendación de los suyos, se libró por los pelos. Pero tenía también otros medio-hermanos o hermanastros, hijos naturales de su padre el rey García, que al parecer no se distinguió precisamente por sus fidelidades conyugales hacia su esposa legítima, la reina Estefanía de Foix o de Barcelona.

Aparte de estas tragedias familiares, es poco lo que sabemos de esta princesa navarra, salvo que fue bastante más que una "mujer-florero" para su esposo, pues figura en el preámbulo del Fuero de Logroño como verdadera inspiradora, junto con su marido, de la iniciativa de hacer un Fuero de franquicia verdaderamente excepcional para la época, un fuero que -a la vista de sus resultados inmediatos- impresionó incluso al propio rey castellanoleonés, poco dado a entusiasmarse e impresionarse con estas cosas . Ella era, como ya hemos dicho, prima en 9º grado de su marido y prima-carnal del propio Alfonso VI, con abuelos y antepasados comunes, y en varios diplomas y documentos es llamada no simplemente "condesa", sino "condesísima" (comitissima), algo así como "Gran Condesa" (también lo era una de sus abuelas maternas, la Gran Condesa de Barcelona). En fin, una mujer desenvuelta y sin duda excepcional y muy interesante para su época y para todas las épocas, aunque la leyenda cidiana ha ocultado también su papel y su figura detrás de la del denostado conde, su marido.

Urraca estaba muy unida a su difunto hermano, el rey Sancho, asesinado en Peñalén, y ella se hizo cargo de la tutela de los dos hijos pequeños de éste, pues la madre, la reina Placencia, parece que regresó a su tierra normanda tras el asesinato del rey, y en todo caso se desentendió de sus presuntos hijos, niño y niña, repudiados por la aristocracia navarra para suceder a su padre directamente en el caso del hijo varón (o, en el caso de la niña, por matrimonio con otro rey o príncipe de linaje regio). También pudo ser ella, en vida de su hermano, su principal consejera en los asuntos políticos internos del reino navarro, pues la política interna de este rey, según se desprende de los diplomas de intercambios y de redistribución de propiedades regias y monásticas y de la restricción de privilegios aristocráticos que luego fueron restituidos por los fueros posteriores a su muerte, fue bastante excepcional en su época, así como su "pacifismo" en asuntos exteriores del reino, aspectos que no gustaron nada a los barones navarros y que sin duda propiciaron el ambiente de malestar y descontento que llevó a la conspiración y a su asesinato.

La cuestión aquí es: ¿dónde y cuándo pudo conocer el joven Rodrigo Díaz a la princesa navarra, hasta el punto de enamorarse de ella apasionadamente y acaso verse correspondido por ésta? Lo de menos es la diferencia de linaje en estos casos, pues aunque las convenciones sociales lo vedaran, y ello significase la definitiva exclusión social en la sociedad de la época, es posible que ambos jóvenes -con la locura y la certeza transitoria que provoca siempre el fenómeno amoroso pasional- estuvieran dispuestos a fugarse y a vivir al margen de todos en otro reino extranjero, repudiados socialmente pero juntos y felices, o al menos quizá el propio Rodrigo llegó a creer eso, y su decepción final pudo ser la causa de ese profundo resentimiento que ya no le abandonó el resto de su vida, aunque desviado sobre todo sobre el marido de aquella (el conde García Ordóñez). Aunque también es posible que, desde el principio, la propia infanta desengañase a Rodrigo de sus aspiraciones para con ella, o que los trágicos acontecimientos familiares que ella vivió después la hiciesen recapacitar al respecto. Y es incluso más posible aun que se produjera un hecho irreversible que truncó de modo definitivo esa relación: la muerte a manos del Cid de alguien especialmente querido por la infanta navarra (un hecho conservado por la literatura pero totalmente tergiversado al atribuirlo a las relaciones entre el Cid y doña Jimena, con la muerte del padre de ésta a manos de Rodrigo, que vengaba así un agravio de aquél hacia el anciano padre del Cid). Y el caso es que hay una noticia semihistórica y semilegendaria que habla de que Rodrigo venció en combate singular (y quizá mató) a un caballero navarro llamado Jimeno Garcés, al parecer en uno de esos duelos personales con que se dirimieron a veces las disputas territoriales fronterizas entre castellanos y navarros. Que ese desconocido Jimeno Garcés fuera uno de esos hijos naturales del rey García, y acaso el hermanastro favorito de la infanta navarra, es desde luego una posibilidad explicativa nada desdeñable (aunque evidentemente no podamos hacer de todo ello una "novela" histórico-romántica).

