Cuba, 1868-1898

RESUMEN DE LA GUERRA DE CUBA (1868-1898)


La agonía de un Imperio ficticio e inexistente


Mapa de la isla de Cuba
 

El proceso de emancipación o independencia de las naciones hispanoamericanas fue -como es bien sabido- una "reacción-en-cadena" que alcanzó todo el subcontinente pero no pudo extenderse militarmente a las islas antillanas precisamente por el aislamiento marítimo de éstas. Con todo, alcanzó finalmente también a la isla Dominicana, más vulnerable desde la parte occidental negra y francófona de Haití, ya independiente de Francia, y sujeta desde siempre a acciones de filibusteros ingleses y franceses. Sólo quedaron como últimas colonias españolas en América la isla de Cuba y la de Puerto Rico.

El propio desarrollo y las causas de este proceso independentista generalizado también es bien conocido a grandes rasgos. Se llevó a cabo principalmente por las burguesías criollas (descendientes de españoles) en el marco de las ideas liberalburguesas desarrolladas en Europa desde la Revolución Francesa y sobre todo en el continente americano desde la independencia de las colonias británicas que formaron los Estados Unidos de América del Norte.

Las "causas", en líneas generales, son las que siempre se han dado en la Historia entre las colonias y sus respectivas y alejadas metrópolis, cuando los habitantes de esas colonias alcanzan por sí solos un grado de desarrollo económico autosuficiente y sienten que sus intereses están tan distantes de los de las metrópolis respectivas como lo están los propios países en su respectiva separación geográfica, y sin embargo se ven obligados a soportar las cargas colonialistas en beneficio principal de la metrópoli colonizadora, que a miles de kilómetros de allí toma unilateralmente las decisiones que más les afectan directamente.

En un momento de debilidad del reino español (1810-1815), con toda la península ibérica invadida y ocupada por las tropas francesas napoleónicas, los países americanos iniciaron el camino de su emancipación, en principio a partir de las propias unidades geográficas y administrativo-judiciales coloniales: virreinatos, provincias, gobernaciones, intendencias, audiencias, capitales urbanas. Los intentos iniciales de formar una gran Confederación de Estados Americanos no podían cuajar y no cuajaron, pues en último término se trataba de autogestionar intereses propios de cada oligarquía criolla en cada territorio respectivo, intereses que poco tenían que ver unos con otros (la "Confederación del Plata" no podía esperar que se unirían a ella libremente los países del antiguo virreinato peruano, y ni siquiera los de la "banda oriental" y otros limítrofes, pero tampoco dentro de éstos, o en la propia Centroamérica, las oligarquías criollas de los países más pequeños querían saber nada de unirse a federaciones o confederaciones más amplias en que sus propios intereses se diluirían aun más sometiéndose a parlamentos federales o a instituciones de gobierno unitarias). De hecho, la construcción posterior de grandes naciones como la Argentina no se hicieron sin cruentas luchas entre "unionistas" de la burguesía criolla de Buenos Aires y su entorno y "federalistas" representantes de los intereses específicos de los terratenientes de las demás provincias "argentinas", y lo mismo en los países andinos surgidos en el antiguo virreinato peruano, mientras que en el ex-virreinato centroamericano la nueva nación mexicana tuvo que hacer frente por sí sola a numerosas dificultades internas y externas, como es sabido, incluidos grandes expolios territoriales a manos de su gran vecino del norte.


Fotografía de un grupo de insurrectos cubanos asando un cerdo en la manigua
 
 

Construir una nación lleva desde luego mucho más tiempo, más luchas y más armonización de intereses sociales que las que los primeros ideólogos de esas "independencias" esperaban (España misma, como nación, tardó muchos siglos en formarse y en cuajarse, y aun así, durante todo ese siglo XIX, todavía tenía que hacer esa "revolución liberal y burguesa" que otros países europeos habían hecho desde mucho antes). Al final de ese cruento proceso de independencia americana en el primer tercio del siglo XIX, en las décadas siguientes quedarían como naciones soberanas más o menos definitivas la veintena de países hispanoamericanos que con mayores o menores dificultades han subsistido hasta la actualidad, generalmente sustituyendo la colonización política española por una inevitable colonización económica de otras potencias europeas (Inglaterra y Francia a lo largo del siglo XIX y los Estados Unidos a lo largo del siglo XX), y no sin superar importantes dificultades internas en cada uno de ellos.

