Numancia parece haber sido un verdadero modelo urbanístico en el mundo celtibérico y una de las principales de entre la escasa media docena de ciudades célticas importantes al norte del Duero,
situada además en un excelente lugar de comunicación entre la Meseta y los caminos que llevaban al valle del Ebro. Su población total estaba en torno a los 5.000 habitantes
(en las guerras celtibéricas parece que llegó a alcanzar los 8.000, al acoger en ella a numerosos refugiados de otras tribus celtiberas vecinas). El trazado urbanístico interno era rectilíneo,
con dos largas calles paralelas y longitudinales que atravesaban el casco urbano de norte a sur, dispuestas de la mejor manera para evitar el gélido y cortante viento de la Meseta;
esas dos largas avenidas principales eran cortadas transversalmente por numerosas calles menores paralelas entre sí, que formaban los barrios y manzanas de casas en forma de retícula bastante regular.
Es posible que el propio nombre celtibérico de esta ciudad (Numantia) aluda precisamente a su aspecto urbanístico singular, significando algo así como "la repartida", "la redistribuida",
"la simétrica", "la reordenada" (de la misma raíz indoeuropea que el latín númerus o el griego nómos), pero también podría significar "la conjuntada", "la completada",
"la reagrupada". Otras ciudades arévacas tienen nombres aun más transparentes: Uxama (="la más ancha"), Termancia (="la delimitada", o bien "la fronteriza"; cf. con el latín términus).
Las viviendas eran espaciosas casas familiares (de hasta doce metros de largo por seis de ancho las más grandes) construidas con adobe sobre un murete o zócalo de piedra y cubiertas
de un armazón de madera techado con paja. La influencia de los modelos urbanísticos de las grandes ciudades ibéricas del sur y del levante parece evidente en el urbanismo celtibérico,
aunque el modelo numantino es bastante original dentro de lo que se conoce del urbanismo del mundo céltico.
Fue precisamente el aludido proceso de reagrupamiento urbano de los celtiberos lo que más inquietó a los romanos, que ya habían extendido su penetración y su dominio hasta el valle medio del Ebro,
poblado por diversas tribus ibéricas vecinas de los pueblos celtibéricos. En el año 182 a.C. los celtiberos volvieron a hacer incursiones por el valle del Ebro en busca de botín entre esos
pueblos ibéricos vecinos. Tiberio Sempronio Graco fue elegido pretor de la provincia de Hispania Citerior (levante y nordeste) en el -180 y liberó con sus tropas a la ciudad ibérica aliada de
Carabis, sometida a asedio por veinte mil celtiberos (principalmente lusones, que ya habían dado algunos problemas al antecesor de Graco, el cónsul Fulvio Flaco);
los celtiberos fueron finalmente derrotados por Graco en un combate que se dió al pie del Moncayo. A partir de entonces, la penetración romana llegó hasta la población iberovascónica de
Graccurris (la actual Alfaro, en la Rioja baja), refundada por Graco con su propio nombre en el -178 sobre un poblado vascónico anterior, con objeto de asegurar la nueva frontera occidental
de la Citerior. Graco hizo además repartos de tierras entre los más menesterosos y concertó varios tratados de alianza con las tribus celtiberas fronterizas, que se comprometiron a pagar un tributo anual,
a prestar contingentes militares auxiliares al ejército romano y -sobre todo (lo que es más significativo)- a no construir nuevas ciudades.
En los veinticuatro años siguientes, desde el -178 hasta el -154, hubo una relativa tranquilidad en las dos provincias hispanas, pero los gobernadores romanos acentuaron su rapacidad
con total impunidad, pues aunque los indígenas del sur enviaron a Roma comisionados para quejarse de los abusos, y se instruyeron incluso algunos procesos judiciales contra determinados
exgobernadores, las exacciones abusivas continuaron.
En el -155 una gran banda de lusitanos y vetones hizo una incursión de pillaje en la Bética o Turdetania, la provincia ulterior meridional, y en el -153 estalló la primera de
las guerras celtibéricas. La causa alegada por Roma fue la negativa de la tribu celtibera de los belos o beros, en los límites occidentales del Ebro medio, a suspender la construcción de
una nueva muralla más amplia en su ciudad de Segeda, en el valle del Jalón. Ello, según los romanos, violaba los tratados concertados anteriormente con Sempronio Graco, aunque
los segedanos se justificaron en que tales tratados prohibían la construcción de nuevas ciudades pero no la ampliación y fortificación de las ya existentes, y se negaron a aportar
tributos y tropas, de lo cual se consideraban exentos por decisión de los propios romanos (en realidad, ese tipo de decisiones eran siempre revocables por voluntad del Senado romano,
y así se hacía constar en los tratados).
El cónsul Quinto Fulvio Nobílior vino a Hispania con un ejército de 30.000 hombres y entró en la Celtiberia antes de que los segedanos terminasen sus nuevas murallas, y éstos se refugiaron
con sus familias entre los arévacos, que -al acogerlos- se ponían en guerra con Roma. Nobílior estableció su base de operaciones en la ciudad de Ocilis (Medinaceli) y desde allí
se dirigió hacia Numancia, la capital de los arévacos. Durante la marcha, un ejército de arévacos y belos dirigidos por un jefe segedano llamado Caros atacaron por sorpresa a la columna romana,
causándoles cerca de 6.000 bajas, aunque la desordenada persecución le costó la vida al propio Caros y a miles de celtiberos a manos de la caballería romana; los celtiberos se retiraron
de nuevo a Numancia, donde se eligió como generales a Ambón y a Leucón. Este descalabro romano se produjo el 23 de agosto del -153, cuando se celebraban en Roma las bulliciosas fiestas
llamadas Vulcanales, y desde entonces ese día fue considerado "día negro" (nefas) en el calendario y ningún general romano volvió a iniciar un combate en esa fecha.
Nobílior reorganizó sus fuerzas y acampó a unos cinco kilómetros de Numancia. Llegaron como refuerzos un grupo de 300 jinetes bereberes númidas y diez elefantes,
expresamente pedidos por Nobílior para impresionar a los numantinos, pues imaginaba el efecto psicológico que podían causar esos animales, nunca vistos en la Celtiberia.