Pero en todo caso ese desengaño amoroso pudo ser también la motivación psicológica que más impulsó las primeras hazañas del Cid y luego su propia y extraordinaria aventura militar hasta conseguir su propio "reino", el de Valencia. Las motivaciones profundas de los hombres, una vez más, son siempre insondables, y no siempre conscientes para sus propios protagonistas.

Hay un periodo de varios años (por lo menos entre 1063 y 1067) en que Rodrigo pudo conocer y tratar personalmente a la princesa navarra por primera vez. Las fechas más probables de ese primer encuentro seguramente coincidirían con las de la juventud de Rodrigo, cuando éste tenía unos veinte años o pocos más (damos por hecho la hipótesis más aceptada de que nació hacia 1043).

Es probable que fuera en 1063. Rodrigo ya debía de estar incorporado al séquito personal del infante don Sancho (el futuro Sancho II, hermano de Alfonso y asesinado más tarde ante los muros de Zamora), y en ese año se produjo la expedición castellana comandada por el infante en apoyo del rey zaragozano Almuqtadir, que pagaba protección a los castellanos y que se vió inopinadamente atacado por los aragoneses del rey Ramiro I, que murió en la consiguiente batalla de Graus (también, según parece, asesinado a traición en su campamento). Pero en el regreso a León de ese contingente castellano es poco probable que pasaran por la Rioja y por su capital, Nájera, que había reemplazado ya a la vieja Pamplona como sede regia de los reyes pamploneses, pues las relaciones con los navarros no eran precisamente cordiales (aunque el infante castellano era primo carnal del rey navarro) y nunca se hubiera dejado pasar sin más por esas tierras riojanonavarras a un ejército castellano para acortar el camino hacia Burgos y León y no dar un largo rodeo por las tierras castellanas de Garray y Gormaz, aunque la cosa bien pudo hacerse dejando como rehenes en la corte navarra a personas especialmente relevantes en el séquito de Sancho (¿Rodrigo y el propio Sancho entre ellos?) para garantizar que los soldados castellanos pasarían sin causar daños ni rapiñas y sin intenciones hostiles. Tampoco se puede descartar el envío de alguna embajada a Nájera para cumplimentar al rey navarro, aunque entretanto el grueso del ejército castellano continuase su camino por tierras propiamente castellanas.

El año de 1064 fue ya un año demasiado agitado (asedio y conquista de Coimbra, preparativos secretos para el asedio de Valencia...) para que pudieran hacerse visitas de cumplimiento, aunque tampoco son descartables embajadas castellanas a la corte navarra para asegurar la neutralidad de los navarros en esas iniciativas bélicas antimusulmanas de los castellanoleoneses. Y el año 1065 estuvo ocupado por el asedio de Valencia y por la enfermedad y muerte del rey Fernando a finales de ese mismo año.