Cuando una potencia colonizadora, después de siglos de esquilmar a sus respectivas colonias, se ve obligada (siempre por la fuerza de las armas, por supuesto, pues no hay otra forma) a abandonar a éstas a su suerte, queda en ellas algo así como una sensación agridulce de "libertad" y de "orfandaz", sentimientos que no tardan en ser matizados en el primer caso por la propia opresión del propio Estado sustitutivo recién creado y por las dependencias económicas de terceras potencias más poderosas, y en el segundo caso se contrarrestan a veces -cuando el país tiene recursos inexplotados suficientes- con la emigración masiva de nuevos recursos humanos procedentes de otros países y continentes, que es lo único que les permite ampliar sus horizontes y sus propias potencialidades de desarrollo nacional. Pero España dejó (se la expulsó de) sus colonias americanas y no les dejó otra cosa que el idioma común, la religión común (una ética más o menos compartida), unas infraestructuras industriales, viarias y urbanas tan modernizadas como las de la propia metrópoli (que no era mucho) y en muchos casos unas clases "medias" urbanas procedentes mayoritariamente de la mezcla de hispanos y de indígenas, algo bastante inusual en otros experimentos coloniales europeos.

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¿Qué se hizo para mantener esos últimos restos o jirones del Imperio ultramarino español (Cuba, Puerto Rico y las Islas Filipinas) a partir de la pérdida de las demás "provincias" americanas? O mejor dicho, ¿qué se podía hacer? A lo largo de todo el siglo XIX, y todavía en su segunda mitad, España (sus sucesivos gobiernos) estaban desbordados y casi colapsados por la propia magnitud de sus problemas, internos y externos (luchas políticas entre liberales y absolutistas, guerras civiles geográficamente localizadas, pronunciamientos militares constantes, revoluciones, derrocamiento monárquico y primera república, restauración monárquica, turnos de gobierno pactados entre liberales y conservadores, cuestión social grave y sin resolver, etc).

Suele decirse que la verdadera "colonización" española de sus posesiones americanas comenzó en el siglo XVIII, con la nueva dinastía borbónica instalada en la metrópoli, con unos esquemas administrativos "coloniales" más europeos y más centralistas también. Hasta entonces los dominios americanos iban mucho más "por libre" y había una mayor autonomía en la gestión de sus respectivos intereses, suele decirse. Sin entrar a fondo en esa discutible cuestión, lo cierto es que el siglo XVIII significó para España (y también para la América hispana) una modernización y "europeización" considerable. Pero es significativo que los reyes hispánicos anteriores se autodenominaran "rex hispaniarum" (rey de las Españas), y que a partir de los reyes de la dinastía borbónica francesa el título fuera ya simplemente "Rey de España", sin más.

El siglo XIX europeo y americano, tras las sucesivas revoluciones industriales, es también el siglo del "colonialismo" europeo en su máxima expresión, cuyos rasgos generales son prácticamente los mismos en todos los países. Resumiendo a un escritor portorriqueño ("El colonialismo en la crisis del XIX") se puede suscribir esa afirmación de que "ese colonialismo se asegura el monopolio de la mercancía valiosa producida por la colonia, a la que somete a la necesidad de consumir los artículos de la Metrópoli, al tiempo que le prohibe la exportación de sus productos a un país distinto a la propia Metrópoli". Si a ello añadimos, en el caso de Cuba y Puerto Rico, que esa "economía de expolio" estaba montada además sobre el trabajo esclavo de los negros, masivamente importados a esas islas en los siglos anteriores, en una época en que casi todas las naciones europeas (y los propios Estados Unidos tras su cruenta guerra civil) habían abolido oficialmente la esclavitud, vemos también una de las claves del anacrónico conflicto colonial cubano, donde sólo en 1886 se produjo, y por presiones internacionales, la abolición definitiva de la esclavitud, que en Puerto Rico estaba ya abolida desde 1873 por la Primera República Española (durante el primer gobierno provisional que siguió a la disuelta República se concedieron también a la pequeña isla caribeña los mismos derechos civiles de los peninsulares, aunque esa concesión sería paralizada y restringida por los gobiernos siguientes). Pero en Cuba, los grandes intereses de la oligarquía azucarera de la isla (la "sacarocracia cubana " se la ha llamado) eran lo suficientemente poderosos para paralizar durante décadas esa lacra social ya erradicada en todas las naciones civilizadas (que sin embargo se habían servido de ella durante siglos y sin ningún escrúpulo, hasta que la revolución industrial, la mecanización y la industrialización la sustituyeron masivamente por otro nuevo tipo de "esclavitud" y de explotación de los recursos humanos de las clases trabajadoras más desfavorecidas).

