La Cruzada de Barbastro

LA CONQUISTA DE BARBASTRO: AÑO 1064
UNA "PRE-CRUZADA" INTERNACIONAL EN TIERRAS MUSULMANAS HISPÁNICAS

 

Antecedentes inmediatos y contexto histórico general

En la primavera del año 1063, el rey Ramiro I de Aragón -ya sexagenario- inicia al frente de su ejército una campaña expansiva sobre las tierras fronterizas del reino musulmán de Zaragoza, y comienza por atacar la estratégica plaza fuerte de Graus. El rey de Zaragoza, Ahmed ibn Hud al-Muqtadir, gobernaba a la sazón uno de los tres reinos más poderosos de la España musulmana: los otros dos eran el de Toledo y sobre todo el de Sevilla, muy superiores en influencia y poder a los también reinos islámicos de Badajoz, Valencia, Granada, Lérida, a la Córdoba gobernada por la aristocracia árabe local y a los varios pequeños principados regidos por reyezuelos más o menos dependientes de aquellos otros. Todos estos reinos musulmanes (que en su conjunto ocupaban cerca de dos tercios del territorio hispánico) eran los que finalmente habían logrado consolidarse después del más de medio siglo transcurrido desde la desintegración efectiva del Califato cordobés -a causa de sus propias luchas intestinas- en las primeras décadas del siglo XI. El reino zaragozano de al-Muqtadir (su hermano Yusuf reinaba en los territorios inmediatos de Lérida, fronterizos con los condados catalanes) se había expandido a costa de los principados del levante peninsular, y ya en 1061 se había apoderado del pequeño reino musulmán de Tortosa; pero al compartir fronteras prácticamente con todos los reinos hispanocristianos y no pudiendo soportar la creciente presión militar de éstos (y en especial la de los aragoneses, cuyo reducido territorio pirenaico sólo podía expandirse por las tierras del rey zaragozano) éste pagaba tributo de protección desde algunos años atrás al rey de Castilla-León Fernando I (hermano, por cierto, del rey aragonés).

Con ocasión de esta invasión aragonesa de las tierras zaragozanas en 1063, al-Muqtadir pidió ayuda al rey castellano, que envió a Zaragoza a su hijo mayor, el infante don Sancho (el futuro Sancho II llamado "el Fuerte"), con un contingente de caballeros castellanos entre los que es muy posible que se encontrara un jovenzuelo llamado Rodrigo Díaz de Vivar, famoso varias décadas después por "méritos propios". Las tropas moras y castellanas salieron juntas de Zaragoza en dirección a Graus, donde se enfrentaron con el ejército aragonés.

Pero la batalla estaba indecisa y los aragoneses llevaban la ventaja. Ocurrió entonces un hecho tan impensable como decisivo. Se cuenta que cierto moro de la frontera llamado Sadada, que hablaba bastante bien la lengua románica de los aragoneses, logró introducirse en el campamento de éstos vestido a la usanza cristiana, y pudo acercarse hasta el rey Ramiro. El viejo rey paseaba por el campamento enfundado en su cota de mallas y llevando puesto su yelmo (con la pieza metálica nasal que protegía la nariz y con la capucha de la lóriga tapándole la barbilla y la boca, de manera que sólo se le veían los ojos). Aprovechando un momento en que Ramiro se quedó a solas, Sadada se acercó al rey y en un descuido de éste le hundió violentamente un hierro de lanza por un ojo; a continuación escapó corriendo por el campamento, disimulando y diciendo a gritos -se supone que en románico aragonés- algo así como: "¡Es mort(o) el(o) reg(e)!" ("¡Han matado al rey!"). El desconcierto y el pánico cundieron entre los aragoneses, con su rey herido de muerte, y se produjo la desbandada general y la retirada precipitada del ejército invasor. En medio de la confusión, el autor de tan audaz crimen conseguiría escapar y refugiarse en Zaragoza, donde al-Muqtadir recompensaría generosamente los servicios de este asesino a sueldo que él mismo había escogido para el mortal atentado. El cuerpo del rey Ramiro fue llevado por sus hombres hasta Jaca, la capital aragonesa, y sería enterrado posteriormente en el monasterio de San Juan de la Peña. Le sucedió como rey su hijo, Sancho Ramírez.

Crucifijo de marfil donado por el rey Fernando I y su mujer dona Sancha a la catedral de León
 

La noticia del asesinato del rey Ramiro en el campo de batalla de Graus causó tanta sorpresa como la propia e inesperada victoria de los musulmanes zaragozanos (la primera en muchos años durante ese siglo de decadencia militar islámica), y no sólo impresionó en los reinos hispánicos musulmanes o cristianos, sino también al otro lado de los Pirineos. Pero, a decir verdad, hechos como éstos eran relativamente frecuentes en esa España del siglo XI: un rey cristiano protegiendo y ayudando a un rey musulmán vasallo suyo contra las apetencias territoriales de otro rey cristiano, que además era su propio hermano.

Fernando I, el rey de Castilla-León, el hermano del asesinado Ramiro, era en ese momento, tras casi treinta años de reinado, el monarca más poderoso de toda la península hispánica. Había heredado de su padre, el rey Sancho el Mayor de Navarra, el condado de Castilla, que él mismo había convertido en reino independiente, y además había conseguido entronizarse poco después como rey de León tras derrotar en el campo de batalla a su joven cuñado, el rey leonés Vermudo III, que se había enfrentado con él por cuestiones fronterizas entre ambos reinos; y como Vermudo murió en la batalla y Fernando estaba casado con una hermana de éste (la infanta doña Sancha), accedió por derecho sucesorio regio y por derecho de guerra al trono leonés, al parecer sin demasiada oposición de los grandes señores leoneses y gallegos. Años después (1054), habiendo derrotado en otra batalla campal a otro de sus hermanos (el rey García III de Navarra, que también resultó muerto en el combate), el rey castellano-leonés consiguió la indiscutible hegemonía entre los reinos cristianos peninsulares (como puede verse, si este rey no ha pasado a la Historia con el sobrenombre de "el fratricida" no ha sido por falta de méritos: en enfrentamientos con él murieron el rey de León, cuñado suyo, y dos de sus propios hermanos, los respectivos reyes de Navarra y de Aragón, aunque la propia Historia se haya encargado de exculparle de todas esas muertes por haber sido aquellos -según parece- los agresores).

Los últimos años del largo reinado de Fernando I (1035-1065) se vieron culminados también por notables éxitos contra los musulmanes, que no eran ya -militarmente, al menos- más que una pálida sombra de aquellos conquistadores árabes que les precedieron en las épocas más pujantes del Califato. Después de tres siglos de completa preponderancia y hegemonía islámica sobre los reinos cristianos del norte, y a partir precisamente de la desintegración y fraccionamiento del poder califal en una multitud de principados musulmanes independientes, esos reinos cristianos norteños pasaban ahora a la ofensiva, conscientes de su propia fuerza y de la debilidad del antaño tan temido poderío musulmán. Las tropas castellano-leonesas hicieron varias incursiones bélicas por los reinos del sur y el rey Fernando consiguió imponerles tributo a los reyes de Badajoz, Toledo y Sevilla (hecho insólito hasta entonces, aunque parece ser que ya su padre, el rey Sancho el Mayor, había iniciado esta modalidad de vender la paz a los musulmanes a precio de oro). El propio rey de Sevilla, si bien era lo suficientemente poderoso para resistir al rey Fernando, tras una devastadora incursión de las tropas cristianas por sus tierras (primavera de 1063) prefirió pagar el tributo como los demás y evitarse complicaciones (ocupado como estaba en agrandar su reino anexionándose algunos de los pequeños principados andaluces que estaban más a su alcance), e incluso permitió que se trasladasen desde la capital sevillana hasta León los restos de San Isidoro (el gran sabio de época visigoda), en cuyo honor se consagró la grandiosa iglesia de San Isidoro de León, generosamente financiada en su construcción y ornamentación por el rey Fernando y la reina Sancha, su mujer, en buena parte gracias a estos cuantiosos tributos obtenidos de los musulmanes. No corrían todavía tiempos apropiados para la ocupación y repoblación cristiana de las tierras conquistadas (cosa que sólo sucederá varias décadas después, cuando las propias circunstancias económicosociales de los reinos cristianos lo permitieron), así que de momento el rey castellano se limitó a explotar todo lo posible esta nueva fuente de ingresos para la hacienda real (pagados principalmente en dinares de oro, la valiosa moneda andalusí).

Caballeria castellanoleonesa
 

A sus más de sesenta años, Fernando tenía todavía bastantes energías para empresas bélicas de gran envergadura, y no hay duda de que quería coronar su largo y victorioso reinado con un resonante triunfo sobre alguno de los principales reinos islámicos. Al año siguiente de la batalla de Graus y de la incursión por tierras sevillanas, dirige en la primavera de 1064 una campaña militar contra la fortaleza de Coimbra, en las fronteras del reino musulmán de Badajoz, y consigue conquistarla tras un asedio de seis meses. Pero no era Coimbra, ni mucho menos, ese resonante triunfo militar que Fernando buscaba (aunque la toma de esa plaza y la consiguiente evacuación forzosa por los musulmanes de una zona de seguridad en las tierras comprendidas entre los ríos Duero y Mondego sirviese de momento para satisfacer las viejas aspiraciones de los galaicoportugueses de poder llegar alguna vez hasta la frontera natural del Tajo). Muy pronto se vió cuál era en realidad el verdadero objetivo del rey castellano: la campaña de Coimbra había sido tan sólo un objetivo secundario de distracción, que entre otras cosas permitiría reunir y trasladar tropas sin despertar demasiadas sospechas de los espías e informadores y sin dar tiempo a que sus enemigos se pusieran a la defensiva, pues todos pensarían que los preparativos bélicos se dirigían a reforzar el cerco de Coimbra, cuando en realidad iban dirigidos contra una de las principales capitales de la España islámica: la ciudad y el reino de Valencia (cuya conquista y ocupación podría dar a los castellano-leoneses una salida al Mediterráneo y quizá una posición estratégica de primer orden como punto de partida para nuevas expansiones territoriales y para neutralizar las previsibles zonas de expansión de los demás reinos hispánicos).

No hay duda de que la campaña valenciana había sido planeada cuidadosamente (y en el máximo secreto) al menos desde el año anterior, y de que las operaciones militares previas no habían sido más que los preparativos preliminares de esta gran campaña. Pues, en efecto, en ese mismo año de Coimbra (1064), Fernando se puso al frente de un bien pertrechado y abastecido ejército y llegó hasta los muros de Valencia. El asedio se prolongó durante muchos meses, pues la ciudad estaba bien fortificada (y recibió además algunos refuerzos del rey de Toledo en persona, suegro del reyezuelo valenciano). Se recurrió entonces a una estratagema nada original pero muy efectiva a veces en tales circunstancias: el ejército sitiador fingió una aparente retirada; los valencianos salieron en su persecución creyendo presa fácil de botín a la retaguardia del convoy enemigo; la caballería castellanoleonesa volvió entonces sus armas y cargó contra ellos, haciendo entre los sorprendidos moros una espantosa matanza. La ciudad, escasa de defensores a partir de este suceso, estaba ya a punto de caer en manos del rey castellano; pero ocurrió entonces algo inesperado: el rey Fernando se sintió de repente gravemente enfermo. Habían sido demasiadas emociones guerreras para el anciano monarca. Regresaron a León, y a los pocos días de su llegada (27 de diciembre de 1065), tras despojarse de su manto y corona real, vestirse un cilicio de penitente, cubrirse la cabeza con ceniza y recibir la extremaunción, el rey-emperador, Fernando I de Castilla, de León y de Galicia, salía de este mundo para siempre: un final muy "cristiano" para un rey que había llevado la destrucción y la muerte a tantas gentes hispánicas, cristianas y no-cristianas (pero ya se sabe que la Historia no suele pasar factura de tales menudencias). Valencia se salvó esta vez (y se salvaría otras veces de las apetencias de otros reyes), pero su reyezuelo no pudo saborear el inesperado éxito: su propio suegro, el rey de Toledo, lo apresó, lo encerró en la fortaleza de Cuenca y anexionó a sus estados el reino valenciano.

Tapiz de la catedral de Gerona, con representacion de la Creacion del Mundo, siglo XI
 

En el reino castellano-leonés ocurrieron también acontecimientos decisivos. Por disposiciones del rey tomadas en 1063 con consejo de sus magnates, los reinos de Castilla y de León volvían a separarse y se repartían entre sus hijos: Sancho, el hijo primogénito, recibió Castilla, con los tributos de Zaragoza; Alfonso, el hijo predilecto, el célebre Alfonso VI, el futuro conquistador de Toledo y desterrador del Cid, recibió León, con los tributos de Toledo. Este reparto patrimonial del reino no dejaría de provocar graves conflictos y luchas fratricidas en los años inmediatamente posteriores. Pero aquí no queremos llegar tan lejos: nos quedaremos en el año anterior a la muerte del rey Fernando, concretamente en el verano de 1064.