Ocurrió entonces un episodio curioso e inesperado: Nobilior formó a sus tropas en orden de batalla, manteniendo ocultos a los elefantes en la retaguardia, y en un momento dado
el ejército se escindió, mostrando a los monstruosos animales, ante cuya vista los celtiberos huyeron a la ciudad llenos de pánico; Nobilior inició entonces el asalto, haciendo avanzar a
sus elefantes por delante hasta el pie mismo de las murallas; pero uno de estos animales recibió en la cabeza el impacto de una gran piedra arrojada desde la muralla y se revolvió herido
y enfurecido pisoteando a cuantos romanos encontraba a su paso, y tras él los otros nueve elefantes hicieron lo mismo y arrollaron y desordenaron a la infantería romana;
los numantinos aprovecharon la circunstancia para hacer una salida repentina desde la ciudad, provocando entre los romanos la desbandada general y causándoles un elevadísimo número de bajas
(según Apiano cayeron unos 4.000 romanos y tres elefantes; los celtiberos tuvieron a su vez unas dos mil bajas). Este episodio ocurrido con estos elefantes, y con otros traídos posteriormente
por Escipión, aparte los conocidos por los propios mercenarios celtiberos en África, dejaron profunda huella en la memoria colectiva de los pueblos celtibéricos, como se ve en
el arte numantino de la última época (p.e. trompetas de cerámica en forma de elefante y algunos grabados de cuadrúpedos monstruosos representados en la cerámica o en algún graffiti).
A pesar de este grave descalabro romano, parece ser que fueron los propios numantinos los que solicitaron concertar una paz justa, a lo que el cónsul se negó. Tras un intento inútil
por parte de éste de apoderarse de otra importante población donde se almacenaban provisiones, y después de sufrir otros nuevos reveses, la ciudad de Ocilis, donde los romanos guardaban
sus propias provisiones, se pasó a los celtiberos. Nobílior, finalmente, se dispuso a acuartelar a sus tropas para pasar el invierno (el de los años -153 a -152). Por primera vez
los romanos conocieron de cerca lo que era un riguroso invierno en la Meseta, y la nieve, el frío y las privaciones hicieron perecer a muchos de ellos (otros eran abatidos por celtiberos
emboscados cuando por necesidad salían en busca de agua o de leña fuera del campamento). Fue éste el primer desastre sufrido por los romanos en tierras celtibéricas, pero no sería
el último y ni siquiera el más grave.
A Nobílior le sucedió en el mando el cónsul Claudio Marcelo en el año -152, que llegó con refuerzos de ocho mil soldados de infantería y quinientos jinetes y recuperó la ciudad
de Ocilis tras exigirles rehenes e imponerles una indemnización de guerra de treinta talentos de plata; seguidamente se apoderó de todo el valle del Jalón. La ciudad de Nertóbriga
(en el curso bajo del Jalón) pidió la paz por medio de un emisario recubierto con una piel de lobo, según su costumbre, y Marcelo puso como primera condición que mediaran con
las tribus del alto Duero para que también los arévacos entrasen en negociaciones. Arevacos y belos, que tenían por entonces disputas entre sí (probablemente porque los arévacos
les habían obligado a darles por la fuerza provisiones para la guerra y a participar en ella), concertaron la paz con los romanos en condiciones similares a las estipuladas por
Sempronio Graco veinticinco años atrás, pidiendo además garantías de no ser molestados en lo venidero, y enviaron emisarios a Roma para solucionar sus diferencias entre sí.
Sin embargo, el Senado romano no autorizó tales acuerdos y exigió el castigo y sometimiento por la fuerza de las tribus arévacas rebeldes. Marcelo, deseoso de apuntarse el logro de haber
puesto fin a la guerra antes de la llegada de su sucesor en el mando, acampó frente a Numancia y recibió a una embajada secreta del jefe numantino Litennos,
que le ofreció una simbólica sumisión pactada, en nombre de todos los celtiberos. El cónsul les impuso una fuerte contribución de guerra y les exigió rehenes
(que fueron devueltos al recibir la primera entrega del dinero); no obstante, reconoció a los arévacos su plena autonomía. El Senado tuvo finalmente que confirmar
los hechos consumados y ratificar este acuerdo, y durante los nueve años siguientes (de -151 a -143) la Celtiberia se mantuvo en paz.
En el año -151 sucedió a Marcelo como gobernador de la Hispania Citerior el cónsul Licinio Lúculo, que encargó al pretor Galba el gobierno de la provincia ulterior;
acompañaba a Lúculo como lugarteniente el joven Publio Cornelio Escipión Emiliano (nieto adoptivo de Escipión el Africano, el vencedor de Aníbal). Ambos gobernadores,
Lúculo y Galba, se destacaron por su perfidia, su crueldad y su rapacidad. Galba hizo asesinar a traición a 9.000 lusitanos a los que había convocado falsamente en tres
"campos de concentración" improvisados, con la promesa de distribuirles tierras, y vendió como esclavos a otros 20.000 más, lo que provocó la gran sublevación y levantamiento
de todos los lusitanos, dirigidos por Viriato durante más de ocho años (del -147 al -139) en una guerra de guerrillas que tuvo episodios desastrosos para las tropas romanas
y convulsionó a toda la provincia hispánica meridional. Lúculo,por su parte, atacó sin motivo ni órdenes expresas del Senado a los vacceos, vecinos de los arévacos, y tras encontrar
alguna resistencia en los habitantes de la ciudad vaccea de Cauca (Coca), concertó con ellos la rendición a cambio de caballería, refuerzos y cien talentos de plata;
y habiendo accedido a todo ello los de Cauca, y tras haber permitido la entrada en la población de un contingente de tropas romanas, éstas ocuparon las puertas y las murallas y,
acto seguido, a toque militar de trompeta dieron la señal para que entrara el grueso del ejército, realizándose por orden de Lúculo una matanza general de todos los habitantes
que estuvieran en edad adulta. Sitió a continuación otra ciudad vaccea, Intercatia, que aceptó rendirse sólo después de que el joven Escipión Emiliano fuese fiador y garante de los pactos.