Por otro lado, tampoco se daba ya, ni en Cuba ni el Puerto Rico, ese esquema de las relaciones económicas básicas entre metrópoli y colonia. La economía de la isla (en especial la azucarera, y en menor medida la tabaquera y otras) estaba ya ligada en su mayor parte a la poderosa economía estadounidense, que consumía esos productos cubanos e importaba a su vez suministros industriales diversos. España se beneficiaba más bien poco del comercio antillano, y la desconexión económica era prácticamente total en la época en que culminaron estas guerras de independencia cubana. El comercio, la banca, el tabaco o las navieras cubanas tenían desde luego sus propios intereses, cada vez menos ligados a España, excepto los de la industria textil catalana, que tenía en esos mercados americanos todo el proteccionismo arancelario con que el gobierno colonial español podía favorecerla. Se intentó también, ya comenzada la guerra, la hispanización de la isla cubana favoreciendo la inmigración masiva de peninsulares (sobre todo gallegos), pero todo ello sin ningún objetivo concreto como no fuera modificar la correlación de fuerzas para superar numéricamente a los independentistas, que eran mayoría entre el millón y medio de habitantes de la población total cubana.

En lo demás, incluso en una época tan "anacrónica" para ello como fueron las tres décadas que van desde 1868 hasta 1898, "semejante política colonial estuvo determinada por los intereses económicos y militares de España, atravesada por el falso orgullo del honor nacional de un imperio ya inexistente, que repercutirá en la colonia en forma de injusticia, abuso, tiranía, despotismo, insensibilidad, injuria y abandono" (Samuel Silva Gotay, "Catolicismo y política en Puerto Rico: bajo España y Estados Unidos").


Fotografía de un billete de 5 pesos cubanos
 

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La guerra de Cuba había comenzado en el año 1868, con un carácter de guerra irregular de guerrillas por parte de los cubanos insurrectos, apoyados solapadamente con armas y municiones por los Estados Unidos, que intentaron en varias ocasiones comprar la isla a España. El primer periodo bélico duró hasta 1878, con el acuerdo o convenio denominado la "Paz de Zanjón", cuando ya las fuerzas independentistas, muy divididas y descoordinadas en su mando militar y político, estaban exhaustas, pero se prolongó esporádicamente hasta 1880.

En abril de 1871 había comenzado la construcción de una línea de fortificación (empalizada y fortínes) que dividía en dos toda la isla, entre las localidades de Júcaro y Morón, la principal de un sistema de "trochas" con las que se pretendió aislar a los insurrectos en la zona oriental y peinar el resto del territorio cubano con más facilidad. En 1873 se produjo un incidente grave con la captura por un buque de la armada española de un barco de vapor norteamericano, el "Virginius", que transportaba armas para los insurrectos cubanos. Tras un juicio militar sumarísimo, 53 de sus pasajeros, incluyendo su capitán norteamericano y otros norteamericanos, británicos y cubanos, fueron fusilados, lo que causó un grave incidente diplomático que finalmente fue resuelto con una indemnización pagada por España y otros gestos más o menos simbólicos.

Pero en España había conflictos internos mucho más graves y todavía por resolver. La última guerra carlista había comenzado en 1872, en el reinado de Amadeo I de Saboya, y continuó en la I República, durante la cual los carlistas consolidaron sus posiciones en el norte. En 1874 los carlistas dominaban toda Guipúzcoa (menos las ciudades de San Sebastián e Irún), llegaban hasta las inmediaciones de Bilbao y ocupaban casi toda Navarra y la Rioja alavesa. Pero no lograron tomar Bilbao, de donde fueron rechazados tras la llegada de refuerzos gubernamentales. La primera urgencia del nuevo régimen de la Restauración tras el pronunciamiento militar alfonsino del general Arsenio Martínez Campos en Sagunto (29 de diciembre de 1874) era la liquidación de la guerra carlista, localizada principalmente en el Norte (País Vasco y Navarra), con un foco importante en Cataluña y partidas dispersas de guerrilleros en La Mancha y Aragón. Tras la campaña de Martínez Campos en Cataluña (con la toma de Seo de Urgel el 26 de agosto de 1875), el gobierno pudo concentrar todo el esfuerzo bélico en el país vasconavarro. El ejército gubernamental aventajaba al carlista en una proporción de cuatro a uno.