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Entre la campaña de Coimbra (en la primavera de 1064) y el comienzo del frustrado asedio de Valencia (que duraría hasta finales de 1065) se produjo en tierras subpirenaicas un suceso verdaderamente espectacular para unos y espeluznante para otros, pero en todo caso nada anecdótico ni nada intrascendente (porque nada es intrascendente en esa cadena de sucesos -inevitablemente encadenados en su propio sinsentido- que llamamos Historia). Nos referimos al asedio y conquista de la ciudad musulmana de Barbastro, al este de Huesca, por un ejército llegado del otro lado de los Pirineos. Es muy poco probable que el suceso de Barbastro fuera un hecho aislado y ocasional o enteramente desconectado de los otros dos grandes acontecimientos militares de ese mismo año (la toma de Coimbra y el asedio de Valencia), pues parece evidente que esa expedición extranjera a tierras hispánicas, auspiciada y promovida por el Papa Alejandro II con la cobertura ideológica de una "guerra de Dios" contra los infieles musulmanes, fue seguramente el resultado de una hábil gestión diplomática de los embajadores y valedores del rey Fernando ante la sede papal y ante las cortes de los grandes señores feudales franceses.

Y en efecto, parece como si todo el dispositivo diplomático-militar desplegado para asegurarse el éxito de la campaña contra Valencia hubiera sido cuidadosamente planeado con la suficiente antelación, coordinación y reserva: puesto que los demás reinos cristianos no eran ya en ese momento ningún obstáculo para la proyectada conquista valenciana, había que neutralizar ante todo los eventuales apoyos que podrían recibir los moros valencianos por parte de los otros reinos musulmanes hispánicos. El rey de Sevilla, y por supuesto el de Badajoz, estarían pendientes sobre todo del asedio de Coimbra y de sus posibles consecuencias sobre ellos (es significativo el hecho de que el rey sevillano suspendiese durante ese año sus planes y acciones militares anexionistas sobre los principados musulmanes vecinos). El rey de Toledo, aunque era tributario de Fernando, no dejaría de sostener bajo cuerda a su yerno valenciano, pero bastante tendría con proteger la parte septentrional de su reino de eventuales incursiones devastadoras de represalia de su poderoso vecino cristiano. Quedaban todavía dos importantes reyes musulmanes que podían desplazar tropas para ayudar a los valencianos: el rey de Zaragoza (aunque tampoco podía hacerlo abiertamente por ser tributario del rey castellano) y sobre todo el hermano de éste, el rey de Lérida. Y contra éstos dos precisamente, para tenerlos ocupados, parece que se planeó en último término esa expedición franconormanda, una expedición ciertamente muy localizada y más efectista que efectiva desde el punto de vista militar, santificada además por el propio Papa como una especie de "guerra santa" contra el hereje musulmán (pues así era considerado el Islam en esa época por la intelectualidad cristiana dirigente: como una "herejía pseudohebraica sectaria e irreversible").

Claustro del Monasterio de Silos
 

El término "Cruzada" no se había inventado todavía (faltaban treintaicinco años todavía para la Primera Cruzada de 1099), pero lo de Barbastro fue sin duda su primer "ensayo general". Lo que se inventó entonces, o más bien lo que se puso en práctica por primera vez en esa campaña de Barbastro, fue -como veremos- una nueva forma de autojustificar moralmente la guerra, el genocidio, la violación, la esclavitud y el pillaje en nombre de la "verdadera fé". No es que antes no se hubieran cometido desde ambas partes atrocidades semejantes, o incluso mayores (sólo hay que recordar las devastadoras incursiones del caudillo árabe Almanzor por los territorios de los reinos cristianos hispánicos a finales de la centuria anterior, realizadas también bajo un espíritu de "guerra santa" o yihad), pero lo cierto es que hasta entonces -en España, al menos- las consideraciones religiosas eran completamente secundarias (y a menudo del todo irrelevantes) con respecto a otras consideraciones e intereses políticos mucho más prácticos; dicho de otro modo: no había una mentalidad de confrontación ideológica entre las dos religiones, ni siquiera de incompatibilidad radical entre ambos modos de creer y de vivir. Y lo mismo cabe decir con respecto a la tercera de estas religiones monoteístas (la judaica).

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A lo largo de todo el siglo XI, la España cristiana va saliendo de su secular aislamiento y se "incorpora" a Europa occidental. Entran en la península ibérica muchas cosas y muchas gentes: entra el arte románico (pintura, escultura, orfebrería, y sobre todo arquitectura eclesial); entran las peregrinaciones masivas al santuario de Compostela; entran unos nuevos usos y conceptos religioso-litúrgicos venidos de Francia (de la famosa abadía benedictina de Cluny, en la Borgoña, cuya labor ideológica y doctrinal tendría gran repercusión en todo el occidente europeo); y entran asimismo no pocas modas y costumbres típicamente francesas que gustaron a los hispanocristianos, acostumbrados hasta entonces a admirar e imitar -bastante pobremente- las modas y los gustos de la adelantada civilización hispanomusulmana vecina. Y con todo ello entrarán también nuevos esquemas ideológicos y algunas concepciones morales y modos de pensar que estaban de hecho bastante alejados de la propia realidad hispánica, es decir, de esa coexistencia (no exactamente convivencia) en la que desde tres siglos atrás se desenvolvían las relaciones económicas, culturales, políticas y -por supuesto- bélicas entre musulmanes y cristianos hispánicos. Lo que ahora venía de Francia, todavía de forma incipiente, era una ideología de cohesión cultural, de "unidad cristiana", de autodefinición europea occidental (frente al Islam y frente al también cristiano imperio romanobizantino oriental), una ideología que todo lo que tenía de autodiferenciadora de lo propio lo tenía también de excluyente y de intolerante frente a lo extraño, en este caso lo no-cristiano. Esta ideología, que supuso la cristalización definitiva de los intentos de sustraer a la Iglesia Romana de toda esa herencia enmarañada de relaciones feudales con unos poderes laicos que la asfixiaban y desvirtuaban (la compra y venta de los altos cargos eclesiásticos sólo había sido el aspecto más escandaloso de ello), llegó a constituir la base y los cimientos ideológico-morales sobre los que se construyeron en los siglos siguientes tanto la independencia y el poder temporal de los Papas como el gran "edificio" bajomedieval de la Iglesia de Roma en su conjunto.

Pues bien, esta ideología, extendida y propagada en sus comienzos entre los países cristianos por los "monjes negros" de Cluny, era también una forma de ver exclusivista y cerrada, que gustaba considerar a los musulmanes (a quienes los franceses sólo conocían de lejos y "de oídas") como los malos en sí, asimilándolos poco menos que a demonios o a herejes contumaces y perversos, llenos de todo tipo de crueldades y de vicios. Sabido es lo peligrosas que pueden resultar (para los que las sufren) estas "satanizaciones" o pseudomoralizaciones ideológicas, destinadas a presentar a los enemigos como una especie de monstruos infrahumanos con los que no cabe sentimiento alguno de colaboración o de identificación y de empatía, y mucho menos de compasión, y no menos sabido es también lo fácilmente que estas ideas llegan a calar en las mentalidades colectivas a causa de su propia simplicidad y esquematismo ideológico. Con esta ideología -eso es innegable- se (re-)construyó moralmente esa Europa occidental desde el siglo XI en adelante (aunque no fue ésa -afortunadamente- su única base ética), una Europa que necesitaba definirse a sí misma frente a un decadente imperio bizantino y frente a un cada vez más anquilosado Islam (que sin embargo en ese mismo siglo se vería reforzado y sostenido por nuevos pueblos "bárbaros" recientemente islamizados: los turcos por el oriente asiático y en Anatolia y los bereberes almorávides en el Magreb y luego en Al-Andalus). En esa ideología del "cristianismo militante y antimusulmán" estaba ya en germen no sólo la base ideológica de las posteriores "Cruzadas" a Tierra Santa, sino también el fondo último de esa intolerancia convivencial y de ese dogmatismo intelectual que caracterizarán a la baja Edad Media europea en los siglos siguientes (la propia teología escolástica, por ejemplo, así como la Inquisición o las persecuciones religiosas de los siglos posteriores, derivan ideológicamente de ella).

En España, esa ideología integradora e integrista (la misma que a partir del siglo XII transformaría al apóstol de Compostela en el Santiago "matamoros") reactivará también -o mejor dicho: creará sobre nuevas bases- la propia idea de "Reconquista" cristiana del territorio musulmán hispánico, porque hasta entonces (se ha insistido mucho en ello últimamente, pero tal vez no lo suficiente) la idea de Reconquista no existía en los reinos cristianos hispánicos, a no ser como necesaria expansión territorial de esos reinos a costa de los demás, tanto si eran musulmanes como si no, pues cada reino hispánico (islámico o cristiano) era un espacio de convivencia y de supervivencia propia cuyos reyes tenían obligación de consolidar y de ampliar a costa de los otros. Con todo, la idea misma de "Reconquista" (paralela en España a la idea europea de "Cruzada") sirvió de motor ideológico y de plena justificación moral para impulsar las grandes conquistas de los reyes cristianos españoles en los siglos siguientes, pero manteniendo casi siempre unos altibajos circunstanciales de coexistencia pacífica muy "sui géneris", sobre todo cuando esas (re-)conquistas territoriales -por imposibilidad militar o por los propios problemas y dificultades internas de esos reinos "reconquistadores"- se quedaban a veces paralizadas y estancadas durante largo tiempo.

Mapa de los reinos musulmanes de Zaragoza y Lérida en la zona de Barbastro (Barbasturu)
 

Límites aproximados entre los reinos musulmanes de Zaragoza y Lérida, en la zona de Barbastro (Barbasturu), hacia 1064, con las vías de comunicación y las poblaciones principales según la toponímia árabe de la región.


En el primer tercio del siglo XI parece haber sido Sancho el Mayor de Navarra -el rey hispanocristiano más poderoso de su tiempo- el primero que abrió las puertas de su reino a esos monjes franceses de Cluny. Pero fue sobre todo su hijo, Fernando I de Castilla-León, el mayor benefactor de esta Orden monástica entre todos los grandes señores europeos de su época que la favorecieron. Si lo hizo por pura devoción o por propio interés, es tanto como preguntarse si este rey asimiló plenamente esa ideología "cristiana-antimusulmana" o si más bien la utilizó hábilmente para sus propios fines políticos, lo cual (sin menoscabo de la indudable religiosidad de este monarca) parece lo más lógico, habida cuenta de que -por mucho que los delirios de ser un verdadero "imperator totae Hispaniae" se le hubieran subido a su regia cabeza- se trata ante todo de un rey hispánico, con una mentalidad abierta, flexible y básicamente hispánica.

La campaña de Barbastro, que no pocos historiadores contemporáneos han tratado como un hecho anecdótico y ocasional, resulta sin embargo altamente reveladora e ilustrativa de una parte de estos complicados entramados en que se desenvolvía la política y la religión en España y en el occidente europeo a mediados del siglo XI, al tiempo que muestra -con bastante antelación a las propias Cruzadas (o a las posteriores persecuciones religiosas contra los "herejes" o las minorías judías en España y en el resto de Europa)- hasta dónde podían llegar los excesos y la falta de escrúpulos morales en esos planteamientos utilitariamente doctrinales llevados hasta sus últimas consecuencias: el exterminio y el genocidio sobre los "enemigos de la Fé".


Tropas catalanas
 
 

La "Cruzada" de Barbastro: un ejército internacional dispuesto a tomarse algo más que una cumplida revancha por lo de Graus.


La Historia se reconstruye siempre a-posteriori en base a unas pocas certezas aisladas, más o menos ciertas dentro de la incertidumbre general de nuestro limitado conocimiento del pasado; y cuando esas certezas mínimas no bastan para alumbrar certezas mayores, siempre se las puede relacionar entre sí mediante conjeturas más o menos verosímiles o clarificadoras. En el caso que nos ocupa, no sabemos cómo estaban las relaciones entre el rey Fernando y el nuevo rey de los aragoneses, su sobrino Sancho Ramírez, pero es de suponer que -a un año de la batalla de Graus y de la alevosa muerte del rey Ramiro de Aragón tras la intervención militar castellana en apoyo de los moros zaragozanos- ni el nuevo rey aragonés ni sus barones hubieran estado por la labor de colaborar de muy buena gana en los planes bélicos del rey castellano (responsable indirecto de la muerte del rey Ramiro, su hermano), por muy deseosos que estuvieran de vengarse de los musulmanes o de conquistarles nuevas plazas. Es por ello que se hace necesario suponer que se buscó implicar a los aragoneses de una forma tan sutil que ni siquiera se dieran cuenta de que iban a colaborar indirectamente en los planes de Fernando contra Valencia, o en todo caso se contó con algún medio lo suficientemente persuasivo para vencer las reticencias aragonesas y garantizar su pleno apoyo. Pues Fernando necesitaba la colaboración de su sobrino aragonés -así como la de los condes catalanes- en esa vasta operación militar de distracción simultánea en las fronteras musulmanas (por otra parte, y por lo que se refiere al rey de Navarra, también sobrino de Fernando, no se podría contar con él, pues en sus casi diez años de reinado había dado sobradas muestras de su talante extrañamente "pacifista" y nada dado a aventuras bélicas exteriores).