Lúculo también sitió, sin éxito, la principal capital vaccea, Pallantia (Palencia). Por entonces los soldados romanos de esa expedición habían agotado las provisiones y
se vieron obligados a comer carne de caza sin condimentar, por lo que muchos enfermaron de disentería y murieron. Finalmente, Lúculo y su ejército tuvieron que retirarse a invernar
en la Turdetania. A su vuelta a Roma, tanto Lúculo como Galba fueron procesados, aunque ambos salieron bien librados mediante sobornos (no obstante se promulgó una ley que
mandaba rescatar a los lusitanos vendidos como esclavos por Galba).
La segunda y definitiva guerra celtibérica comenzó en el año -143, estimulada por las victorias del lusitano Viriato. Éste pidió ayuda a los celtiberos, que decidieron prestársela
convencidos por algunos de los jefes arévacos, entre ellos el caudillo Olónico, llamado "el de la lanza de plata" (que él decía haber recibido del cielo). No cabe duda de que los celtiberos,
conscientes de que nunca podrían expulsar a los romanos por sí solos, confiaban en que sólo un levantamiento general de los principales pueblos celtohispanos podría ser
la única esperanza a medio y largo plazo para mantener su libertad. Por parte de los romanos, la guerra la dirigió primeramente el cónsul Metelo "el Macedónico" (del -143 al -142),
que sometió el territorio arévaco tras caer sobre ellos inesperadamente con un numeroso ejército cuando los arévacos estaban ocupados en las faenas de la recolección,
aunque no consiguió apoderarse de sus dos principales ciudades, Numancia y Termancia (Tiermes). Se cuenta -aunque la noticia no es de Apiano y por ello resulta poco fiable- que
el propio Olónico intentó dar muerte a Metelo en un audaz golpe de mano llegando hasta la propia tienda de Metelo en su campamento, pero un centinela le hirió mortalmente con su jabalina
antes de que consumase el atentado. Lo cierto es que, tras la muerte de Olónico, los celtiberos se retiraron a sus ciudades fortificadas. Metelo consiguió someter de nuevo
el valle del Jalón y llevó la guerra contra los vacceos, que eran los que últimamente suministraban las provisiones de trigo a los numantinos, pero se dilató demasiado en
esa campaña y expiró su mandato antes de que pudiera dirigirse contra Numancia.
Le sucedió Quinto Pompeyo Aulo, que intentó el asalto de Numancia con los 30.000 hombres y 2.000 jinetes de que disponía, y fracasó igualmente (la ciudad, con fortificaciones muy improvisadas,
contaba con una población estimada en unos 8.000 habitantes, de los cuales probablemente no más de dos mil eran combatientes activos). Tampoco pudo tomar la ciudad arévaca de Termancia, situada
a unos 80 kms al sur. Intentó entonces establecer un cerco en torno a Numancia desviando el curso del río Tera, pero el intento fracasó debido a las continuas salidas de los numantinos,
que atacaban a los soldados ocupados en los trabajos. Los romanos sufrieron muchas bajas debido al frío, a las deserciones y a las continuas emboscadas de los celtiberos. Finalmente,
Pompeyo Aulo, temeroso de tener que rendir cuentas en Roma de todos estos fracasos, entabló negociaciones secretas y convino un tratado de paz con los numantinos (que también lo deseaban).
Se acordó, pues, una rendición formal, pero en realidad los numantinos sólo se obligaban a la entrega de rehenes, prisioneros y desertores, y a entregar también cierta cantidad de plata.
Sin embargo, su sucesor en el mando, el cónsul Marco Popilio Lena (del -139 al -138) no aceptó esos acuerdos, y el propio Pompeyo Aulo se desdijo de ellos, a pesar de que los numantinos
aportaron testigos de esos pactos. Se realizó un juicio en Roma, ante el Senado, que acordó devolver los rehenes recibidos y continuar la guerra. Pero el caso es que tampoco Popilio consiguió
ningún progreso en esa guerra, aunque aprovechó para atacar a los celtiberos lusones.
Su sucesor, Hostilio Mancino (-137), sufrió repetidas derrotas por parte de los numantinos y se vió obligado a retirarse hacia el Ebro cuando corrió el rumor de que los berones
y los vacceos venían en socorro de los numantinos; antes de que consiguiera llegar, sus tropas fueron cercadas en las proximidades de un barranco y tuvo que rendirse con 20.000 de sus soldados.
Los celtiberos, que sabían que el exterminio de ese ejército romano haría irreversible la guerra total, dejaron en libertad a los soldados a cambio de que se aceptase su plena autonomía
como pueblo libre. Esta capitulación forzada, respaldada luego en Roma por Tiberio Graco, fue para algunas de las facciones senatoriales una de las más vergonzosas sufridas hasta entonces por
los romanos, y el Senado (por influencia de Escipión y de otros influyentes senadores) no la aceptó, sometió a juicio a Mancino y anuló el tratado. En realidad, a partir de esa ominosa derrota romana,
la suerte de Numancia estaba echada, pues los dirigentes romanos nunca permitirían que esa ciudad fuese un símbolo de resistencia efectiva para el resto de los hispanos y que lograse alcanzar
una paz favorable tras su rebeldía. Esta vez no se oyó en el Senado de Roma una frase del tipo "Delenda est Numantia", pero estaba implícitamente claro que el unico destino que esperaba a
sus habitantes era un castigo ejemplar y la destrucción completa de la ciudad arévaca. Apiano dice que Mancino fue condenado a ser entregado -desnudo- a manos de los numantinos,
aunque parece ser que éstos no lo aceptaron.
El sucesor de Mancino fue Emilio Lépido (-137), que atacó a los vacceos (contra la prohibición del Senado) acusándolos falsamente de suministrar víveres a los numantinos, pero sufrió un grave
descalabro militar y tuvo que retirarse abandonando incluso a los soldados enfermos o heridos (fue destituido, regresó a Roma sin honores y como simple particular, y se le impuso una multa).