Son también probables como fechas de ese primer encuentro entre Rodrigo Díaz y la infanta navarra los años siguientes a la muerte del rey castellanoleonés Fernando I, sobre todo a partir de 1066, en que Sancho II, que era ya rey de Castilla, emprendió contra su primo, el homónimo rey navarro Sancho, diversas hostilidades y escaramuzas fronterizas, en las que el navarro se vió apoyado y protegido por otro Sancho (Sancho Ramírez, el rey aragonés, primo carnal de ambos). Por esas fechas seguramente hay que situar también ese combate singular recogido por la historia semilegendaria cidiana entre el tal Jimeno Garcés, armiger del rey navarro, y el propio Rodrigo Díaz, que lo sería del rey castellano, quizá en una especie de duelo o "juicio de Dios" que decidiría la posesión de la plaza riojana fronteriza de Pazuengos (según esas fuentes el combate fue ganado por Rodrigo). Las hostilidades se intensificaron al final del verano de 1067, y los navarros tuvieron que aceptar finalmente algunas pérdidas territoriales fronterizas en favor de los castellanos. En ese mismo verano el ejército castellano había vuelto a hacer acto de presencia ante las murallas de Zaragoza, esta vez para recordarle a su reticente rey Almuqtadir que debía seguir pagándoles las parias. En todas esas fechas hubo ocasiones sobradas para embajadas y para que Rodrigo y la infanta Urraca se conocieran y trataran, quizá no sólo en Nájera, sino también, más reservadamente, en los propios dominios patrimoniales de ella en Alberite y en las cercanías de Viguera. Los años siguientes, de 1068 a 1072, en cambio, estuvieron ya muy ocupados por sucesos de gran trascendencia que tuvieron más que preocupados a todos los castellanos y leoneses.

Se trata desde luego de elucubraciones, pero son también posibilidades para un primer encuentro entre ambos que todo hace suponer que se produjo, aunque no sabemos su alcance y sólo podemos imaginar sus posteriores consecuencias unos cuantos años después.

La primera decepción, el primer gran "chasco" sentimental de Rodrigo, pudo ser que el rey Alfonso le preparase en 1074, contra su propia voluntad, ese matrimonio de conveniencia con Jimena Díaz; pero el principal y más definitivo fue quizá el enterarse de que ese mismo rey había apoyado el matrimonio de Ordóñez y de la princesa navarra, y quizá más aun el hecho de saber que ella misma había accedido a ese matrimonio o que éste ya se había consumado. ¿Cuándo se enteró Rodrigo de ello? ¿en 1074 o en 1076? ¿lo sabía ya cuando hizo prisionero a G. Ordóñez en la batalla de Cabra? ¿o fue más bien con ocasión de la expedición castellana que ocupó la Rioja en 1076 (a la que Rodrigo, casi con toda seguridad, asistió)? No lo sabemos. Y no sabemos tampoco si el matrimonio fue iniciativa de Ordóñez, con el visto bueno de Alfonso VI, precisamente para desquitarse de su humillante derrota en tierras andaluzas a manos del Cid, sabedor en todo caso de los sentimientos de Rodrigo hacia la infanta navarra, y si todas esas maledicencias contra Rodrigo que la leyenda cidiana le atribuye tuvieron de hecho bastante de verdad, lo que en todo caso volvió mucho más irreversible y más justificado ese resentimiento de Rodrigo contra el conde. Quizá también esa supuesta "enfermedad" de Rodrigo en el año 1079, con la que se excusó de acompañar al rey a una de sus campañas en tierras musulmanas, fue debida asimismo a cierto resentimiento contra el monarca, o quizá fue simplemente consecuencia de su "mal de amores" y de su desengaño reciente.

En fin, hasta aquí nuestro excurso y nuestras divagaciones de "novela histórica". Volvamos ahora a la historia real y documentada, a la del Campeador en tierras levantinas a partir de 1092, ya en la recta final de su dilatada vida militar y mercenaria, y que fue también la etapa más exitosa y productiva de su carrera, pero también la última y seguramente no la más grata después de todo.

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Mientras el Cid estaba ya de regreso en Zaragoza de su devastadora incursión por las tierras riojanas del Conde, recibe la noticia de que una revolución pro-almorávide en Valencia había destronado y asesinado al rey Alcadir, su "títere" y protegido. El Cid regresa al levante desde Zaragoza hacia noviembre de 1092 y ocupa una serie de castillos para garantizar sus líneas de aprovisionamiento en el asedio de Valencia, que comienza en julio de 1093. Para entonces, las relaciones con el rey Alfonso habían mejorado bastante, por conveniencias e intereses mutuos y por necesidad de coordinar sus esfuerzos bélicos contra los almorávides. Tras un durísimo asedio, en que una parte de la población valenciana murió de hambre, la ciudad se le rinde en 1094, y el Cid entra en Valencia.