Bajo esta luz de las enrarecidas relaciones políticofamiliares entre los reyes cristianos hispánicos es más fácil de comprender el por qué se le dió a la operación militar contra Barbastro esa cobertura o disfraz ideológico de "guerra santa" encomendada a un contingente militar de tropas extranjeras. Y es fácil imaginar también, a partir de algunos datos históricos bastante significativos, quién pudo ser la persona que en las cortes europeas y en la sede papal desempeñó la parte más activa en todas las gestiones diplomáticas preparatorias de esa intervención militar: nada menos que el abad Hugo de Borgoña, el todopoderoso abad de la no menos poderosa e influyente abadía de Cluny, centro matriz de una extensa red de monasterios en constante expansión por todo el Occidente europeo. El rey castellano mantenía con él una relación inmejorable [primer dato], puesto que Fernando se había comprometido a pagar anualmente al monasterio de Cluny la cuantiosa suma de mil piezas de oro (dinares andaluces, por supuesto, procedentes de los tributos musulmanes), lo que le convertía en el mayor benefactor de la Orden cluniacense. No se sabe la fecha exacta en que Fernando se comprometió a esta "piadosa" donación (realizada en todo caso en los últimos años de su reinado), pero no es mucho suponer que estaría relacionada con los importantes servicios que el influyente abad podía prestarle, y que de hecho le debió de prestar llegado el momento en el asunto de Barbastro y de Valencia (incluidas probablemente las necesarias gestiones para conseguir una flota de naves genovesas o pisanas con las que bloquear por mar la capital valenciana, a cambio de importantes privilegios, franquicias y ventajas comerciales para los mercaderes itálicos una vez que Valencia fuera conquistada). Es bastante verosímil, en efecto, que fuera este abad quien se encargó de movilizar todas las acciones diplomáticas necesarias al respecto (ya lo hiciera directa y personalmente en unos casos, ya a través del Papa, de los legados pontificios o de los obispos franceses, aquitanos y provenzales), y no es menos presumible que en la mayoría de los casos lo hiciera además con toda la reserva posible y sin levantar ningún tipo de sospechas sobre la identidad del verdadero promotor de todo aquello (el rey castellanoleonés), de manera que la cosa pareciese proceder de una iniciativa personal suya y del propio Papa.

El abad de Cluny era ante todo una persona muy bien relacionada, con mucho poder y mucha información reservada de primera mano, y sabía además jugar muy bien sus cartas. Aparte de ser una de las personas con más influencia en la sede papal, tenía excelentes relaciones personales con los grandes señores de aquella Francia feudal en la que su propio rey (descendiente de los duques de París) no era de hecho sino uno más entre sus muy poderosos y nominales vasallos. Y entre esos poderosos señores feudales había uno de ellos [segundo dato] con el que el abad Hugo de Cluny mantenía unas relaciones especialmente estrechas y cordiales: el duque Willem (Guillermo), llamado Guillermo el Bastardo o Guillermo el Conquistador, el Duque de Normandía (y futuro conquistador y rey de Inglaterra). Ello explicaría también el por qué de la gran afluencia de normandos a esa expedición en tierras hispánicas [tercer dato].

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Se conoce relativamente bien por fuentes coetáneas la vida de esa aristocracia normanda de la Francia del siglo XI. Descendientes directos de los piratas escandinavos daneses que devastaron las costas francesas entre los siglos IX y X, y a los que los reyes francos post-carolingios no tuvieron más remedio que ceder tierras donde pudieran asentarse pacíficamente, estos normandos ("hombres del norte") no sólo dieron su nombre a las tierras francesas noroccidentales de Normandía en las que se instalaron, sino que constituyeron allí un estado feudal prácticamente autónomo y con una vida propia bastante agitada: cuando no estaban en guerra contra los vecinos condes de Bretaña o con otros señores feudales franceses, estaban enzarzados en las interminables disputas internas entre las principales familias normandas, con venganzas y homicidios que a menudo acababan provisionalmente con el destierro de los alborotadores (lo cual era para el Duque Guillermo menos costoso que tenerlos en prisión y menos comprometido y peligroso que ejecutarlos). Por otra parte, la costumbre normanda de excluir de las herencias a los hijos no-primogénitos obligaba a éstos a buscar fortuna fuera de su tierra, generalmente como mercenarios en otros países; y si a ello se une el elevado número de hijos ilegítimos que había entre ellos (el propio Duque Guillermo era también hijo bastardo) es fácil entender la proliferación de esas generaciones de aventureros normandos que buscaron fortuna en los ejércitos europeos del siglo XI.

Caballeria normanda, detalle del Tapiz de Bayeux, tejido por mujeres normandas despues de 1066
 

Estos normandos no eran ya ciertamente tan "bárbaros" como sus antepasados vikingos: estaban ya cristianizados, habían asimilado completamente la cultura francesa y habían adoptado la lengua románica de los franceses del norte y no pocos de los aristocráticos refinamientos de éstos, entre ellos el gusto por las ropas vistosas y elegantes; llevaban además la cara completamente afeitada y se cortaban el blondo cabello en una característica melena en forma de tazón o casquete, rasurándoselo desde la nuca hasta el cuello. Al margen de esto, su rígido código feudal era uno de los más brutales de la época en lo que se refiere a sus castigos ejemplares reservados a los siervos, prisioneros, esclavos y demás personas consideradas de rango inferior.

En unos tiempos en que la mayoría de las aristocracias locales europeas habían relajado bastante sus hábitos y virtudes guerreras, estas gentes normandas parecían conservarlos intactos, por lo que estuvieron presentes en todos los ejércitos -occidentales o bizantinos- y en todas las grandes aventuras militares de ese siglo. Los propios musulmanes no les eran del todo desconocidos: la progresiva conquista del sur de Italia (todavía en manos bizantinas las regiones meridionales de Apulia y Calabria) y la conquista de la isla de Sicilia (bajo dominio musulmán) fueron básicamente obra de aventureros normandos. Hacia 1029, un normando llamado Rainulf conquistó con su ejército la ciudad de Aversa, cerca de Nápoles; otro normando, Willem "Fierabrás", conquistó la Calabria en 1042; en 1058 otro normando llamado Ricárd, sobrino del mencionado Rainulf, se apoderó de Capua tras un largo asedio, consolidando allí una dinastía normanda hasta bien entrado el siglo siguiente; otro célebre aventurero del mismo origen, Robért Guiscárd, se apoderó progresivamente de la comarca de Apulia, y su hermano Rogér invadió Sicilia en 1061 y conquistó Mesina (y años después Palermo y Siracusa). El propio duque Guillermo el Conquistador, en 1066, apenas dos años después del suceso de Barbastro, disputó el trono de Inglaterra al rey Harold (por entonces muy ocupado en contener la rebelión de un hermano suyo y la invasión de las tierras septentrionales de su reino por el rey de Noruega), e invadió la isla, venció a los bigotudos anglosajones de Harold en la célebre y decisiva batalla de Hastings, repartió el país entre sus barones normandos e inauguró en Inglaterra una nueva dinastía que habría de durar varios siglos.

Tampoco faltaron en España aventureros franconormandos con anterioridad a la expedición de Barbastro. En tierras hispánicas se hizo famoso Rogér de Tosny, que estuvo hacia 1020 como jefe mercenario al servicio de la condesa Ermesinda, viuda del conde de Barcelona, combatiendo contra los musulmanes vecinos (se decía que para intimidar a sus enemigos y lograr su completa sumisión había practicado sangrientas orgías en las que no faltaron actos de canibalismo sobre sus prisioneros musulmanes, noticia que es sin duda una distorsión algo exagerada de algunos hechos ocasionales ciertamente brutales cometidos con sus cautivos, a quienes parece que alguna vez extenuó con el hambre y les obligó a practicar la antropofagia con los cadáveres mutilados de sus propios compañeros). Este sujeto, que regresó a su tierra muy enriquecido y murió asesinado en el año 1040 durante una disputa con una familia vecina rival, no era en verdad muy diferente en su comportamiento y forma de vida de otros célebres aventureros europeos -normandos o no- de ese mismo siglo XI (entre ellos, por ejemplo, nuestro mitificado "Cid Campeador"), pero no hay duda de que en aquella época -en la que las atrocidades no eran nada excepcionales- los normandos se llevaban la reputación y se hicieron especialmente famosos por su brutalidad y por su empleo sistemático del terror sobre los desgraciados que caían en sus manos.

Pues bien, el núcleo principal del contingente militar que participó en el asedio y conquista de Barbastro estaba formado por normandos, uno de cuyos jefes principales era al parecer un aventurero llamado Robért Crespín (o Crispín o Crispino), poderoso barón de la baja Normandía (con posterioridad a la expedición de Barbastro estuvo combatiendo contra los turcos en el Imperio bizantino como jefe mercenario al servicio del basileo o emperador, Romano IV Diógenes, protagonizando lealtades, deslealtades y algún que otro motín). Otro de los jefes que dirigían el heterogéneo ejército contra Barbastro era el también normando Guillermo de Montreuil: miembro de la poderosa familia Giroie, había marchado a Italia hacia 1050, donde se puso al servicio de Ricardo de Capua y luego del Papa Alejandro II, como gonfaloniero (alférez mayor) y jefe de las tropas papales en Campania. Las fuentes le llaman "comandante de la caballería de Roma", pero ello no significa que fuera necesariamente el general en jefe del ejército internacional reunido frente a Barbastro, sino tan sólo uno de sus principales capitanes (pues es bastante probable que este ejército tuviese más bien un mando conjunto y compartido, en el que los legados eclesiásticos actuarían de intermediarios para dirimir las posibles desavenencias y desacuerdos que surgieran entre ellos, teniendo en cuenta además que tanto el Papa como el propio rey de Aragón Sancho Ramírez -que tampoco estaría presente en Barbastro- pudieron tener cierta consideración puramente nominal como "comandantes en jefe" del ejército).

Por otra parte, probablemente había en ese ejército expedicionario otros jefes de mucha más categoría y prestigio nobiliario que esos dos normandos mencionados: por ejemplo, Hildwin (Hilduino) de Roucy, destacado barón de una importante familia del norte de Francia (una hija suya, Felicia de Roucy, siete años después de este suceso de Barbastro, contrajo matrimonio con el rey aragonés Sancho Ramírez; y un hermano suyo, Ebles -o Ébulo- de Roucy, volvió a España en 1073 con intención de llevar a cabo otra "cruzada" por su cuenta y con el beneplácito papal). Y estaba también, según parece, el poderoso Duque de Aquitania y conde de Poitiers, Guillermo (un antepasado suyo había fundado y dotado el monasterio de Cluny). Y junto a ellos, además de los contingentes normandos, numerosos caballeros franceses (francos propiamente dichos y algunos borgoñones), aquitanos o gascones, itálicolombardos, tal vez algunos occitanos y provenzales, y también varios caballeros aragoneses (en representación de su propio rey, que por algo era el rey de Aragón el anfitrión de este ejército europeo); y no faltaban tampoco unos cuantos representantes eclesiásticos (entre ellos un monje de Montecasino -y posterior cronista de la empresa- llamado Amato).

Una vez que este ejército cruzó los Pirineos y se concentró en tierras catalanas y aragonesas, se les unieron también el obispo de Vich y el conde catalán Ermengol III de Urgell (el más poderoso de los condes catalanes después del conde de Barcelona, primo suyo), cada uno con su respectivo séquito y con su hueste de caballeros y peones. Según un fragmento del historiador árabe Al-Bakrí, el ejército "cruzado" era de unos 40.000 hombres (entre caballeros y peones), cifra a todas luces muy exagerada y abultada. Es difícil establecer siquiera con aproximación y fiabilidad cuál pudo ser el número de los efectivos reales de este ejército, pero cualquier cifra que sobrepase los cinco mil hombres debe ser considerada con grandes reservas, ya que un número demasiado elevado hubiera restado operatividad y eficacia a esta fuerza militar heterogénea (se puede aventurar quizá, muy a la baja, una cifra entre cuatro mil y cinco mil hombres de armas, contando también los que quedarían como fuerzas de avanzada cerrando los caminos hacia Barbastro desde el resto del territorio leridano).