Le sucedieron Furio Filón (-136) y Calpurnio Pisón (-135), ninguno de los cuales se atrevió a atacar a los numantinos. Por entonces la guerra celtibérica se había vuelto ya muy impopular en Roma.
Desde sus comienzos esta guerra había provocado irregularidades y forzadas modificaciones legales para que los cónsules pudieran disponer anticipadamente de un ejército consular y para que fuesen
elegidos como generales determinados personajes. Al mismo tiempo se recurrió al sorteo en lugar del reclutamiento por levas, como hasta entonces, pues no se encontraban oficiales y
tribunos militares para esa difícil guerra hispánica contra un enemigo cada vez más mitificado a causa del temor. Por fin, la presión popular obligó al Senado a conferir el mando y la dirección
de la guerra numantina a Escipión Emiliano, el más firme partidario de ella, y que tenía a sus espaldas la reputación de haber sido el destructor de Cartago doce años antes.
El principio del fin: la llegada de Escipión
Cuando Escipión llegó a Hispania, se encontró un ejército completamente desmoralizado y muy relajado en su disciplina. Junto con los soldados convivían un tropel de mujeres
(meretrices y concubinas), de buhoneros, de adivinos y de astrólogos, y Escipión expulsó inmediatamente del campamento a todos ellos. Restableció la disciplina sometiendo a los soldados
a duros ejercicios de entrenamiento en las cercanías de Ilerda (Lérida): marchas de muchas millas diarias, acampadas constantes, etc (sólo a los soldados que quedaban completamente
extenuados les permitía subir en los mulos). Les redujo todo su equipo de utensilios personales de cocina a un asador, una marmita de bronce y una sola taza, y les obligó a dormir en catres militares,
no en los cómodos lechos que muchos oficiales y soldados se habían procurado, todo ello con las irónicas bromas que le caracterizaban, aunque dando ejemplo personal ante todos.
Al cabo de unas cuantas semanas tuvo a su ejército a punto (más deseoso de entrar pronto en combate que de seguir soportando esos duros ejercicios cotidianos). Las tropas legionarias selectas
eran unos 10.000 hombres, más otros tantos auxiliares itálicos, reforzados por un gran número de contingentes aportados o reclutados entre los pueblos hispanos aliados o sometidos.
En conjunto disponía de una fuerza de operaciones de unos 60.000 hombres (además de los correspondientes pertrechos militares y máquinas de guerra necesarias para una campaña de gran envergadura).
Posteriormente se le unió el príncipe númida Yugurta (otro futuro enemigo de Roma), que trajo consigo doce elefantes y dotaciones de arqueros y honderos africanos. Acompañaba a Escipión como
lugarteniente principal su hermano Fabio Máximo.
Escipión emprendió la marcha hacia Numancia dando un largo rodeo y llegando hasta las tierras de los vacceos, a fin de asegurarse el aprovisionamiento para su nutrido ejército y evitar que
de allí se aprovisionasen los propios numantinos. Hizo segar los campos y reunir todo lo necesario para el avituallamiento de su ejército; el trigo sobrante, lo incendió. Después, subiendo por
el curso del Duero, y evitando varias emboscadas de los vacceos, llegó hasta Numancia en el otoño del año -134. Enseguida comenzó los trabajos de circunvalación de la ciudad arévaca, primeramente
por medio de una empalizada y una zanja, para que los soldados, sin poder ser hostigados por las frecuentes salidas de los numantinos, pudieran trabajar en la verdadera obra de fortificación,
que consistía en una gruesa muralla de diez pies de altura (unos tres metros), sin contar las almenas, y 48 estadios de perímetro (unos nueve kilómetros), con trescientas torres de vigilancia
dispuestas en intervalos de treinta metros (cada una con dos catapultas), y organizó un sistema de comunicaciones por medio de señales y mensajeros para tener siempre disponibles las fuerzas de
reserva que se ocuparían de la defensa del perímetro en cualquier momento del día o de la noche acudiendo con la rapidez necesaria; además, situó una batería de balistas en el terraplén de los dos
campamentos más grandes. En el cauce del Duero colocó unos paneles de madera con pinchos y puntas de lanza, suspendidos con cuerdas entre los dos torreones construidos en ambas orillas,
pues hasta entonces los numantinos burlaban el bloqueo en pequeñas embarcaciones para ir a buscar provisiones. Todo el perímetro de circunvalación estaba reforzado por siete fortines situados en
puntos estratégicos,con dos grandes campamentos principales, uno al mando directo del propio Escipión y el otro al mando de su hermano Máximo. Escipión repetía con ello, con algunas variantes mejoradas,
el esquema de circunvalación y asedio que había desplegado años atrás ante Cartago, un sistema -por así decirlo- "de su propia invención" y que sería imitado después con éxito (p.e. por Julio César en
el asedio final de la ciudad gala de Alesia casi ochenta años más tarde). Los defensores efectivos de Numancia no superaban por entonces los cuatro mil hombres; la población total no debía de ser mucho
mayor de 8.000 o 9.000 habitantes (dos mil defensores debían cubrir permanentemente las fortificaciones, y otros dos mil quedarían como fuerza disponible de reserva para el ataque y la maniobra).
Antes del mes de noviembre del -134, la obra de circunvalación quedó terminada, y los sucesivos intentos de ataque por parte de los numantinos quedaron neutralizados y anulados ante semejantes
fortificaciones y demostraron que el dispositivo de cerco funcionaba perfectamente. Escipión ya sólo tenía que esperar a que el hambre hiciese sus devastadores estragos sobre los sitiados.
A partir de entonces, los días de la ciudad arévaca estaban contados. Así lo entendió Escipión y así lo comprendieron también los propios numantinos en el interior de la ciudad sitiada.