Las fuerzas gubernamentales se reorganizaron en dos grandes cuerpos de ejército: el de la derecha, mandado por Martínez Campos, con cerca de 50.000 soldados, que iba a operar en Navarra, y el de la izquierda, mandado por el general Quesada, con cerca de 105.000, que debía actuar en el País Vasco expulsando a los carlistas de Vizcaya y buscar contacto con el ejército de la derecha. Martínez Campos, entre temporales de nieve, tomó Elizondo, Irún y Tolosa (febrero 1876), y su lugarteniente, Primo de Rivera, se apoderó de Estella, capital de la Corte carlista. Quesada, desde Bilbao y Orduña (1 de febrero de 1876), completaba el movimiento envolvente. La ocupación de Estella (17-19 de febrero) y Tolosa (21 de febrero), la huída de don Carlos y de sus generales a Francia y la entrada del rey Alfonso XII en San Sebastián y en Pamplona (28 de febrero) ponían fin a la guerra, que había sido especialmente dura (los carlistas no hacían prisioneros, salvo para fusilarlos poco después, y los combates se resolvían con sangrientas cargas a la bayoneta en medio del cañoneo de la artillería). La bandera carlista era la bicolor -como la gubernamental- pero como escudo llevaba el "Corazón de Jesús". Los soldados carlistas se distinguían por su característica txapel-gorri o boina roja.

Con la terminación de la guerra carlista en el norte de España y la consolidación de la Restauración monárquica, el gobierno decidió acabar con la larga guerra independentista cubana y nombró en 1876 a Martínez Campos como general en jefe del ejército español en la isla, enviándole importantes refuerzos (llegó a contar con 70.000 soldados españoles frente a unos 7.000 independentistas cubanos).

La política de Martínez Campos, muy distinta de la de los anteriores generales y capitanes generales, fue conciliadora, con contactos con los líderes cubanos y gestos humanitarios en las zonas recuperadas (fin de los saqueos, atropellos y violaciones en los poblados y respeto a la vida de los prisioneros). Las numerosas columnas españolas recorrían los campos y maniguas cubanas en todas direcciones y en movimientos combinados. Se llegó con los insurrectos al llamado "Convenio de Zanjón" (12 de febrero de 1878), que puso un fin momentáneo a una cruel y dura lucha de diez años (aunque el cabecilla militar cubano, Antonio Maceo, prolongó la resistencia hasta su rendición en abril de 1878).

Los líderes cubanos, ya muy desmoralizados, depusieron las armas, pero el convenio era ambiguo: se prometía una amnistía general y la abolición total de la esclavitud negra en las grandes plantaciones azucareras (abolida finalmente por Ley en 1880), así como una autonomía similar a la proyectada para la vecina isla de Puerto Rico en las leyes de 1873 (que aunque no habían sido legalmente derogadas no estaban en vigor). El Gobierno, por ello, hizo una interpretación bastante restrictiva de esas leyes, con lo que las expectativas de los cubanos reformistas y moderados se vieron defraudadas una vez más.

En agosto de 1879 estalló en la parte oriental de la isla una nueva insurrección (la llamada "guerra chiquita"), que fue fácilmente dominada por el general Polavieja, y los líderes cubanos no llegaron siquiera a desembarcar. Pero el propio Polavieja reconocía en privado que había que ir preparándose -con el menor coste posible- para una inevitable independencia de la isla a corto o medio plazo. Martínez Campos volvió de nuevo a la Península.

Las reformas liberales hechas en España a partir de 1881 no se extendieron a Cuba. En 1883 y 1885 hubo nuevas insurrecciones, y en 1895 se inició la gran insurrección general, abiertamente alentada ya por los Estados Unidos, que no tardaría en intervenir militarmente en ella. Volvió de nuevo Martínez Campos a Cuba como gobernador y Capitán General, pero al ver que esta vez no se aceptaban sus políticas conciliatorias, dimitió y volvió a la Península. Fue sustituido por el general Valeriano Weyler, partidario de tratar con mano dura y sin contemplaciones a los insurrectos. Estableció un sistema de "reconcentración" de la población rural de la isla, obligada a trasladarse a las poblaciones controladas por las tropas españolas, con el fin de privar a los rebeldes del apoyo y avituallamiento que recibían en el campo. El sistema concentracionario resultó un completo fracaso de logística y ocasionó epidemias y hambrunas que afectaron sobre todo a la población civil reconcentrada, en especial a niños, mujeres y ancianos, pero también a las propias tropas españolas. Mucho menos se recuerdan las muchas crueldades de los insurgentes contra la propia población cubana reticente a apoyarles.