No habría dificultades de entendimiento idiomático entre ellos, pues todos los franceses se entendían perfectamente entre sí, y lo mismo los francoprovenzales con los francohispanos (catalanes); por lo demás, las diferencias entre las lenguas románicas europeas en aquella época no pasaban de ser meramente dialectales y siempre se podía recurrir al artificioso latín, aunque los caballeros lo chapurreasen de forma mucho más bárbara que los eclesiásticos, pero en todo caso lo suficiente para entenderse. Más importante debía de ser la diferencia de mentalidad y de conocimiento de la realidad musulmana entre los hispanos y los extranjeros, pues para éstos últimos la España musulmana era sinónimo de tierra de fabulosas e incontables riquezas, y nadie podía atenuarles lo más mínimo la exageración de este mito (es muy probable incluso que muchos de ellos no se enterasen -hasta llegar ante la propia Barbastro- de que esa pequeña ciudad musulmana era el primer destino y también el último de la ambiciosa expedición, lo que no dejaría de causar cierta decepción y malestar que luego pagarían los infelices habitantes de la ciudad una vez conquistada). Hechos todos los avituallamientos necesarios y tomadas todas las previsiones al respecto, el imponente ejército se puso en marcha. Y no tuvieron que andar ni cabalgar mucho, porque la frontera musulmana estaba cerca y el objetivo asignado también.

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Caballero musulman, miniatura del Beato de Gerona
 

Parece claro que la ciudad de Barbastro había sido cuidadosamente seleccionada con antelación, seguramente por el propio rey Fernando y sus asesores y consejeros, que eran los que habían puesto en marcha todo aquello actuando desde "detrás del escenario" (bien informados por mercaderes y discretos espías de la situación de sus defensas y del número de soldados de su guarnición), y también que el objetivo elegido fue comunicado a los mediadores y gestionadores eclesiásticos con antelación, de manera que antes de cruzar los Pirineos es posible que algunos de los jefes de la expedición conocieran al menos el nombre de la "fabulosa ciudad" que iban a conquistar ellos solos a los "infames e infrahumanos musulmanes". La ciudad de Barbastro , en efecto, reunía todas las condiciones para convertirse en objetivo selectivo de esta "proto-cruzada". Estaba cerca de la frontera aragonesa, lo que aseguraba al ejército expedicionario el avituallamiento y la protección desde retaguardia, y era una ciudad relativamente aislada, importante y rica, situada entre Huesca y Lérida, pero no tan difícilmente expugnable como aquellas. Su población, si hemos de movernos estrictamente en torno a los abultados datos que se desprenden de las fuentes, rondaría en torno a los 15.000 habitantes (es decir, poco más o menos los que tiene actualmente la moderna Barbastro), ya que la cifra de 50.000 personas que da alguna de las fuentes tiene que estar con toda seguridad bastante exagerada; pues si tenemos en cuenta que ciudades musulmanas grandes como Valencia, Granada o Málaga tendrían en esa época (según cálculos puramente estimativos) entre 15.000 y 20.000 habitantes (Córdoba, la mayor ciudad de Occidente, tendría como mínimo unos 100.000, Sevilla cerca de 60.000, y Toledo unos 30.000), mientras que capitales islámicas menores como Badajoz o la propia Zaragoza podrían tener entre 12.000 y 15.000 personas, entonces una pequeña ciudad como Barbastro, que -comparada con aquellas- sería casi de cuarta categoría, no es probable que superase los 7.000 o -como mucho- 7.500 habitantes. Con todo, era una ciudad relativamente próspera y floreciente, centro de intercambio y comunicación entre Huesca y Lérida, con activo comercio, manofacturas de lino y tejidos, ganados, y probablemente viñedos y olivos.

La base étnica de la población, a pesar de ser una plaza de frontera, debía de estar ya seguramente muy mezclada y heterogénea, como la mayoría de las ciudades musulmanas. Pero lo más importante para los planes del rey castellanoleonés era que esta ciudad de segundo orden no pertenecía al rey de Zaragoza, sino al hermano de éste, el rey de Lérida. La frontera teórica entre ambos reinos musulmanes seguía aproximadamente el curso del río Cinca a partir de su desembocadura en el Ebro, y abarcaba también a Barbastro dentro del territorio leridano, pero dejaba fuera a la cercana Graus (que formaba "una especie de cuña de territorio zaragozano adentrada en el condado aragonés de Ribagorza"); los límites meridionales de la frontera aragonesa en esa época no son bien conocidos, aunque probablemente no rebasaban la sierra de Loarre, con el castillo del mismo nombre, y la sierra de Guara, con el castillo llamado Castejón (=castillón) de Sobrarbe, fortificación que señala una frontera anterior más antigua, pues en 1064 este límite ya habría sido rebasado y debía de estar seguramente algo más al sur, en torno al castillo de Alquézar (topónimo árabe que significa "el palacete").

Interior del palacio de la Aljafería, Zaragoza
 

Así pues, al tiempo que se aseguraba de momento la no-intervención del rey zaragozano al-Muqtadir ni la del walí o gobernador de Huesca, dependiente de éste, no se comprometía tampoco su vasallaje con los castellanos al no estar obligado a defender una población que no era de su reino sino del reino leridano de su hermano (y hasta es muy posible que, poco después de comenzado el asedio, el rey de Zaragoza recibiese algún mensaje conminatorio del propio Fernando para que se abstuviese de intervenir). Además, al-Muqtadir no mantenía precisamente buenas relaciones con su hermano Yusuf al-Muzaffar, el rey de Lérida (a quien ya en 1058 había intentado asesinar por medio de un mercenario navarro). Pero el rey zaragozano al-Muqtadir, que aparte de ser notable matemático, geómetra, naturalista y mecenas de las artes, era también -como ha señalado algún historiador moderno- "zorro viejo en las sutiles cuestiones de la diplomacia y de la supervivencia política", debió de percatarse pronto de que esa campaña no era un asedio más contra otro reino vecino más (en principio, que ese reino fuese musulmán y estuviese regido por su propio hermano, era cosa secundaria). No tardaría en darse cuenta, en efecto, de que esa expedición presentaba unos extraños e inhabituales tintes inequívocamente anti-musulmanes (y eso ya era cosa mucho más grave). Así que finalmente se decidiría a intervenir, recogiendo a su vez el propio concepto islámico de yihad o "guerra santa" (en desuso desde los tiempos de Almanzor); pero cuando lo hizo era ya demasiado tarde para los habitantes de Barbastro.

El que parece que tendría que haber actuado y no supo actuar bien en su momento fue el propio Yusuf ibn Sulayman ibn Hud al-Mudaffar, el rey de Lérida, seguramente demasiado asustado para calibrar la verdadera dimensión de la amenaza que se le venía encima. Tal vez pensó que la plaza de Barbastro resistiría mucho más de lo que resistió, y a él se le fue el tiempo en planear el contraataque con sus consejeros militares y generales o en gestionar inútilmente algún apoyo exterior entre sus aliados, que le dieron largas o no se dejaron ver de sus emisarios. Y tampoco es improbable que en las fortalezas fronterizas de los condados catalanes vecinos, o acaso en las costas de Tarragona, se produjeran algunos disuasorios movimientos que le hicieron creer que sus principales capitales (Lérida y Tarragona) podían ser atacadas de inmediato, o que la eventual fuerza de socorro que enviase a Barbastro podría verse sorprendida por detrás por alguna incursión de los catalanes desde esos castillos fronterizos. Los castillos de Camarasa, Estopiñán, Purroy y otros cercanos pertenecían al conde de Barcelona, Ramón Berenguer I, que tenía pretensiones sobre las tierras inmediatas de Ribagorza (lo que le había enfrentado con los aragoneses); por un tratado del año anterior (1063) con su primo Ermengol III, conde de Urgell, éste se comprometía a defender dichos castillos "contra moros o contra cristianos" (es decir, contra leridanos o contra aragoneses); Ermengol estaba en buena relación con éstos últimos (estaba casado con una hermana del rey Sancho Ramírez), pero ignoramos si ese tratado tenía alguna relación directa con la campaña de Barbastro planeada para el año siguiente, y a la que el conde de Barcelona -significativamente- no asistió, a diferencia de su primo. Por otro lado, y aunque parece ser que Ramón Berenguer tenía gran interés en llegar a conquistar Tarragona e incorporarla a sus propios dominios, no es improbable que en ese momento tuviera concertada alguna tregua con el rey de Lérida (bien pagada con sus correspondientes tributos en oro) y que por ello deseara inhibirse completamente en este asunto de Barbastro, sin poder aprovecharlo tampoco para atacar el territorio tarraconense. Y todavía hay otra posibilidad nada desdeñable: que el conde catalán tuviera algún acuerdo secreto con el rey castellano para apoyar con una flotilla de naves catalanas el bloqueo de Valencia, o al menos para permitir que otras naves italianas aliadas de Fernando utilizasen el puerto de Barcelona como base para esa operación, de todo lo cual acaso esperaba el conde sacar algunas ventajas para sus futuros planes contra Tarragona (no era nada fácil -como puede verse- mover o amenazar una pieza cualquiera en ese complicado tablero político hispánico sin poner en peligro las piezas propias: ciertamente Barbastro era un simple peón en ese juego, pero había ya varios reyes "en jaque").

Entre una cosa y otra, el caso es que nadie auxilió eficazmente a esta pequeña ciudad musulmana, que quedó abandonada a su suerte y resultó ser -como suele decirse- una "perita en dulce" puesta casi en la boca de ese ejército extranjero por el propio Fernando a través de sus valedores e intermediarios papales y cluniacenses, con objeto de distraer a todos y poder tener las manos libres en su objetivo principal: la campaña contra Valencia. Su sobrino, el rey aragonés, si es que no lo sabía, debió de darse cuenta de que había servido ingenuamente al juego de su tío, cuando supo poco después que un ejército castellano-leonés atacaba Valencia, y de poco le serviría el efímero consuelo de que -una vez conquistada la plaza de Barbastro- ésta fuera puesta bajo su soberanía nominal. Todos los planes del rey Fernando se cumplieron, pues, a la perfección; todos salvo (como ya hemos visto) el objetivo principal: después de tanta operación bien coordinada, después de tanta diplomacia, de tanto preparativo y de tanto desvelo, el rey castellano no consiguió tomar la deseada Valencia,... y se murió del disgusto.

Veámos, pues, cómo se desarrolló el asedio y la cruel conquista de esa pequeña ciudad subpirenaica que sin quererlo ni imaginarlo se convirtió en la víctima indirecta de las ambiciones de un rey con veleidades de "imperator", de las codicias y crueldades directas de unos bárbaros aventureros extranjeros y de la calculada "política cristiana" de una ideología no menos extranjera que por entonces comenzaba a ensayar su propia capacidad de convocatoria y de "dirección espiritual" entre las aristocracias europeas occidentales.



 
 

La "hazaña" de Barbastro: breve asedio, incumplida capitulación y espantosa masacre.


La ciudad de Barbastro, como toda ciudad medianamente importante en aquella época, estaba rodeada de murallas, y era evidente que no iba a rendirse así como así, al menos mientras a sus defensores les quedase la esperanza de que pronto llegarían desde Lérida (o tal vez incluso desde Huesca o desde la propia Zaragoza) importantes fuerzas de socorro que obligasen a los extranjeros a levantar el cerco.

Al no obtener la rendición inmediata, a finales de junio el ejército expedicionario se preparó para un asedio de duración indefinida: fortificaron bien su campamento para evitar indeseables sorpresas, montaron sobre el terreno algunas máquinas de asalto, rodearon por completo todas las entradas y salidas de la ciudad y cortaron y cegaron los pozos y canales que proporcionaban el agua a la población (medida que iba a resultar decisiva, pues aunque la llegada de este ejército francés había sido seguramente detectada con alguna antelación por los vigías e informadores de los alrededores, es evidente que no hubo tiempo material de hacer acopio de provisiones para resistir un largo asedio, y todo esto ocurría además en pleno verano, sin posibilidad de que alguna lluvia oportuna solucionase o aliviase los problemas de escasez de este líquido vital).

Para colmo de desgracias, un canal o acueducto subterráneo que abastecía de agua a la ciudad desde el río cercano fue accidentalmente obstruido por el desprendimiento de una gran mole de piedra de la muralla antigua, lo que provocó la desesperación de sus habitantes ante la posibilidad de morir de sed. Los atacantes se habían apoderado de los arrabales sin mucha dificultad, pero sufrieron un elevado número de bajas al intentar el asalto a las murallas. La sed empezó entonces a hacer estragos entre los asediados, y según cuenta el historiador árabe Ibn Hayyán, principal cronista y contemporáneo de los hechos, "frecuentemente alguna mujer pedía a los impíos desde lo alto de la muralla que le diesen un poco de agua para ella o para su hijo, y se le daba esta respuesta: << Dame lo que tengas, échame algo que sea de mi agrado, y entonces te daré de beber >>; y ella arrojaba al soldado lo que le había prometido que le daría de lo que tenía (vestidos, alhajas o dinero), y al mismo tiempo le echaba algún recipiente u odre atado a una cuerda, que el soldado llenaba de agua, con la que ella aliviaba su propia sed o la de su hijo. Pero cuando el general en jefe tuvo conocimiento de que se hacía esto, prohibió a sus soldados que diesen agua a las mujeres de la fortaleza, diciéndoles: << Tened un poco de paciencia, que pronto los sitiados estarán en vuestro poder >> (...)".