Pero la desesperación colectiva de los numantinos estimuló también la audacia individual. Dejemos la palabra al propio historiador Apiano, cuando la narra la aventura de un tal Retógenes
(en otras variantes Rectugenes, Rectugenus, Retugenus y Reitugenos, cuyo apodo "Caraunios" contiene al parecer un sufijo superlativo céltico en -ios, traducido por Apiano, o más bien por su
fuente -Polibio o Rufo-, como "el más valiente"):
"Y fue el caso que un numantino, Reictógenos, apodado Caraunio ("el más valiente" de su pueblo), tras convencer a cinco amigos y en compañía de otros tantos sirvientes y caballos,
en una noche de nieve cruzó sin ser descubierto el espacio que mediaba entre ambas fuerzas contendientes. Llevando una rampa plegable y acercándose hasta el muro de circunvalación,
Reictógenos y sus compañeros saltaron sobre él, y después de matar a los centinelas (de las torretas) de cada lado, enviaron de regreso a los criados, hicieron subir a los caballos
por medio de la rampa articulada, y cabalgaron hacia las poblaciones de los arévacos llevando ramas de olivo en calidad de suplicantes y solicitando su ayuda para los numantinos en virtud de los
vínculos de sangre que unían a ambos pueblos. Pero ninguno de los arévacos les escucharon, sino que, llenos de temor, les hicieron partir de inmediato. Había, sin embargo, una población pujante,
Lutia, distante de los numantinos unos trescientos estadios, cuyos jóvenes simpatizaban vivamente con la causa numantina e instaron a su gente a concertar una alianza. Pero los de más edad, en secreto,
comunicaron este hecho a Escipión, y éste, al recibir la noticia en torno a la hora octava, se puso en marcha inmediatamente con lo más selecto de sus tropas ligeras y, al amanecer, rodeó a Lutia
con sus tropas y les exigió que le entregaran a los cabecillas de los jóvenes. Como le dijesen que aquellos habían huido del lugar, ordenó decir a través de un heraldo que saquearía la población
a no ser que le entregasen a los hombres. Ellos, por temor, los entregaron, en número de cuatrocientos. Tras mandar que les cortaran las manos (derechas), levantó el cerco y,
marchando de nuevo a la carrera, se presentó en su campamento al amanecer del día siguiente."
No son pocos los problemas que suscita este episodio tan sucintamente narrado por Apiano. En primer lugar, está el problema de la localización de esa población llamada Lutia (el término griego
de "ciudad" usado por Apiano parece que intenta traducir a su vez el término latino "civitas" o quizá "oppidum", pero no "urbs"). Por otro lado, aunque la obra de Apiano está escrita en un
griego literario bastante "sui géneris", parece que el sentido de la frase "pero ninguno de los arévacos les escucharon" es preferible en todo caso a "pero algunos de los arévacos
no les escucharon" (que es lo que proponen otras traducciones). Por tanto, parece que habría que excluir a todo el territorio arévaco como lugar de ubicación de esa Lutia; ello excluiría también
la hipótesis de que pudiera estar ubicada en el término de la localidad soriana de Cantalucía, como quieren algunos en base a ciertos parecidos fonéticos; por lo demás, esa localidad
de Cantalucía no está situada a 55 kms. de Numancia, es decir, a esos 300 estadios que indica el texto, sino tan sólo a unos 45 kms. (las distancias que Apiano recoge en sus fuentes
son distancias aproximadas lineales, no distancias viarias, calculadas a ojo por militares romanos expertos en estas mediciones, y por ello bastante fiables).
Por exclusión, hay que desechar también que Lutia estuviera en territorio de los vecinos belos, titos y lusones, pueblos celtiberos que habían entrado ya bajo la órbita de Roma y que incluso
habían aportado contingentes militares al ejército romano sitiador. Y hay que excluir asimismo a los vacceos, tanto por su mayor alejamiento como por el hecho significativo de que a los habitantes
de Lutia no se les designe claramente como vacceos o como vettones, lo que resultaría bastante incongruente si acaso hubiesen pertenecido a alguno de esos pueblos (además, los vacceos tenían
otras poblaciones más conocidas e importantes, que resultarían del todo imprescindibles para articular una eventual ayuda vaccea a Numancia).
Así pues, sólo queda una opción lógica, a saber, que Lutia estuviera ubicada probablemente en las serranías riojanas. Las sierras de la Rioja estaban en esa época ocupadas por dos pueblos
de estirpe celtibera: los pelendones y los berones (o camberones, cantaberones, cantaberos o cántabros). Pero los pelendones eran enemigos acérrimos de los arévacos, y en especial de
los numantinos, pues éstos les habían despojado antaño de sus tierras (incluida la primitiva Numancia) y les habían arrinconado en las sierras meridionales de la Rioja y en las montañas sorianas.
Los berones o camberones habitaban la sierra riojana de Cameros o Camberos (que de ellos tomó su nombre) y por algunos puntos se extendían hasta la llanura riojana y hasta el Ebro (celtiberos del Ebro);
el resto de la llanura riojana, y en especial la Rioja baja, la ocupaban en el siglo II a.C. diversas tribus iberovascónicas.
Por tanto, la Lutia celtibérica debía de ser necesariamente una población camerana (berona). Y ello es también la única explicación que puede darse al hecho de que Apiano no mencione
expresamente su filiación. En todo el relato de este historiador sobre la guerra numantina los berones sólo son aludidos una vez, precisamente con el nombre de "cántabros" (tal debía de ser el nombre
aproximado que el propio Apiano se encontró en sus fuentes escritas, ya fuera en Polibio o en Rutilio Rufo). Se trata de un pasaje relativo al año -137, en el que se dice que "corría el rumor de
que los cántabros y los vacceos venían en ayuda de los numantinos". Dado que en el siglo II a.C. los romanos desconocían por completo a los cántabros históricos de los Picos de Europa
(casi un siglo más tarde el propio Julio César todavía denominaba "cántabros" a los vascones), lo más probable es que esa denominación gentilicia usada por Apiano sea una corrupción o readaptación del
término céltico originario, es decir, canta-beros (="cien tribus"), o de sus variantes cantaberones o camberones (alusivas en todo caso a los berones cameranos).