Se han llamado a estas "reconcentraciones" urbanas los primeros "campos de concentración" de la historia, lo cual es del todo inexacto, pues como estrategias de guerra ya habían sido ensayadas por los británicos en Suráfrica durante la Guerra de los Bóers o por el ejército estadounidense contra los pueblos amerindios. La situación en esas reconcentraciones cubanas produjo finalmente una situación humanitaria catastrófica, cuyas cifras son muy difíciles de cuantificar actualmente (se habla de "varias decenas de miles" de muertos hasta "trescientos mil o más"). La prensa extranjera sobredimensionó las cifras, publicando fotos de gigantescos osarios como si fueran los de esas hambrunas (eran frecuentes en los cementerios de Cuba y de Filipinas ese tipo de enterramientos, cosa que sorprendió mucho a los estadounidenses, que no estaban acostumbrados a verlos). Lo cierto es que existen bastantes fotografías que muestran los efectos de las hambrunas producidas en la población civil cubana debido a esas reconcentraciones, y aunque no tuvieron intenciones genocidas originarias, la realidad es que fueron el último gran "genocidio" causado por los españoles en las grandes Antillas (el primero había sido la práctica exterminación de la población india antillana durante los siglos XVI y XVII por efecto de mortíferas epidemias de viruela traídas por los propios españoles).

La presión estadounidense y la imposibilidad de acabar la sublevación por la vía militar forzaron finalmente la destitución de Weyler. Pero ya era demasiado tarde para alcanzar un acuerdo con los independentistas cubanos y para salir de la isla guardando las formas y salvando lo que los militares españoles llamaban el "honor nacional". El jefe del gobierno, Cánovas del Castillo, había dicho aquello de que Cuba se mantendría bajo soberanía española "hasta la última peseta y hasta el último soldado", pero lo cierto es que ya no había más pesetas ni más soldados para sostener esa guerra. Entre 1895 y 1898 se enviaron a Cuba cerca de 240.000 soldados, de los que murieron cerca de 44.000 (la gran mayoría, más de 40.000, por enfermedades tropicales endémicas como el paludismo, la disentería y la fiebre amarilla). De la corrupción militar de jefes y oficiales españoles da fé el testimonio de un capitán-médico que más tarde llegaría a ser famoso médico e histólogo de renombre (Santiago Ramón y Cajal), que a punto estuvo de sufrir un consejo de guerra por enfrentarse a sus superiores, que escatimaban la comida a los soldados convalecientes en la enfermería para revenderla y sacar beneficios.


Combate naval frente a Santiago de Cuba (7-3-1898)
 
 

La intervención de los Estados Unidos estaba ya cantada cuando el gobierno español rechazó sucesivos ultimátums que exigían el armisticio unilateral y el abandono inmediato de la colonia. La voladura accidental del acorazado estadounidense "Maine" en una visita al puerto de La Habana dió el último pretexto para la intervención norteamericana. Un par de batallas navales, en Santiago de Cuba y otra en Filipinas, sentenciaron la guerra a favor de los Estados Unidos (que perdieron también varios miles de soldados por las enfermedades tropicales cubanas). El gobierno liberal de Sagasta era perfectamente consciente de que para satisfacer ese "honor militar" había que perder la anticuada flota de guerra española ante la poderosa escuadra norteamericana ("mejor honra sin barcos que barcos sin honra"). Y al final, ni una ni otros. La escuadra española (unos anticuados barcos de guerra que incluso resultaban prácticamente inútiles para la vigilancia de las costas de la extensísima isla) fue completamente destrozada por los acorazados norteamericanos. Se perdió Cuba, Puerto Rico y -de paso- las Filipinas (vendidas secretamente por España al gobierno estadounidense).


Combate entre tropas estadounidenses y españolas
 
 

Mucho se ha hablado de las grandes campañas de intoxicación periodística estadounidense que pusieron a favor de la guerra cubana y de la intervención a la mayoría de la opinión pública norteamericana. Pero en España la intoxicación periodística fue similar, pues nadie podía creerse, al día siguiente del armisticio, que la potencia militar española pudiera haber sido derrotada por una nación americana supuestamente "de tres-al-cuarto", como la mayoría de los españoles suponían que eran los Estados Unidos. El gobierno español, por supuesto, no lo desconocía y sabía a lo que se enfrentaba desde el principio, y desde el principio trató también de evitar por todos los medios diplomáticos posibles que tan formidable enemigo (industrial y militar) interviniese directamente en el conflicto cubano. Y cuando ya no fue posible evitarlo, zanjó la cuestión sacrificando a la escuadra. En fin... "más se perdió en Cuba", se cantaba después. Y mucho se perdió verdaderamente, inútilmente, en vidas sobre todo, y por ambas partes. Pero así terminan todos los "imperios": generalmente de la forma más patética y humillante posible.


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Soldado del Ejército de Ultramar en la guerra de Cuba en los años 1876-80 (dibujo)
Soldado carlista (dibujo)
Anuncio de venta de esclavos en un periódico de La Habana