Hubo de todo lo que solía haber en esta clase de asedios: intimidaciones, intercambio de proyectiles (los normandos traían buenas dotaciones de arqueros), intercambio de mensajes y mensajeros, y tal vez también algunos desdichados a los que se capturó en los alrededores o cuando intentaban escapar de la ciudad en busca de agua, y cuyas cabezas, después de que sus dueños suministrasen toda la información que sabían, serían lanzadas dentro de la plaza mediante rudimentarias catapultas (práctica ésta de carácter intimidatorio muy usada por los franceses durante las posteriores Cruzadas). Pero el caso es que el asedio duró muy poco (apenas cuarenta días, pues la ciudad capituló a principios del mes de agosto): en efecto, viendo que las semanas transcurrían y que no aparecía fuerza alguna de socorro, que el agua estaba agotada y que comenzaban a sufrir el espantoso asedio de la sed, y confiando en que los sitiadores se conformarían tan sólo con sus bienes, a cambio de sus vidas, los jefes de la ciudad ultimaron las condiciones de la capitulación, acaso en desacuerdo con algunos de los soldados de la guarnición (seguramente bereberes), que prefirieron resistir en la fortificada alcazaba.

Figura de mujer y hombre en una miniatura de un códice persa
 

Pero ignoraban que la suerte de su ciudad estaba ya decidida de antemano, y que estos cristianos extranjeros habían venido con unos esquemas de guerra muy distintos de los que solían usar los cristianos hispánicos. Traían un concepto de "guerra total", de "guerra santa", de "guerra de exterminio", y contaban además con la absoluta indulgencia y bendición papal para saquear y exterminar indiscriminadamente a todos los musulmanes que cayeran en sus manos, pues de todas formas -según la mentalidad más obtusa e inflexible de la época- estos "herejes contumaces" estaban ya destinados al infierno, y la forma de enviarlos allí era lo de menos. De nada se beneficiarían los habitantes de Barbastro de todas esas ideas de la "paz de Dios" que habían ido abriéndose paso en la Francia feudal por obra de determinados sectores pacifistas del clero (interesado también en salvaguardar sus propias personas e intereses en medio de las turbolencias guerreras de la época), unas ideas que habían ido sentando el principio de que el débil que no podía hacer daño no debía recibir daño alguno. Pero esto -como decimos- se aplicaba (cuando se aplicaba, es decir, cuando interesaba aplicarlo) en todo caso tan sólo a los cristianos, no a esa especie de monstruos morenos que para los franceses eran los musulmanes de allende las fronteras. Contra esos enemigos de la fé bastaba aplicar al pie de la letra las propias doctrinas y recomendaciones bíblicas al respecto, sobre todo las recogidas en el libro del Deuteronomio (20, 10-14): "Cuando te acercares a una ciudad para atacarla, le ofrecerás la paz. Si la acepta y te abre sus puertas, la gente de ella será hecha tributaria tuya y te servirá. Pero si en vez de hacer paces contigo quiere la guerra, la sitiarás. Y cuando Yahwéd, tu Dios, la pusiere en tus manos, pasarás a todos varones al filo de la espada; y las mujeres y niños, los ganados y cuanto haya en la ciudad, lo tomarás para tí como botín de guerra", o en el libro de los Números (31, 17): "Matad de los niños a todo varón, y de las mujeres a cuantas han conocido lecho de varón; las que no han conocido lecho de varón, reserváoslas", y otros diversos textos bíblicos en los que siempre se podían encontrar justificaciones para casi todo, como aquellos textos proféticos que -convenientemente sacados de contexto- hablaban incluso de "abrir con la espada el vientre a las preñadas y estrellar a los niños de pecho contra las paredes de las casas", y otros similares e igualmente brutales.

Lo decía la Biblia, y eso era más que suficiente para tranquilizar las conciencias de los más escrupulosos (principalmente las de los prelados y eclesiásticos que acompañaban a la expedición). Es bien sabido hasta qué punto las personas más moralistas (clérigos o no), es decir, las más preocupadas en justificar lo injustificable, se vuelven también las más pasivas y las más cobardes a la hora de intentar impedir los excesos y las atrocidades, pues con ello perderían autoridad y se descalificarían a sí mismos, sin contar con que -además- en tales circunstancias no se les haría ningún caso. Y es que la moral estricta se mueve siempre en una bipolaridad conceptual que impide todo término medio razonable: o se está con unos (con los "buenos") o se está contra ellos, y cualquier mínima concesión a los otros (a los "malos") significaría ni más ni menos que estar de su parte. Así de terriblemente simplistas, de deshumanizadas y de monstruosas suelen ser todas las ideologías del dogmatismo y de la intolerancia. Por otra parte, está claro que la mayoría de aquellos "cruzados" franceses y normandos, sabedores ya de que Barbastro era la primera y la última ciudad que les estaba permitida en esa "Cruzada", iban a desahogarse y resarcirse con ella a su gusto y sin límite moral alguno. Así pues, la población de la ciudad estaba condenada al exterminio, al genocidio y a la esclavitud más brutal.

Se fijaron verbalmente los términos de la rendición (muy duros en todo caso, pues la ciudad y todo lo que en ella quedase pasaría a manos de los vencedores). Bien conocida es la docilidad y credulidad de los seres humanos cuando se entregan a una mínima esperanza de ver salvadas sus vidas en el último momento, reprimiendo en sí mismos todo intento de rebeldía o de resistencia desesperada. Los habitantes de Barbastro (descontados los bereberes de la guarnición o algunos árabes o judíos de la aristocracia local) seguramente no estaban hechos de una pasta menos dura que la de aquellos numantinos o saguntinos de antaño, y a buen seguro que hubieran actuado como aquellos de haber sabido lo que les esperaba a ellos mismos y a sus familias (la diferencia es que en Sagunto o en Numancia no tuvieron opción, porque no esperaban del vencedor -cartaginés o romano- compasión alguna, pero en Barbastro hubo al menos una pequeña esperanza que se basaba en el desconocimiento de esos enemigos extranjeros, muy distintos de los habituales cristianos hispánicos).

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Se les ordenaría primeramente, bajo pena de muerte, entregar todas las armas existentes en la población, sin ocultar siquiera los cuchillos de carnicería o cualquier otro instrumento cortante, y todas ellas deberieron ser arrojadas por algún determinado punto de la muralla, o bien -para no estropearlas demasiado- reunidas en un determinado lugar de la ciudad hasta que entraran a recogerlas en carros los encargados de hacerlo o ellos mismos las sacasen cuando se les ordenara.

Por la mañana temprano se les dió la orden de evacuación parcial de la plaza. Los primeros a los que se permitió y obligó a salir fueron un gran número de mujeres mayores, ancianos y niños de pecho, gran parte de los cuales perecieron aplastados y asfixiados al precipitarse y agolparse en la puerta principal de la ciudad para salir a beber (otros murieron al beber de forma compulsiva e inmoderada, sedientos como estaban). Luego se ordenó que saliesen desarmados todos los habitantes varones de la ciudad (sanos o enfermos, hombres y jóvenes), tan sólo con la ropa puesta, bajo severa amenaza de matar a todos aquellos que encontrasen escondidos en las casas, dejando en éstas únicamente a las mujeres más jóvenes y niños menores. Se daría orden también de que todas las casas permaneciesen con las puertas abiertas y de que reuniesen en ellas todas sus pertenencias y riquezas familiares en oro, plata, joyas, muebles y ropas, listas para entregadas a los vencedores que pasarían a recogerlas, y asimismo bajo amenazas de muerte y de torturas para todos los habitantes de aquellas casas en las que se encontrasen riquezas escondidas. Al mismo tiempo entraron en la ciudad algunos grupos de soldados para supervisar la evacuación y tomar posiciones dentro de ella.


 

A medida que todos los hombres iban saliendo de la ciudad, fueron reunidos en grupos más pequeños; a algunos los harían desnudarse completamente, tanto para comprobar que no llevaban armas, joyas o dinero escondido como para dejarles aun más inermes psicológicamente, y de paso para quedarse también con sus ropas (que en aquella época eran siempre un botín menor pero importante, y no era cosa de tener que recoger luego ropas rotas y ensangrentadas). Y a continuación parece ser que los jefes de aquellos "cruzados", alarmados por el gran número de los sitiados supervivientes, decidieron dar a sus hombres la orden general de diezmarlos un poco: los soldados cayeron sobre los indefensos prisioneros, los fueron separando arrastrándolos por los cabellos, y seguidamente comenzaron a degollarlos y a decapitarlos (en aquellos bárbaros tiempos altomedievales las cabezas cortadas eran no sólo la más fiable "unidad de cuenta" de los enemigos muertos sino también la mejor garantía de no dejar supervivientes). Cuando las espadas y hachas se embotaron por la sangre, los restantes fueron rematados a lanzazos, pedradas y golpes.

Las escenas tuvieron que ser espantosas y terribles: miembros de una misma familia, padres, hijos, hermanos, amigos, masacrados todos uno tras otro por una turba de soldados paulatinamente exaltados, embrutecidos y encanallecidos en su criminal y metódica tarea. Sin duda se hizo participar en este sanguinario ritual de comunión de sangre al mayor número posible de soldados (toda la tropa de a pie, peones, escuderos, mozos, criados y demás chusma del ejército), mientras que los caballeros contemplaban de lejos desde sus caballos la espantosa escena, limitándose a cerrar el paso con su lanza a algún que otro prisionero que no tuviera las piernas tan paralizadas por el terror como para no intentar escapar corriendo. Pues lo cierto es que rara vez, en todas las épocas y momentos de matanzas de este tipo que se conocen en la Historia, los prisioneros muestran en esas circunstancias algún espíritu de resistencia generalizado, ya que lo más frecuente es que se apodere de ellos un pánico colectivo y gregario que les inhibe completamente toda capacidad de reacción defensiva, de manera que se dejan matar como corderos en el matadero, en medio de un estupor, docilidad y resignación generalizada (y esto parece ser una constante psicológica en todas las matanzas colectivas de este género, desde la Antigüedad hasta nuestros días, como lo es también la propia insensibilidad y embriaguez de sangre que en tales casos se apodera de los enloquecidos verdugos).

Los que sobrevivieron a esa masacre, después de que los jefes del ejército decidieran terminar la matanza, fueron obligados a concentrarse en la plaza principal de la ciudad, donde se les ordenó de manera violenta -a golpes y cuchilladas- que aquellos que poseían una casa volvieran a ella y esperaran allí junto con sus familias y riquezas la llegada de sus nuevos amos. Dice Ibn Hayyán: "Cada caballero recibió una casa como botín, con todo lo que había dentro de ella (riquezas, mujeres, niños, etc), pudiendo hacer del dueño de la casa lo que considerase más conveniente. Además de tomar todo lo que el dueño les mostraba, le solían forzar por medio de torturas de toda clase a entregarles también lo que intentaba ocultarles; en muchas ocasiones el musulmán moría en medio de estas torturas, lo que era en realidad lo mejor, pues si sobrevivía tenía que sufrir dolores todavía más grandes, dado que los impíos -en su refinada crueldad- encontraban placer en violar a las mujeres y a las hijas de sus prisioneros delante de ellos. Cargados de hierros, estos desgraciados eran obligados a presenciar estas horribles escenas, derramando lágrimas y con el corazón destrozado. En cuanto a las mujeres, empleadas como sirvientas, los caballeros se las entregaban a sus pajes y criados cuando ya no les interesaban para sí mismos, para que hiciesen con ellas lo que quisiesen. Imposible es decir todo lo que los impíos hicieron en Barbastro (...)".

Infantería y caballería cristiana en la época de Fernando I (primera mitad del s. XI)
 

Tres días después de conquistada la población, extenuados por la sed, se rindieron los varios centenares de soldados de la guarnición y algunas personas notables que aun permanecían resistiendo junto con sus familias en la ciudadela o alcazaba, con la condición de que les fuera respetada la vida. Se les permitió abandonar la ciudad y dirigirse hacia Monzón, la principal población más cercana; pero en el camino cayeron sobre ellos otros caballeros que cubrían la retaguardia de los sitiadores, y ya fuera porque ignorasen las condiciones de la rendición o ya fuera porque actuasen de acuerdo con los que los habían dejado marchar, el caso es que los mataron a casi todos, excepto a unos pocos que consiguieron escapar.

La población masculina de Barbastro fue prácticamente exterminada, si exceptuamos a los niños que quedaron en las casas con sus madres y con las demás mujeres y si descontamos a esos pocos que lograron huir de la ciudadela y a algunos ciudadanos importantes que fueron reservados y otros que salvarían su vida mediante una activa colaboración con los vencedores (algunos esclavos, algunos criminales presos, y acaso algunos cristianos mozárabes que vivían en Barbastro, y pocos más). Pero es significativo el hecho de que ni siquiera la mayor parte de los personajes más ricos y notables de la ciudad lograran salvar sus vidas a cambio de futuros e hipotéticos rescates, lo que lleva a pensar que se había decidido en principio no perdonar absolutamente a nadie (además, y puesto que todas las riquezas de la ciudad ya estaban en sus manos, las promesas y garantías de recibir otras adicionales no podían satisfacer a gentes extranjeras que pronto se marcharían de allí hacia sus distintos lugares de procedencia). Se estima -según los datos deducibles a partir de las fuentes- que el número de personas masacradas fue de unos seis mil individuos, exagerada cifra que, aunque la reduzcamos a unas estimaciones más reales y la dejemos tan sólo en unos tres mil (de una población total que, como hemos indicado, no sobrepasaría los 7.000 o 7.500 habitantes, como mucho), resulta igualmente estremecedora.