Si cogemos un mapa actual detallado de la zona, en un radio de 55 kms (=300 estadios) al noroeste-norte-noreste de Numancia, encontramos varias poblaciones de origen antiguo que han llegado
hasta la actualidad: p.e. Arnedo, en la Rioja baja (población antigua e importante nudo viario), pero el caso es que se sabe que la Rioja baja -con sus principales poblaciones en Calagurris y Graccurris-
estaba ocupada en esa época por vascones, mientras que las serranías meridionales lo estaban por pelendones, enemigos de los arévacos, como ya se ha dicho. A 55 kms al noroeste de Numancia, en la zona
montañosa del suroeste riojano que forma la cuenca del alto Najerilla (y que no es todavía propiamente la sierra de Cameros) hay varias poblaciones muy antiguas que algunos han pretendido identificar
con la Lutia celtibérica, entre ellas las dos Viniegras (Viniegra de abajo y Viniegra de arriba): el topónimo parece precéltico (Biné-kara), aunque no sabemos con seguridad si por esa época
la zona estaba ocupada por pelendones o por berones, al igual que la localidad de Brieva (Briua, Briga), topónimo céltico situado también en esa zona y a unos 55 kms. aproximados de Numancia.
Pero es problemático que unas localidades que han conservado tradicionalmente hasta hoy nombres de origen céltico o precéltico tuvieran en esa época romana otro nombre distinto, a saber:
el de Lutia (aparte de que toda esta zona del alto Najerilla, según se deduce de la posterior epigrafía romana, parece más bien pelendona que berona).
La zona indudablemente berona, como confirma la toponimia y la epigrafía posterior, empezaba en la sierra de Cameros, en torno al valle del alto Iregua, con localidades beronas como Nieva
(Neua, en celta "la nueva") y Villoslada (quizá Uxa-lata), y llegaba hasta la propia Viguera (Bikaria), a la entrada del denominado Camero Nuevo. Precisamente al otro lado
de esta localidad de Viguera, en el llamado Camero Viejo, a 55 kms lineales exactos desde Numancia, se encuentra la población de Luezas (hoy despoblada), que es la única cuyo nombre parece
remitir filológicamente al topónimo Lutia (a través de formas intermedias Lotia, Luetia, Lueza-s). Es vecina de la población de Viguera, aunque está situada en la sierra contigua
(el Camero Viejo, en el valle del río Leza), y su existencia está documentada por lo menos desde épocas altomedievales (siglo XI) como dependencia de la propia Viguera. Sin embargo, su ubicación sobre
un barranco hace difícil imaginar cómo pudo ser "rodeada" por las tropas de Escipión, tal como dice Apiano que sucedió.
Con todo, la dificultad se diluye bastante si tenemos en cuenta que las trastocaciones de topónimos entre lugares relativamente próximos fueron un hecho frecuente tanto en la Antigüedad como
en la alta Edad Media (recordemos el caso de la población berona de Libia, cuya ubicación originaria corresponde a la localidad actual de Herramélluri, en la Rioja alta, aunque el nombre
antiguo se ha conservado precisamente en la población vecina inmediata: Leiva). Algo similar pudo ocurrir en el caso de Luezas-Viguera (Luezas sería de hecho una refundación tardorromana o
altomedieval de gentes procedentes de la zona de Viguera). Ahora bien, Viguera no era exactamente esa Lutia prerromana, pues ya tenía su propio nombre antiguo: Bikara o Bikaria (de origen precéltico).
Pero el caso es que Lutia pudo ser un poblado ubicado en las proximidades de Viguera, separados ambos por el río Iregua, pues desde siempre ese lugar -uno de los parajes más impresionantes de toda la Rioja-
ha tenido un tipo de poblamiento disperso, con un núcleo central en el montículo donde se asienta Viguera y unos asentamientos en el valle y en las formaciones rocosas del otro lado de dicho río,
más o menos documentados arqueológicamente desde la Edad del Hierro. Por otro lado, el propio topónimo de "Lutia" (que en celta antiguo parece ser que significaba algo así como "la amarillenta", cf.
la Lutetia parisorum o la propia raíz latina similar en el adjetivo luteus, "amarillento") es perfectamente explicable por la llamativa tonalidad anaranjada-amarillenta que presentan
las grandes moles rocosas de esta parte del valle del Iregua, conocidas como "Peñas de Viguera".
Apiano distingue entre los "jóvenes" de Lutia (se refiere probablemente a los hombres en edad militar, de 17 a 45 años, según la consideración militar romana) y "los de más edad", e.e., los "senadores"
o jefes de los clanes subtribales familiares. El número de cuatrocientos, referido a los hombres con capacidad para empuñar las armas, remitiría a una población total estimativa de
entre 1.600 y 2.000 habitantes de esa Lutia o Lutia-Bikaria, de los cuales entre una cuarta o una quinta parte, es decir, cuatrocientos, era población combatiente. Nada más se nos dice de Retógenes
y de sus compañeros, pero es de suponer que habían marchado con los cabecillas y jefes militares de los lutiacos en busca de otras adhesiones en territorio berón. Escipión podría haberse llevado como
rehenes a su campamento a esos 400 hombres, pero prefirió un castigo más cruel y ejemplar (cortarles la mano derecha), seguramente no tanto para castigar a esta población como para disuadir a
otras poblaciones beronas de que siguieran su ejemplo (con todo, no hay duda de que podía haber sido incluso mucho más cruel, haciéndolos matar sin más).
La última cuestión que plantea este episodio de Lutia es la de la "viabilidad" de ese intento desesperado de ayudar a los numantinos. Es muy posible que los habitantes de Lutia estuvieran ligados
a los numantinos por vínculos mutuos de "hospitalidad" (a nivel individual o colectivo) e incluso por algún tipo de "pacto de sangre", y quizá la propia represalia romana de cortarles la mano derecha
(la mano con la que se empuñaban las armas, pero también la "mano" de la hospitalidad, tan frecuentemente reproducida en tesseras hispanorromanas de hospitalidad) aludiría también a ello,
aunque esa bárbara costumbre de inutilizar para siempre a los guerreros cortándoles la mano derecha ya la habían practicado los romanos en otras ocasiones y no era infrecuente tampoco entre
los propios pueblos célticos. Parece obvio, en todo caso, que no esperarían liberar a Numancia del asedio romano con sólo cuatrocientos hombres de guerra, sino que más bien confiarían en que
-con el ejemplo de Lutia- las demás poblaciones beronas (e incluso los vecinos vascones riojanos y los celtiberos del Ebro) se sumarían a la lucha contra los romanos, provocando acaso con el ejemplo
generalizado una "reacción en cadena" y un levantamiento general de los propios arévacos y de otros pueblos vecinos de la Celtiberia amenazados por el imparable expansionismo militar romano
(caso de los vacceos y vettones) o ya sometidos a Roma (como los celtiberos lusones, belos y titios). Sólo esa posibilidad, a decir verdad, podría haber librado a los numantinos de su espantoso destino final.