En octubre de ese año, el Cid rechaza a un ejército almorávide que había acudido a sitiar la capital valenciana (batalla de Cuarte), el primer triunfo de un ejército cristiano contra los hasta ahora invencibles invasores saharianos. El Cid pasó de nuevo a la ofensiva y conquistó una serie de fortalezas y plazas del reino valenciano que todavía no se le habían sometido, entre ellas Murviedro (Sagunto).

El año 1097 trajo también una nueva victoria del Cid, ayudado por tropas aragonesas del rey Pedro I, sobre los almorávides, en Bairén, cerca de Denia. Pero en agosto de 1097, en Consuegra, muere su hijo Diego, combatiendo en el ejército de Alfonso contra los magrebíes.

El Cid sobrevivirá apenas dos años más, pues muere inopinadamente en Valencia en el verano de !099. Su viuda, Jimena Díaz, aun mantendría el dominio de la ciudad, apoyado por el rey Alfonso, hasta el asedio almorávide de agosto de 1101, y se produce la evacuación en 1102, por recomendación de Alfonso, tras sacar todas sus riquezas y bienes e incendiar el Alcázar y otros edificios principales, y la ciudad es ocupada poco después por los almorávides.

Todavía habría una nueva derrota cristiana ante los almorávides en Uclés (1108), donde murió el único hijo varón y heredero del rey Alfonso. El propio rey fallecería un año después (1109). Terminaba una época y terminaba un siglo. En las décadas siguientes los cristianos (los aragoneses principalmente) recuperan la iniciativa bélica frente a los almorávides (conquistando Huesca y recuperando más tarde la propia Zaragoza, que había caído en manos de los magrebíes en 1110).

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El siglo XI termina fácticamente con la muerte del rey Alfonso VI en 1109 , dejando en el reino castellanoleonés un conflicto sucesorio que tardaría varios años en resolverse, pues no dejaba ningún hijo varón que le sobreviviera y heredara el trono, sino una hija, Urraca Alfónsez. En un principio se concertó su matrimonio con el rey navarroaragonés Alfonso I, llamado "el Batallador" (el más importante de los monarcas cristianos hispánicos durante el primer tercio del siglo XII). Ello significó temporalmente la unión dinástica de Castilla-León y Aragón-Navarra, conformando la mayor unidad política habida hasta entonces en la España cristiana desde la época visigoda; pero el matrimonio se deshizo pronto, con dispensa papal incluida (hubo incluso presunciones de malos tratos del aragonés hacia su mujer), y la unidad política fracasó y no se consolidó, quizá porque el peligro almorávide no era tan extremo para consolidarla y quizá también porque era una unión de reinos demasiado prematura para la época, en la que el peso de la aristocracia leonesa y gallega frente a la navarroaragonesa desequilibraba demasiado el conjunto territorial-político de ambos macrorreinos (castellanoleonés y navarroaragonés) aún no soldados del todo internamente entre sí, como luego se vió. Anteriormente Urraca se había casado con el conde Raimundo de Borgoña, y el hijo de ambos reinó en Castilla-León como Alfonso VII, llamado "el Emperador". Pero eso es otra historia, otros acontecimientos, otros personajes y otro siglo.

Otras cosas, otros sucesos y otros personajes protagonizaron, en efecto, ese siglo XII y los siguientes, cada uno con sus propias características y dinámicas históricas. Pero el recuerdo del siglo XI, y de sus principales protagonistas, tanto musulmanes como cristianos, permaneció durante mucho tiempo en la memoria de las gentes hispánicas de los siglos posteriores, quizá por la idea de que fue una centuria de gran movilidad en la que se iniciaron las repoblaciones cristianas y las fundaciones de nuevos núcleos de población, y porque fue también -para los musulmanes- la época de mayor esplendor y apogeo cultural en esos reinos de taifas, a pesar (o a causa) de que fueron también los de la decadencia política y militar islámica, sólo frenada en último término por la llegada de los almorávides, y más tarde, y durante otro siglo más, por la de los bereberes almohades masmudíes.