Parece ser -como se ve por los relatos de Ibn Hayyán- que en cada casa se dejaron únicamente a los niños y a las mujeres más agraciadas de la familia, para justificar aun más la propia perfidia y que no se pudiese decir que se habían apoderado de casas vacías y de riquezas "robadas", de manera que esas personas de cada casa pagaban por sí mismas el "precio de sangre" y compraban con las riquezas de la casa no ya su libertad, sino tan sólo su vida y su propia esclavitudd (por esa misma fuente árabe sabemos que se actuó así en las viviendas más ricas y principales, de forma que cada casa -cada una con alguna mujer hermosa y con todas las riquezas que había en su interior- fue considerada como "unidad de botín" a la hora del reparto entre los jefes y caballeros). No hay duda alguna, en cualquier caso, de que el saqueo fue muy selectivo y de que había sido cuidadosamente planificado con la suficiente antelación, sobre todo para evitar al máximo cualquier tipo de disensiones entre los capitanes de un ejército tan heterogéneo y multinacional, de manera que todos ellos quedasen satisfechos (como, por otra parte, se trataba de una "guerra santa", no había oficialmente botín para las tropas, que habrían de ser contentadas con lo que generosamente les dieran sus jefes de lo suyo).

Las fuentes sugieren la abultada cifra de unas 1.500 jóvenes correspondientes al botín del principal de los jefes del ejército, es decir, aproximadamente una quinta parte de la población total. Según Al-Himyari, se eligieron entre 5.000 y 7.000 muchachas jóvenes y especialmente bellas como presente para el emperador bizantino, las cuales, cuando la mayor parte de los expedicionarios abandonaron la ciudad conquistada, fueron sacadas fuera de España y llevadas después a Constantinopla por algunos de estos aventureros franconormandos que luego prestaron sus servicios en Bizancio, tanto para sacar algún dinero por ellas vendiéndolas a los mercaderes de esclavos como para impresionar con la "hazaña" a los propios generales bizantinos y a su basileo o emperador. Creemos que esa exagerada cifra de 7.000 cautivas hay que entenderla más bien como la cifra total de la población de Barbastro, entre muertos y cautivos, con lo que puede reducirse la cifra de Al-Himyari -sin temor a quedarnos cortos- a un número impreciso entre 1.500 y 2000 (mujeres jóvenes y niños y niñas supervivientes). Tampoco es mucho suponer (y desear) que algunas de esas cautivas -o de sus hijos- consiguieran escapar de sus nuevos amos o fueran liberadas después por otros musulmanes (aunque fueran bárbaros turcos), pero esto se sale ya completamente de la historia documentada y colectiva y entra en el puro drama y en la aventura y peripecia individual y personal. Lo más probable, sin embargo, es que la inmensa mayoría de ellas sobrevivieran y murieran en la esclavitud y servidumbre de gentes extrañas y en tierras y países no menos extraños y lejanos.

Se vivieron en la ciudad escenas espeluznantes durante la tarde y noche de ese día del terror, cuando ya los jefes, los caballeros y los clérigos habían entrado a tomar posesión de sus casas asignadas. En el exterior, los supervivientes fueron obligados a enterrar los cuerpos de sus propios conciudadanos, familiares y parientes o a amontonar los cadáveres para ser quemados en grandes piras.

No tiene mucho sentido recrearnos aquí en una descripción morbosamente detallada de los innumerables actos de crueldad y de salvajismo, de locura colectiva en definitiva, que allí se cometieron. La imaginación de cada cual puede poner su granito de arena, con la casi completa convicción de que cualquier cosa imaginable -de entre las muchas vejaciones y crueldades que un ser humano puede cometer sobre otro ser humano aterrorizado e indefenso- tuvo allí su realización impune, o dicho de otro modo: aquellos "cruzados" hicieron con aquellas mujeres cautivas todo lo que nunca se hubieran atrevido a hacer en su propio país y con las mujeres de su propia tierra. Y es sobradamente conocido cómo en tales situaciones el corazón humano no deja hueco alguno para la compasión, sino que -por el contrario- las súplicas de las víctimas no sirven de ordinario más que para incrementar aun más la crueldad y el ensañamiento de sus verdugos.

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Representación del martirio de San Vicente y sus hermanas (relieve en piedra)
 

El suceso de Barbastro conmocionó a toda la población de la España musulmana (desde Córdoba hasta Valencia, desde Badajoz hasta Murcia y Almería, desde Toledo hasta Granada), y casi sobra decir que aterrorizó a los moros leridanos y zaragozanos. Es de suponer que también influyó no poco en la determinación de los acontecimientos de las dos décadas posteriores y en las propias relaciones cristiano-musulmanas a partir de entonces (en la "opinión pública", diríamos ahora), culminando apenas dos décadas más tarde en el desesperado "llamamiento" y la consiguiente invasión de las fanáticas tribus bereberes almorávides saharianas, que sirvieron para contrarrestar la creciente presión e intolerancia cristiana con otra intolerancia musulmana no menos implacable.

Más difícil de evaluar es la incidencia que pudo tener en los reinos cristianos peninsulares este cruento suceso de Barbastro. Que fue sobradamente conocido está fuera de toda duda, pues no en vano había sido uno de los más atroces genocidios vividos en la península hispánica desde los tiempos de Almanzor, y además había no pocos hispánicos entre los testigos y protagonistas directos de esos hechos (aragoneses y catalanes, sobre todo, pero tal vez también algunos navarros y algunos castellanos), e incluso en una época tan llena de atrocidades de todo tipo hechos como éstos no dejaban de ser excepcionales dentro de su propio exceso de atrocidad. Pero teniendo en cuenta que en aquella época (como en tantas otras) no se divulgaba más que lo que interesaba divulgar, los relatos pormenorizados no llegarían a figurar nunca en las crónicas y en las historias oficiales peninsulares, y sólo se difundieron de manera oral en las conversaciones privadas y acaso también -indirectamente en todo caso- en algunos de los "relatos sin palabras" de las mudas imágenes del arte de la época, o incluso en las formas literarias codificadamente limitadas de cierta narrativa popular.

Otra escena del martirio de San Vicente y sus hermanas (relieve en piedra)
 

Y en efecto, algunos relieves del arte románico pertenecientes a una época poco posterior resultan tan extrañamente insólitos en su género que puede sospecharse que en realidad recogen -con bastantes detalles escabrosos- los ecos de algunas de las horripilantes escenas que se vivieron en Barbastro. No se trata ya de esas miniaturas de algunos códices románicos del siglo XI (castellanoleoneses, catalanes) que muestran una escena repetida y bastante similar en todos ellos: un rey sentado en su trono y unos soldados que decapitan a unos prisioneros y revientan los ojos con un punzón a los jefes enemigos rebeldes (pues, al fin y al cabo, se trata de un lugar común en esas miniaturas bélicas, algo que alude a prácticas usuales en aquella época incluso con mucha anterioridad al suceso de Barbastro). Nos referimos, más bien, a ciertos relieves románicos muy concretos: por ejemplo, la "matanza de los Santos Inocentes" esculpida en la iglesia de Santo Domingo en Soria (y que a pesar de tratarse de un tema bíblico muy divulgado en la época, resulta un tanto atípico y extraño en su morbosa delectación detallada de cómo unos anacrónicos soldados herodianos -vestidos, por supuesto, como los soldados del siglo XI- arrancan por la fuerza a los hijos de sus madres para degollarlos acto seguido); o esa otra no menos extraña escena de un cenotafio de la iglesia de San Vicente de Ávila, en la que se narra en tres paneles en relieve el suplicio de tres antiguos mártires hispanocristianos (San Vicente y sus dos hermanas): los tres mártires son primeramente desnudados, luego empalados y descoyuntados en un extraño instrumento de tortura, inusual en España pero no en Francia (dos maderos articulados y móviles, en forma de aspa, a los que son atadas las víctimas por las extremidades, a la vez que unos soldados van moviendo y estirando dichas aspas sobre su eje), y finalmente son enterrados todavía vivos al tiempo que se les aplastan las cabezas con unos pesos de piedra (unos ángeles recogen en una sábana sus almas, representadas por tres pequeñas figuritas). Igualmente extraño resulta también el relieve de uno de los tímpanos de la catedral de Compostela, esculpido seguramente por artistas transpirenaicos, que recoge una supuesta leyenda medieval muy del gusto de ciertos clérigos moralizantes de la época: una mujer semidesnuda que tiene entre sus manos una cabeza humana cortada y putrefacta (imagen que según la interpretación eclesiástica oficial representaría a una mujer adúltera a la cual su propio marido obligaba a besar dos veces al día la cabeza de su decapitado amante). Y hay también algunos otros relieves románicos sobre el "Juicio Final" (por ejemplo los de la iglesia navarra de Sangüesa) que pudieran evocar tal vez escenas vividas y reales.

Se trata, naturalmente, de conjeturas, pero no es nada improbable que algunas de éstas u otras imágenes -aunque sea de lejos y muy simbólicamente (pues algunas de ellas fueron esculpidas muchas décadas después)- representen realmente silenciosos testimonios de algunas de las más terribles escenas que se vivieron en Barbastro, y que todavía permanecían en el recuerdo y en la boca de las gentes mucho tiempo después de los hechos. En todo caso sirven para ilustrar esos sucesos desde la propia visión de su época.

En cuanto a la propia literatura hispánica posterior, es también difícil hallar posibles huellas del suceso; pero teniendo en cuenta que la poesía épica recoge a veces -codificándolos y sintetizándolos a su propio modo- algunos episodios históricos reales, no deja de ser curioso que el episodio de la toma de Alcocer en el famoso "Poema del Cid" (epopeya escrita probablemente a finales del siglo XII o principios del XIII, es decir, a más de ciento treinta años -como poco- de los sucesos de Barbastro) pudiera constituir de hecho -cambiando nombres y circunstancias- un magnífico y resumido relato de la propia campaña de Barbastro en líneas muy generales (fortificación del ejército sitiador; corte del suministro de agua por los sitiadores; captura de la ciudad mediante un engaño; moros y moras capturados a los que se les libra de la decapitación para tenerlos como esclavos de los vencedores en sus propias casas; cerco de la ciudad por un ejército moro de socorro; salida violenta -y victoriosa- de sus defensores, etc), aunque es cierto que se trata de actuaciones y prácticas bélicas bastante generalizadas en la época.

Evidentemente, se puede objetar que todo ello no demuestra una conexión directa, salvo unos modos artístico-narrativos muy comunes en la época y unas operaciones bélicas no menos habituales. Lo cual es cierto; pero en todo caso -como decimos- esas imágenes plásticas y literarias (aun sin ese supuesto referente a los hechos históricos ocurridos en Barbastro) constituyen por sí mismas una vívida y completa ilustración de lo que debió de ser ese impresionante suceso.

En lo relativo a la influencia de la "cruzada" de Barbastro en las tierras del otro lado de los Pirineos, hay que señalar al menos dos cosas importantes. La primera es que los detalles de este suceso, por su propia naturaleza escabrosa y criminal, no eran precisamente muy apropiados para ser narrados prolijamente por sus propios protagonistas (durante la Primera Cruzada en Palestina, en la que los "cruzados" europeos cometieron innumerables atrocidades, algunos franconormandos se jactaban de haber comido "niños musulmanes asados y ensartados en espetones como si fueran cochinillos", pero esto no pasa de ser más que una exagerada bravuconada, que en todo caso revela tal vez otro género de apetencias -no precisamente gastronómicas- de unos fanfarrones que habían terminado creyéndose su propia fama y querían emular algunas de las salvajadas reales cometidas por las generaciones inmediatamente anteriores). Pero lo cierto es que este tipo de hechos bestiales e inhumanos, ésos que ningún ser humano se cree capaz de hacer hasta que los hace, no suelen ser recreados por sus protagonistas ante otras personas como motivo de orgullo por haber participado en ellos; más bien al contrario.