Pero todo se quedó finalmente -como hemos visto- en un intento fallido, debido al miedo o a la prudencia de los propios "senadores" de Lutia.
Sea como fuere, el caso es que este episodio, ocurrido en el invierno del último año de la guerra (134-133 a.C.), significó el final absoluto de todas las esperanzas numantinas.
Los últimos días
En la primavera del año -133, tras el duro invierno mesetario, las provisiones de Numancia estaban ya prácticamente agotadas. El riguroso racionamiento y la confiscación estricta de
toda clase de alimentos, que se había impuesto seguramente desde mucho antes de que comenzara el cerco, ya no servía para nada porque ya no quedaba absolutamente nada que racionar o que confiscar.
Del racionamiento inicial, que favorecería preferentemente a los guerreros combatientes y a sus allegados, se había pasado luego, muy probablemente, al "todo para los guerreros y nada para los demás",
como suele ocurrir en esos casos extremos y desesperados. Pero debieron de proliferar los almacenes clandestinos, los registros casa por casa, los robos y los asesinatos a causa de la comida.
En el invierno habían muerto de consunción e inanición las personas más débiles, y el hambre y las enfermedades diezmaban diariamente a la población superviviente. Probablemente no quedaba ya en Numancia
ni un solo animal vivo que se pudiera comer, ni siquiera los perros o las ratas, y los habitantes más desesperados estaban dispuestos a comerse cualquier cosa que fuera comestible.
Agobiados por el hambre, los numantinos enviaron a Escipión una embajada para tantear sus intenciones y saber si los trataría con alguna moderación si se entregaban voluntariamente.
Su jefe se llamaba Ávaros, y le acompañaban (como antes a Retógenes) cinco hombres de su confianza. Escipión, que conocía la situación interna de la ciudad a través de algunos prisioneros, tras escuchar
las peticiones de este jefe numantino sobre una rendición con ciertas garantías de un trato humanitario, se limitó a contestarles que debían ponerse en sus manos junto con sus armas y entregarle la ciudad,
es decir, que debían rendirse sin condiciones y no podían esperar ningún trato de favor por ello, sino quedar enteramente a merced del vencedor (Escipión había venido dispuesto a destruir un símbolo y
a castigar de forma ejemplar a la ciudad rebelde). Ávaros y los cinco embajadores regresaron a la ciudad y comunicaron a sus compatriotas el fracaso del intento de negociación, pero acto seguido
fueron salvajemente linchados por las masas enfurecidas y desesperadas, que incluso les acusaron de haber negociado con Escipión su propia seguridad personal.
Cuando las últimas provisiones se agotaron del todo y para todos, la gente empezó a alimentarse con el sebo de los propios capotes o "sagos", previamente hervidos. Después, cuando también se
consumieron estas pieles, se empezó a comer carne humana: primero la de los muertos en combate, troceados y cocidos en las cocinas; luego, la de los vivos. Se dejó de lado -dice Apiano- a los enfermos
y se buscó a los más débiles. "Ningún tipo de miseria estuvo ausente: se volvieron salvajes de espíritu", cuenta el historiador, que no quiere entrar en detalles más escabrosos.
Las primeras víctimas fueron seguramente los niños (la carne más tierna), los que todavía no habían sucumbido a los padecimientos, a las enfermedades, al frío y al hambre (por entonces ya
no debían de ser muy numerosos en las calles, por temor a ser secuestrados, asesinados, cocinados y comidos por gentes de grupos familiares ajenos). Más tarde, grupos armados irían buscándolos y
secuestrándolos casa por casa, en hogares donde ya no quedaban parientes varones que pudieran defenderlos. No debió de sobrevivir prácticamente ninguno. Luego, asesinaron también a mujeres jóvenes
(la carne más grasa), viudas jóvenes y muchachas que habían perdido a todos sus familiares varones.
Debieron de vivirse escenas verdaderamente atroces y espantosas, donde los más débiles e indefensos no pudieron hacer nada frente a su aterrador destino. Carne humana, sangre humana,
cuerpos desangrados y descuartizados, despojos y trozos humanos macerados, conservados en sal, colgados de ganchos de carnicería y almacenados en algunas casas para alimento de los últimos defensores.
Y seguramente también grupos armados enfrentándose y matándose entre sí por esos despojos. Locura generalizada. Los guerreros sólo tenían cierta seguridad en el propio grupo tribal familiar,
y desde meses atrás no habría otra autoridad en la ciudad que la de cada clan armado y sus clientelas. Pero todos recelaban de todos, y ni siquiera los jefes estaban ya a salvo de ser atacados y
devorados por sus famélicos séquitos o por sus allegados más próximos.
Nadie podía ya resistir en esas condiciones, pero se resistía a pesar de todo. Los guerreros caníbales permanecían vigilantes. El resto de la población superviviente, atrincherados
en sus casas y atrancadas las puertas, permanecían encerrados días enteros sin atreverse a salir para no ser devorados, y muchos morían de sed y de inanición silenciosamente. Otros habían muerto
ya de infecciones y de enfermedades (los pozos y cisternas estaban infectos, y el agua de lluvia almacenada estaba ya corrompida). Era la ciudad de la muerte: una ciudad de fieras humanas,
un inframundo en el que la convivencia y la cohesión social se habían transformado desde hacía meses en un espacio salvaje de supervivencia extrema de grupos autónomos armados y desesperados.