La Historia, como siempre, continuaba y se continuaba a sí misma, con todo lo que siempre tiene de ordinario, de recurrente o de repelente, pero también de singular, de asombroso y de irrepetible. Pues fue verdaderamente singular e irrepetible que dos de los pueblos más extraños que ha producido la historia universal, por lo menos en punto a belicosidad e individualismo orgullosamente autosatisfecho de sí mismo (los godos en el occidente europeo y los árabes en el oriente medio) fueran a confluir y a chocar precisamente aquí, en la Península Ibérica, durante un largo periodo histórico de ochocientos años. Sólo cuando ambos ingredientes, lo gótico y lo arábico, quedaron completamente diluidos e integrados, lo que ocurrió aproximadamente a finales del siglo XV, es cuando nació verdaderamente la España moderna de los siglos XVI al XVIII.

Cuenta un historiador musulmán, prácticamente coetáneo del Cid, que éste pasaba algunos de sus ratos de ocio en el alcázar valenciano escuchando la recitación de las hazañas de los antiguos héroes de Arabia, y que se entusiasmaba especialmente con las del guerrero y general yemení Mohallab (Al-Muhallab ibn Abi Suffrah), al servicio del primer califa omeya de Oriente y con una trayectoria militar bastante similar a la del Campeador, muy valorada en su época por el Califa, pero envidiada, despreciada y entorpecida a menudo por algunos de sus poderosos dignatarios (al igual que le ocurrió también al propio Cid). No es extraño que el Campeador, tan individualista y aventurero como aquellos héroes árabes de los primeros tiempos, se identificara con ellos. El godo y el árabe, una vez más, la esencia de lo pre-hispánico medieval.

Por ello la visión de una "Reconquista" que duró casi ocho siglos (los que tardaron los cristianos en expulsar completamente a los musulmanes de la Península), concluida oficialmente con la toma de Granada por los Reyes Católicos en 1492, tiene que parecer, a medida que profundizamos en el conocimiento histórico pormenorizado de esos siglos medievales hispánicos, del todo inexacta, reduccionista, exagerada y mitómana, una visión unilateral que, en el fondo, se queda también bastante corta (la realidad es que no se "expulsó" a los moros, ni tampoco a los judíos hispanos, pues todos ellos, en cierto modo, se quedaron dentro de los propios españoles para siempre).

Pero es difícil también la visión demasiado panorámica de la historia, aunque desde luego necesaria. Para ser más exactos, quizá habría que decir lo que casi nadie ha dicho hasta ahora, o al menos no se ha querido insistir demasiado en ello, a pesar de que proporciona una nueva perspectiva más amplia y más simplificada pero mucho más histórica: la de que (al margen de las diversas invasiones sucesivas que equilibraban las fuerzas y prolongaban los conflictos hasta que esos mismos invasores terminaban a su vez por "hispanizarse") se trató en realidad de una larga lucha de más de ocho siglos de los españoles entre sí mismos y combatiendo contra sí mismos (en las élites: godos contra árabes, si se prefiere, pero también respectivamente hispanorromanos contra bereberes, y todo lo que se quiera añadir de cuantos pueblos y culturas se han asentado en la Península desde el principio de la historia y aun antes). Pero no fue una mera confrontación ideológicorreligiosa (que también), aunque en todo caso casi como pretexto o excusa o justificación nacional, que en la España de los siglos XV al XVII se hizo inevitablemente ultracatólica precisamente por ello mismo, por esa inertia histórica de tantos siglos.

Pero todo ello, lejos de producir un desgaste, agotamiento o desfondamiento secular y generacional (e incluso "racial"), produjo más bien la energía y el endurecimiento necesarios que permitieron a los peninsulares salir "fuera de sí mismos" en los primeros siglos de la Edad Moderna y conquistar medio Mundo, para asombro general de propios y extraños. Así hay que ver a veces la Historia, en su conjunto y en sus consecuencias finales, al menos para poder entender algo de ella y de su sentido (si es que en verdad lo tiene).


 
Portada del libro El Señor de Valencia. Una historia novelada sobre El Cid
 
 
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Capitel del siglo XII. Iglesia de Estella (Navarra)
Arquería del pórtico sur (palacio de la Aljafería, Zaragoza)
Escultura de Cristo. Colegiata románica de Santillana del Mar
Página de un tratado árabe de Medicina
Página de un tratado árabe de Geometría