La segunda cosa es que la propia Iglesia romana tuvo sin duda informaciones de primera mano sobre todo lo sucedido en Barbastro, pero todas ellas ponían el énfasis más bien en los inevitables excesos sexuales de los soldados que en la propia brutalidad y criminalidad de la matanza (así, por ejemplo, uno de los monjes allí presentes, el cronista Amato, de Montecassino, reprochará a estos protocruzados no tanto su crueldad como el hecho de haberse dejado seducir por la "sensualidad musulmana": el pazguato monje se refería -claro está- a lo que había visto más de cerca, a saber, las permanentes orgías de los jefes normandos en las casas de Barbastro con las mujeres musulmanas y con los niños y niñas cautivos). Por lo demás, el inevitable silencio de los participantes en esas atrocidades, los "oídos sordos" de las propias autoridades eclesiales hacia sucesos que quedaban lo suficientemente lejanos y que tenían como víctimas a infieles más o menos abstractos e impersonales, y sobre todo el relativo éxito políticorreligioso de la expedición, contribuyeron a diluir rápidamente los aspectos más sórdidos y cruentos del salvaje episodio. Lo principal era que la campaña de convocatoria había sido un éxito y que la Iglesia había puesto a prueba su capacidad de "dirección espiritual" de contingentes militares multinacionales dinamizados por un "ideal común". Y tampoco es nada improbable que fueran precisamente las propias autoridades eclesiásticas las más interesadas en aconsejar a los jefes de la expedición que se llevaran a esas cautivas lo más lejos posible de Francia y de Italia, por ejemplo a Constantinopla, "para pregonar en tierras lejanas el gran triunfo de las armas de la Cristiandad".

Todavía habría en las décadas siguientes algunos otros tímidos y fallidos ensayos de "Cruzada" en tierras hispánicas, uno de ellos provocado por un desesperado llamamiento del rey castellanoleonés Alfonso VI, que llegó a amenazar con pactar con los musulmanes y dejarles paso franco por los Pirineos si no se le enviaba ayuda europea para frenar a los ejércitos almorávides: esa "mini-cruzada" llegó a materializarse en la primavera de 1087 (más de veinte años después de lo de Barbastro), pero sus integrantes -entre ellos el duque de Borgoña, el conde de Amous, el conde de Tolosa y muchos caballeros aquitanos, occitanos y provenzales- no quisieron pasar mucho más allá, y unos se volvieron a Francia, otros se pusieron al servicio del rey de Aragón, y tan sólo el conde de Amous, Raimund, llegó con su séquito hasta la corte del rey castellano, que estaba casado con una tía suya, y poco después se casó él mismo con su prima, la hija de Alfonso VI. Treintaicinco años después de lo de Barbastro, en 1099, el Papa Urbano II, como es sabido, inspiró y alentó la primera de las grandes Cruzadas europeas a las lejanas tierras de Siria y Palestina (a Tierra Santa), que culminó con el asedio y conquista de Jerusalén, sobre cuya población se llevó a cabo una de las más espantosas matanzas de toda la Edad Media.

Y hay todavía -según pensamos- otra posible huella de la campaña de Barbastro en la propia literatura medieval francesa: nada menos que en la famosa "Chanson de Roland", una epopeya épica cuya redacción definitiva es tan sólo unas cuantas décadas posterior a esta "protocruzada" en tierras hispánicas. Al margen de que su fondo histórico último sea un oscuro episodio del siglo VIII (la aniquilación de la retaguardia de un ejército carolingio por los montañeses vascos en el paso pirenaico de Roncesvalles), lo cierto es que las líneas argumentales más esquemáticas del relato son fácilmente transponibles a los sucesos de Barbastro, en los que seguramente se inspiran remotamente (tanto o más que en esos sucesos reales del siglo VIII), aunque toda posible referencia directa estaría ya completamente desfigurada y desdibujada por los sucesivos poetas que -tal vez sin conocer el verdadero hecho que lo motivó- reelaboraron el argumento del Poema hasta dejarlo en su forma definitiva. En la Canción de Roldán, en efecto, se narra una expedición francesa cispirenaica contra los moros de Zaragoza (léase "expedición a Barbastro"), un pacto con el rey moro de esta ciudad, obligados por las circunstancias y a pesar de que los guerreros francos tenían a su alcance la fácil conquista de Zaragoza (este extraño pacto es en parte interpretado en el Poema como fruto de una "traición": léase la obligación de cumplir con los reyes hispánicos cristianos un compromiso que circunscribía y localizaba el objetivo militar restringido de la expedición, con gran disgusto y decepción de los franceses, tal y como ocurrió en Barbastro), y por último un desastre y aniquilamiento completo de la retaguardia del ejército de los francos al mando de Roland, duque de Bretaña y sobrino del emperador Carlomagno (entiéndase: unos sucesos -los de Barbastro- que efectivamente terminaron con la reconquista de la plaza por los zaragozanos y el exterminio de la guarnición catalana que había quedado en ella, y unos hechos que verdaderamente aniquilaron los ánimos de muchos de los que participaron en ellos, unos hechos en sí tan inefables que el propio Poema hubo de replantearlos y darles la vuelta completamente, transformándolos en un episodio "trágico-heroico" de base histórica real en el que las víctimas resultaban ser los propios francos en lugar de los musulmanes). Que luego se revistiese la epopeya con un ropaje carolingio, más nacional y más "heroico", resulta hasta cierto punto bastante comprensible.

La interpretación es tan sugestiva como -por supuesto- indemostrable. Pero no deja de ser curioso que incluso los indudablemente desfigurados nombres de los protagonistas de la epopeya sean mucho más fácilmente identificables con los principales jefes del ejército franconormando que conquistó Barbastro que con supuestos y en muchos caso ficticios personajes de época carolingia: Carlomagno (= el Papa o acaso el duque Guillermo de Normandía?), el rey moro Marsilio (=Al-Muqtadir, el rey de Zaragoza?), Roland (=Hildwin de Roucy?), Turpín (=Robért Crispín?), Oliveros (=Guillermo de Montreuil, o tal vez Guillermo de Aquitania?), el traidor Ganelón (el conde catalán Ermengol, los reyes cristianos españoles en general?). Se acepte o no esta supuesta huella o eco histórico-literario en el originario esquema constructivo y argumental de la "Chanson", lo que es indudable es que el suceso de Barbastro tuvo que impresionar bastante a los propios franceses del norte y del sur: no en vano era la primera vez, desde los remotos tiempos de Carlomagno, que un ejército francés venía a España y se enfrentaba con los mitificados y oscuros musulmanes; y no en vano los franceses actuaban por vez primera con total impunidad y licencia eclesiástica sobre una población inerme de moros hispánicos.


Fragmento de un tapiz de época califal, bordado en seda con hilos de oro
 

Un testimonio coetáneo de los hechos (anecdótico pero representativo)


Sobre el suceso de Barbastro, sobre esa tragedia humana que afectó a miles de personas y de familias que se vieron de repente "asaltadas por la Historia", contamos con un testimonio excepcional, el resumido relato de un testigo ocular que visitó la ciudad recién ocupada por los "cruzados": un mercader judío que -al parecer- conocía personalmente a alguno de los principales jefes hispanocristianos por tratos y relaciones anteriores y que acudió allí para intentar rescatar con dinero a algunas de las cautivas (actividad ésta bastante frecuente en la época, y casi siempre desempeñada por judíos, que adelantaban el dinero del rescate y luego lo cobraban sobradamente de las familias de las rescatadas: pues es de suponer que no pocas mujeres de Barbastro tenían ricos familiares en Lérida, Huesca o Zaragoza).

La versión que hemos escogido de este relato ha sido transmitida por un historiador ciertamente bastante tardío (de comienzos del siglo XVII, contemporáneo por tanto de nuestro Cervantes, Lope de Vega y demás clásicos) pero también muy escrupuloso en la selección de sus fuentes: el magrebí Al-Maqqarí. Y lo mejor del caso, a pesar del gusto de Al-Maqqarí por lo histórico-anecdótico, es que no se trata de una mera recreación o literaturización de unos escuetos datos históricos convenientemente retocados, sino de una completa cita textual procedente de la obra de uno de los más prestigiosos historiadores hispanomusulmanes del siglo XI (y una de las principales fuentes musulmanas sobre el episodio de Barbastro): el ya citado Ibn Hayyán, el gran historiador cordobés que murió hacia 1076, y de cuya voluminosa obra sólo se han conservado unos cuantos fragmentos y varias citas más o menos textuales de otros historiadores, como ésta de Al-Maqqarí. Según Ibn Hayyán (auténtico "periodista" de su época para todo lo que tuviera que ver con sucesos contemporáneos, con frecuencia divulgados en esas famosas tertulias cordobesas de historiadores, filósofos y literatos), el testimonio procede de lo que le escribió uno de sus "corresponsales", que a su vez lo escuchó del propio testigo presencial.

El hecho de que este relato sea a su vez un relato insertado en otro relato, según ese procedimiento narrativo de "cajas chinas" tan frecuente en la literatura árabe y oriental, pudiera en principio predisponernos críticamente en cuanto a su valor histórico (lo mismo que el hecho de que su procedencia se atribuya precisamente a un historiador de tanta autoridad como Ibn Hayyán). Y sin embargo, el propio examen interno del texto, la propia solvencia historiográfica de Al-Maqqarí, y los hechos mismos que se relatan y la forma en que se relatan, bastan por sí solos para disipar cualquier duda sobre su autenticidad histórica. Creemos que el relato (aceptemos o no que haya sido realmente escrito por Ibn Hayyán, y en principio no hay razones históricas ni estilísticas para dudarlo) procede efectivamente de un testigo presencial, indudablemente judío, uno de esos ubicuos mercaderes hebreos de la época que eran también informadores y -llegado el caso- espías, y es muy posible -en efecto- que el informador o "corresponsal" de Ibn Hayyán oyera el relato de viva voz. Pero el caso es que se trata de un relato de gran perfección literaria, e incluso con valores simbólico-alegóricos evidentes con sólo descubrir un poco el velo metafórico de las palabras y echarle un poco de imaginación al ambiente de ese encuentro entre un mercader judío y un conde cristiano (en realidad parece que el informador oculta deliberadamente muchas más cosas de las que de hecho dice o quiere decir), y tampoco puede descartarse que proceda de alguna fuente historiográfica desconocida, que luego -por comodidad bibliotécnica- se consideró transmitido por el prestigioso Ibn Hayyán.

Arqueta en madera con plata niquelada (Catedral de Gerona)
 

Con todo, el relato es especialmente interesante y sugestivo, no tanto porque nos muestre la un poco melodramática historia personal de una muchacha de clase alta convertida en esclava sexual en su propia casa, ocupada por uno de los jefes de ese ejército "cruzado" (situaciones y experiencias mucho más dramáticas vivieron sin duda otras muchas mujeres de Barbastro), sino sobre todo por el hecho de que este jefe cristiano es hispánico, no francés ni normando, y porque nos revela algo de la "mala conciencia" que les quedó a algunos hispanocristianos que participaron en la aventura (este hombre, concretamente, intenta de pasada autojustificar los excesos cometidos aludiendo a los que en otros tiempos relativamente recientes -y pensaba seguramente en las correrías de Almanzor por su tierra- cometieron los musulmanes sobre los cristianos, pero ya el hecho mismo de dar una "justificación" resulta significativo en sí mismo).

Pero lo más curioso es que este hombre (el texto árabe lo designa como "uno de esos condes", y utiliza efectivamente la palabra árabe cumis -del latín comes-) no parece ser otro que el principal de los jefes hispanocristianos presentes en Barbastro: el conde catalán Ermengol III de Urgell. En la época de la conquista de Barbastro, el conde Armengol o Ermengol (o Ermengaud, o Ermengaudus, que es la forma latinizada de este nombre francogermánico) no era ya ningún muchacho, sino un hombre maduro que llevaba más de veinticinco años al frente de su condado, al menos desde 1038, fecha en que su padre, Armengol II, murió en Tierra Santa, adonde había ido en peregrinación seguramente en cumplimiento de alguna autopenitencia por sus muchos excesos cometidos en una vida bastante turbulenta (el Concilio de Arlés de 1037 imponía como penitencia la peregrinación a Jerusalén a aquellos caballeros culpables de homicidio durante las llamadas "treguas de Dios"). Y su abuelo, Armengol I (que estuvo en Roma en el año 998 e hizo otros viajes por Italia) murió en el año 1010 en Al-Andalus, en aquella famosa expedición que hizo junto a su hermano, el conde de Barcelona, como jefe mercenario de un contingente de nueve mil catalanes que intervinieron en las luchas cordobesas entre los bandos locales que se disputaban los restos del desintegrado poder califal. Parece que la fatalidad hizo que ninguno de estos tres sucesivos condes de Urgell murieran en su tierra, pues tampoco Armengol III -como veremos- volvería a su condado (ni vivo ni muerto), con lo cual este relato es también el único testimonio de lo que fueron los últimos meses de la vida de este conde, y a la vez el más completo retrato de su psicología personal: un hombre de temperamento extrovertido, de "buen vino", autosatisfecho y optimista (en contraposición a un mercader judío reservado, prudente y reflexivo), un conde algo sibarita aunque bastante tosco, y sólo aparentemente exigente y dominante con sus esclavas, pero en absoluto brutal, y sí -en cambio- bastante sentimentaloide.