En ese contexto, lo de "heroica ciudad arévaca" suena por lo menos un tanto pretencioso y ridículo, porque era más bien una ciudad maldita, condenada. Escipión podría haber lanzado con éxito un asalto final,
pero no estaba dispuesto a perder ni un solo hombre y sabía que la ciudad caería en sus manos sin resistencia alguna en poco tiempo más.
Finalmente, ni siquiera los últimos guerreros tuvieron ya nada que comer, salvo cadáveres corrompidos y putrefactos. Y sin alimento no había fuerza alguna para resistir.
En muchos sectores de la muralla no había ya ninguna resistencia real, y nadie obedecía ya a nadie dentro de la ciudad. Enviaron a Escipión una última legación, y éste les ordenó
que llevaran las armas ese mismo día a un lugar designado y que al día siguiente acudieran desarmados a otro lugar. Pero los numantinos dejaron transcurrir el día y no pocos de ellos
(principalmente los jefes) se suicidaron y se dieron muerte cada uno de una forma. Los restantes acudieron al tercer día al lugar convenido. Algunos eran verdaderos esqueletos vivientes (piel y huesos).
"Sus cuerpos -dice Apiano- estaban sucios, llenos de mugre, las uñas crecidas, cubiertos de vellos y con un olor nauseabundo, y sus ropas colgaban asimismo mugrientas y malolientes (...)
Pero aparecían temibles en su mirada, pues aún mostraban en sus rostros la rabia, el dolor, la desesperación y el remordimiento de haberse devorado unos a otros ".
Escipión eligió a cincuenta de ellos, destinados a ser exhibidos en su desfile triunfal en Roma, y vendió como esclavos a todos los demás. Hizo destruir y arrasar la ciudad hasta los cimientos,
y repartió su territorio entre los pueblos vecinos que le habían ayudado en la guerra. Pacificado el territorio, el general romano se hizo a la mar de regreso a Roma.
Una gesta finalmente más trágica que heroica
¿Lucha por la libertad? ¿lucha por la vida y la supervivencia? ¿lucha por la dignidad final? Probablemente las tres cosas, en fases sucesivas. En comparación con la extrema resistencia numantina,
resulta aparentemente incomprensible la falta de unidad y de resistencia colectiva del resto de las tribus celtiberas, de los propios arévacos de la región, y de los grandes pueblos célticos vecinos
(vacceos y vettones, principalmente). Pero lo cierto es que el mundo céltico -y el propio mundo celtibérico hispano- lo formaban unas realidades puramente étnicas, idiomáticas y culturales pero
sólo estrictamente convivenciales a nivel de grupo tribal, de poblado o de ciudad o plaza fuerte, y no era en absoluto un mundo cohesionado social y políticamente en unidades colectivas superiores
a las propias gentilitates o clanes macrofamiliares, o todo lo más -y sólo en situaciones de amenaza y peligro exterior común- vinculado a las propias tribus o gentes.
Era, en definitiva, un mundo muy dividido y muy atomizado, en el que nadie quería saber nada de la tribu vecina, salvo en lo que pudiera aprovecharles a sí mismos.
Y en esas sociedades tribales (tanto ibéricas como célticas) las diferencias sociales y económicas eran abismales también. El geógrafo grecorromano Estrabón dice sobre los pueblos iberos hispanos
que "si hubieran estado unidos, nunca los hubieran dominado los celtas, que ahora se llaman celtiberos y berones"
(y lo mismo podía aplicarse también a esos celtas hispanos con respecto a la conquista romana).
En realidad, el tópico del "individualismo (o localismo o tribalismo) hispánico" no es ningún mito histórico. En principio, cualquier otra ciudad hispana podría haber dado un "ejemplo"
de resistencia similar al de Numancia en condiciones y circunstancias similares extremas; de hecho hubo otros ejemplos: anteriores (los grecoíberos de Sagunto contra los cartagineses,
los íberos turdetanos de Astapa o Estepa contra los romanos) y posteriores (los vascones de Calagurris contra las tropas romanas de Pompeyo Magno). Pero esa historia antigua enseña
también que el individualismo tribalista -y su probada inutilidad histórica- no es necesariamente una cuestión "política" (no se trata, en efecto, de que el Estado organizado sea siempre
necesariamente superior a la sociedad de base macrofamiliar y tribal), sino que se trata más bien de las diferencias y desigualdades económicas y sociales en el seno mismo de esas
sociedades tribales (un ejemplo de ello lo constituye la peculiar resistencia histórica de los pueblos germánicos europeos, y a la larga también su propia superioridad, frente
al todopoderoso Imperio romano, gracias precisamente a su base económicosocial igualitaria, o por lo menos mucho más igualitaria que entre los pueblos célticos en general).
Numancia, con todo, es el símbolo de la resistencia aislada, desunida, irreductible, desesperada y, a la larga, también inútil. Y éso, desde luego, es siempre heroico
de uno u otro modo (precisamente en la medida en que se hace irremediable y trágico). Numancia es, por tanto, probablemente la gesta más inútil de la Hispania antigua
(pero también la quintaesencia de esa Hispania prerromana desunida pero irreductible). No puede, en efecto, negársele en ningún caso su carácter de "gesta heroica"
(precisamente por su propia inutilidad), pero tampoco su capacidad de modelo y de ejemplo histórico (en lo negativo, ciertamente, es decir, en modelo no de lo que debe o
no debe hacerse, sino más bien de lo que no debe darse lugar siquiera a que se pueda hacer). De hecho, tan patético debería parecer que la resistencia lusitana contra
Roma estuviera personificada en un solo hombre excepcional (Viriato) como que la resistencia celtibérica lo estuviera básicamente en una sola ciudad (Numancia).
En ambos casos, el fondo o contenido es el mismo, y el mismo también el mensaje histórico: desunión radical, incapacidad de una respuesta colectiva conjunta
y solidaria frente al enemigo exterior común. Ésto es precisamente lo que no ha destacado todavía casi ningún historiador, por lo menos
tal y como merece ser destacado, y ésto es en todo caso lo que nadie puede llamar "heroica gesta", salvo que se quiera exaltar patrioteramente
la valentía de unos pocos para justificar la cobardía, la desunión y la pasividad de muchos.