El texto da a entender que la conversación entre el mercader y Ermengol se desarrolló en la lengua del conde (en románico catalán), aunque éste era capaz de chapurrear algunas pocas palabras en árabe (las suficientes para hacerse entender por sus esclavas, que seguramente también entendían algo la lengua románica). Del personaje judío no sabemos nada, salvo que era buen observador, buen narrador y buen comerciante, y que vivía en las tierras vecinas del conde catalán y ya le conocía, y también esa casa de Barbastro en la que éste se alojaba, pues había sido asiduo comensal en las fiestas y relajadas borracheras de su difunto dueño (seguramente también judío, de la aristocracia de Barbastro). Pero veámos ya, traducido directamente del árabe, este breve pero interesante relato transmitido por Al-Maqqarí:

"(...) Ibn Hayyán dijo también lo siguiente:
<< Y concluiré ya este tema -capaz de conmover la sensibilidad a cualquier persona con entrañas- mediante una insólita y significativa anécdota lo suficientemente ilustrativa por sí misma. Y es ello que cierto mercader de los judíos que llegó a Barbastro poco después del suceso (con la intención de gestionar el pago del rescate de aquellas hijas de personas principales que -por lo que había llegado a saber- lograron salvarse de entre toda su gente por haber caído en manos de cierto "conde" de los vecinos territorios fronterizos) volvió luego refiriendo cosas como éstas:

<< Fui conducido hasta el aposentamiento donde aquél se alojaba, y una vez allí le pedí permiso para entrar. Lo encontré recostado en el sitio favorito del dueño de la casa, medio incorporado sobre uno de sus divanes tapizados y llevando puesta una de las amplias y lujosas vestiduras de aquél. El salón y el lecho estaban tal como los dejó su dueño en el día de su desgracia, pues éste otro no había cambiado cosa alguna ni del mobiliario ni de la decoración. Unas muchachas que tenía como servidoras suyas, con los cabellos recogidos, estaban de pie a su cabecera ocupadas en servirle.

>> Me saludó y me preguntó por el objeto de mi visita; y yo se lo expliqué a su manera, mostrándole una considerable suma de dinero y ofreciéndosela generosamente a cuenta del rescate de algunas de aquellas que tenía en su poder y que yo pretendía rescatar. Él se sonrió y dijo en su lengua:

>>- Podrás solucionar rápidamente tus deseos con quienes nosotros te presentemos, pero olvídate de las que están aquí. Pues puedes disponer de todas las que quieras de entre los cautivos y prisioneros míos que tengo ya en mi condado. Yo procuraré poner a tu alcance a quienes quieras de ellos.

>>Y le respondí:
>>- En cuanto al acceso que me das a los dominios de los castillos de tu condado, la verdad es que ni siquiera lo había puesto en cuestión, estando como estoy tan familiarizado y tan cómodo en tu vecindad y tan seguro bajo tu protección. Pero preséntame también a algunas de las que están aquí, que estoy seguro de poder llegar a satisfacerte.

>>Me dijo entonces:
>>- Lo que me pides no está a tu alcance.

>>Y le dije yo:
>>- Hay en juego mucho dinero en moneda de la mejor y preciosas telas de extraordinaria rareza.

>>Y él me contestó:
>>- ¿Y si resulta que tengo ya más de lo que pudieras hacerme desear?...¡Eh, Machat! (-se dirigía a una de las muchachas que le servían, y quería decir "¡eh, Máh(a)yat!", pero alteraba el nombre por su dificultad para pronunciarlo en árabe correctamente-) ...Ve y muéstrale lo que hay en ese arcón de ahí.

>>Ella se dirigió hacia allí y se vino cargada con varios sacos de dinares de oro, con varias talegas de dirhemes de plata y con varias cestas de joyas y alhajas. Se vació todo y fue puesto amontonado a los pies del bárbaro, hasta que ella casi estuvo a punto de ocultarme con todo ello la figura de éste. A continuación le dijo a ella:

>>-Acércanos uno de aquellos fardos de ahí.

>>Ella acercó de allí un cierto número de piezas de finísima seda y de brocados de seda entretejidos con preciosos dibujos. Me miró él con atención y se quedó muy sorprendido de que yo no mostrara ningún aprecio excesivo hacia lo que tenía delante de mí. Y me dijo:

>>- La verdad es que es tanto lo que ha caído en mis manos que no podría disfrutarlo todo aunque quisiera.

>>Luego, profiriendo un juramento sobre su dios, añadió que:

>>- ...no hubiera tenido en nada todo esto si no fuera porque en su momento fue ofrecido generosamente en su totalidad como precio de ésa (-se refería a la muchacha de antes-), porque otra se lo cedió a costa de sí misma para que fuera ella la que quedase en mi poder. Pues bien, la que hizo esto era la hija del dueño de la casa, una persona que tenía bastante prestigio entre su propia gente. Y la escogí para mí por todo eso, además de por su hermosura, para preñarla y que engendre de mí, tal y como hacía su gente con nuestras mujeres cuando nos tocó vivir los días de su dominación; pero ya nos ha vuelto nuestro turno sobre ellos y hemos llegado a lo que ves. Y te diré algo más: ésa de ahí es la gentil muchacha que te digo.

>>Señalaba al decir esto hacia otra joven esclava que estaba de pie a un lado, y que tiempo atrás había sido la cantarina favorita de su padre, pues ella solía cantar suavemente para él durante sus borracheras, hasta que nosotros le despertábamos de sus sueños. Se dirigió a ella diciéndole:

>>- ¡Eh, fulanita! (-la llamaba chapurreando su nombre con dificultad-). Coge tu laúd: cantarás para nuestro huésped una de tus conmovedoras cancioncillas.

>> Y ella cogió el laúd, se sentó y comenzó a afinarlo. Entonces pude yo observar una lágrima que se le deslizaba a ella por la mejilla y cómo el bárbaro se la enjugó furtivamente con el dedo. Se puso, pues, a cantar una poesía, cuya letra entendí yo con mucha más razón que el bárbaro.(1) Y llegó él, como cosa rara, a invitarla a beber ofreciéndole personalmente de su propia copa y dando muestras de que se había emocionado con ello.

>>Y yo, cuando finalmente desesperé de conseguir lo que tenía en su poder, me levanté para despedirme de él y me volví a mis otros negocios que traía. Muchas otras cosas tuve ocasión de conocer entre las gentes acerca de la cautiva y del botín, sobre lo cual fue larga mi admiración. Pero con esto basta para quien quiera reflexionar sobre ello y es sobrada materia de recuerdo para quien quiera recordarlo>> (...)".

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(1) Acaso no se refiera tanto al hecho de que éste no dominaba bien la lengua árabe, sino a que ella quizá cantaba esa canción en lengua hebrea, y tal vez en la propia letra de la canción le dió al mercader judío algún mensaje personal que el catalán no podía entender.

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Parece ser, después de todo, que las cosas terminaron bien para estas dos muchachas, aunque no sabemos si el conde logró su propósito de "dejar preñada" a alguna de ellas. Ambas sería liberadas cuando las tropas del rey de Zaragoza reconquistaron la plaza varios meses después (abril de 1065).

Al que no le fueron nada bien las cosas fue al propio conde Ermengol. Cuando se marcharon los normandos, con su larga cadena de cautivas ("muchachas jóvenes, mujeres casadas de especial belleza, mozos y jovencitos agraciados") y con sus carretadas de muebles, ropas, joyas, armas y ganados, se dejó en Barbastro únicamente una pequeña guarnición de francocatalanes, al mando del propio Ermengol, que quedaría como alcaide provisional de la fortaleza.

El rey zaragozano Al-Muqtadir, cuando tuvo noticias ciertas de la marcha del grueso del ejército extranjero, y después de ser puntualmente informado del estado de la plaza y del escaso número de sus defensores (y no es inverosímil que el judío de nuestro relato fuera uno de esos informadores), decidió pasar a la acción. Parece que le entró de repente un gran "fervor islámico" y no quiso dejar pasar la oportunidad de quedar ante los demás reyezuelos musulmanes como el mejor campeón de la yihad ("guerra santa") contra los infieles, anticipándose a cualquier acción efectiva de su hermano el rey de Lérida, que se había mostrado incapaz de recuperar una ciudad perteneciente a sus dominios. Para darle a la cosa mayor amplitud y hermandad panislámica, Al-Muqtadir solicitó al rey de Sevilla que le enviase algunos caballeros, y éste le mandó quinientos jinetes sevillanos de élite (seguramente pertenecientes a la minoritaria caballería pesada musulmana, vestidos -ellos y sus caballos- con cotas de malla, y por ello mucho más idóneos para enfrentarse a los enlorigados caballeros cristianos, ya que la mayoría de la caballería musulmana iba armada a la ligera, al modo bereber, sin lórigas y con los estribos altos). También acudieron numerosísimos arqueros del resto de Al-Andalus.

El ejército musulmán se presentó ante Barbastro, y pronto el conde Ermengol y sus catalanes se vieron cogidos en su propia ratonera, con riesgo de perecer por falta de agua. Puede parecer extraño que el rey de Aragón Sancho Ramírez no acudiera en ayuda de su cuñado, pero no hay que presuponer por eso (necesariamente) disensiones entre ellos o que el joven rey aragonés estuviera molesto con todo este asunto, en el que no había sacado ningún provecho efectivo y en el que además debió de sentirse "utilizado" por todos: por su tío Fernando (el rey castellano), por los catalanes, por el Papa y los cluniacenses, e incluso por los propios "aliados" franconormandos. No hay que olvidar tampoco que la plaza en litigio estaba en territorio musulmán, sitiada inesperadamente por un poderoso rey musulmán que hasta entonces había permanecido neutral, y que en aquellos tiempos en que no había ejércitos permanentes el reunir una hueste de cierta importancia, y su correspondiente avituallamiento, dando el rey aviso previo de que los nobles principales reclutasen y reuniesen sus mesnadas de caballeros y peones, no era una tarea que pudiera hacerse en unos pocos días o semanas.

El caso es que, después de que los sitiadores consiguieran abrir una brecha en la muralla y penetrar en la plaza, y a la vista de lo complicado y desesperado de la situación (pues defender con tan escasos efectivos una mediana ciudad contra un gran ejército no era tan fácil como resistir en un pequeño castillo bien abastecido y fortificado), el conde Ermengol decidió efectuar con su caballería una salida impetuosa por otra de las puertas, estratagema que a veces -en situaciones semejantes y debido al efecto sorpresa- solía dar buenos resultados, pues se lograba romper el cerco y escapar, o incluso provocar la desbandada enemiga debido al pánico. Se armaron, pues, y efectuaron bruscamente la salida. Pero no consiguieron coger desprevenidos a los musulmanes, y en el combate subsiguiente cayeron muertos la mayoría de los caballeros francocatalanes, entre ellos su jefe, el propio Ermengol, que allí acabó su vida.

Poco después (19 de abril de 1065), Al-Muqtadir en persona efectuaba su entrada solemne en la ya reconquistada Barbastro, y ordenó exterminar a todos los defensores cristianos que quedaban con vida. La cabeza del conde (como era costumbre) acabaría seguramente clavada en una lanza, y su cuerpo tal vez empalado y abandonado a la voracidad de los perros y aves de rapiña (triste final en tal caso para uno de los caballeros que no fue ni mucho menos de los peores que participaron en esa aventura). Su viuda, doña Sancha Ramírez (hermana del rey aragonés), se retiraría cinco años después al monasterio de Santa Cruz de la Serós, donde vivió hasta edad avanzada, sin dejar de hacer acto de presencia en algunas ceremonias oficiales de la corte aragonesa, en la que siempre conservó gran ascendiente. Su hijo, el joven Ermengol IV, sucedió a su padre en el condado catalán de Urgell.

Pasarían todavía más de veinte años para que se produjeran progresos territoriale aragoneses en esta zona musulmana del norte del Ebro. En 1089 los aragoneses tomaron Monzón, y en 1093 comenzó el asedio de Huesca, durante el cual falleció -de muerte natural- el rey Sancho Ramírez. Su hijo Pedro I tomaría Huesca en 1096. En el año 1100 Barbastro fue definitivamente reconquistada (y repoblada con catalanoaragoneses). Y por fin, en 1118, cayó Zaragoza.

Pero a partir de aquella "pre-cruzada" de Barbastro, a partir de la decisiva influencia de la ideología cluniacense, y a partir -sobre todo- de las posteriores invasiones almorávides, muchas cosas cambiaron en la península hispánica. Y no fue la menor de ellas el que sus reyes cristianos (castellanoleoneses y catalanoaragoneses, principalmente) comenzaran a tomarse mucho más en serio la llamada "Reconquista".


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Cristo de Carrizo. Talla románica, s. XI. Museo de León
El rey-emperador Fernando I
El Duque Willem, Tapiz de Bayeux
Conde catalán con un vasallo
Frontal de la Iglesia de San Martín de Ix
Virgen románica catalana (Vich)
Página de un Corán en caligrafía cúfica (siglo X)
Plato cordobés de cerámica vidriada