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" LAS METAMORFOSIS "  (Publio Ovidio)


Deucalión y Pirra, únicos supervivientes del Diluvio.

(...) Allí, una escarpada montaña parece buscar las estrellas con sus dos cumbres más altas; el Parnaso es su nombre, y sus cimas sobrepasan las nubes. Y fue ahí precisamente donde Deucalión, transportado en una barquilla junto a la compañera de su lecho, se quedó varado, cuando ya la superficie de las aguas recubría todo lo demás.

Imploran a las ninfas parnásides y a las divinidades de ese monte, y asimismo a la profética Themis, que por aquel entonces tenía los oráculos (las divinas respuestas de todo). Ningún varón hubo mejor ni más amante de la equidad que él, ni ninguna más respetuosa de los dioses que ella.

Júpiter, viendo restañada ya la superficie de la tierra en inundada laguna, y que tan sólo habían sobrevivido un único hombre y una única mujer de entre tantos miles y miles, inofensivos ambos y asimismo adoradores ambos de la Divinidad, dispersó los nubarrones, y, al tiempo que se retiraban las lluvias por el soplo del viento del norte, permitió a las tierras ver el cielo y al firmamento ver las tierras.

No permaneció tampoco la furia del mar, y el gobernador de los océanos, dejando a un lado su tridente, ablandaba las aguas y convocaba al que sobresaliendo por encima de las profundidades recubre sus hombros con púrpura marina, al azulado Tritón, ordenándole soplar su resonante caracola y revocar la señal anteriormente dada a las olas y a los ríos. Coge aquél esa cóncava trompeta marina que enroscada se ensancha en cónica espiral desde su vértice, esa bocina que, al recibir los golpes de aire en su interior tan a propósito dispuesto, repletaba con su sonido las playas que se extienden de un lado a otro bajo el ardiente Sol. Y también entonces, tan pronto como la goteante embocadura entró en contacto con la empapada barba de aquel dios y fue resoplada dando las órdenes de retirada, la oyeron todas las aguas de la tierra y de la superficie del mar, y, en cuanto dichas aguas se dieron por enteradas, a todas ellas fue conteniendo.

Ya tienen de nuevo las costas su mar, y vuelven a estar las corrientes plenamente contenidas en sus cauces; se rebajan los ríos y se ven sobresalir las colinas; reaparecen las tierras y crecen los espacios a medida que decrecen las aguas; por fin, tras un largo día, los bosques muestran sus desnudadas copas y retienen el lodo pegado a su follaje.

La superficie de la tierra había sido restituida. Y al verla tan vacía, sumidas las desoladas tierras en profundos silencios, Deucalión, derramando lágrimas, le habla así a Pirra:
"¡Oh hermana, oh esposa, oh mujer superviviente única!, ¡Hasta qué punto compartes conmigo una misma estirpe y un común linaje de primos hermanos: después de que el lecho nos uniera, ahora nos une la desgracia misma! Nosotros dos somos toda la multitud que queda en cualesquiera tierras que puedan ser vistas al oriente y al occidente; el mar ha ocupado todo lo demás. Y tampoco tenemos de momento ninguna garantía lo bastante segura para nuestra vida, e incluso ahora aterrorizan el alma pensamientos sombríos. Pues ¿qué ánimo podrías tener tú ahora, desdichada, si por desgracia te hubieras salvado sin mí? ¿a dónde hubieras podido llevar tú sola siquiera tu propio temor? ¿con quién podrías consolarte en tus aflicciones? Porque yo -puedes creerme-, si las aguas te hubieran tenido también a tí, te hubiera seguido, esposa, y esas mismas aguas me tendrían ya también a mí. ¡Ah, ójala pudiera yo repoblar por artes paternas las regiones e infundir vidas en la reaparecida tierra! Pero ahora el género humano subsiste únicamente en tí y en mí (¡así lo han decidido los dioses de arriba!) y sólo nosotros dos quedamos como ejemplo y modelo de los humanos seres".

Así dijo, y ambos lloraban. Pero a alguna deidad celestial le parecieron bien esas imprecaciones y ese querer buscar su auxilio por medios sagrados.
No se demoraron ellos, y ambos se dirigieron a la par a las corrientes del Cefiso, que -aunque todavía no del todo límpidas- ya se distinguían nítidamente sus fondos. Desde allí, tras salpicarse mutuamente la cabeza y los vestidos en esas consagradas aguas, encaminaron sus pasos hasta el santuario de la diosa santa, cuya techumbre estaba deslucida por el feo musgo y cuyos altares permanecían sin sus fuegos y lumbres habituales. Cuando alcanzaron la escalinata del templo, se postraron ambos, inclinados hacia el suelo, y besaron respetuosamente el helado mármol, diciendo así:
"Si las divinidades, convencidas por adecuadas súplicas nuestras, se ablandan, y si la ira de los dioses se atempera y cede, dínos tú, amabilísima Themis, de qué modo y manera se puede reparar el daño de nuestra humana raza, e indícanos el remedio para todo lo que ha quedado anegado".
Se conmovió la diosa y dió su profético oráculo:
"Alejáos del templo, y luego cubríos la cabeza, soltáos los vestidos que lleváis ceñidos e id arrojando por detrás de vuestra espalda los huesos de vuestra gran madre común".

La diosa Themis (Vaso ático)

Los dos se quedan momentáneamente atónitos, y es Pirra precisamente la primera que rompe los silencios de ambos con su voz, negándose a someterse a los mandatos de la diosa y rogándola con temblorosa voz que la exonere de ello, pues que teme injuriar a las almas maternas arrojando esos huesos. En el entretanto, repasan y meditan para sí y entre sí los posibles sentidos ocultos de la oscura respuesta de ese oráculo dado. Por fin, el descendiente de Prometeo tranquiliza con apacibles palabras a la descendiente de Epimeteo, y le dice:
"O el ingenio nos engaña o este oráculo es justo y no obliga en absoluto a cosa alguna abominable. ¡La Gran Madre es la tierra!, y creo que los huesos se refieren, como cuerpo de la tierra, a las piedras. Así que lo que se nos ordena es lanzar éstas por detrás de nuestra espalda".

Aunque la propia Titánide está impresionada con este presentimiento interpretativo de su cónyuge, sin embargo la esperanza aún tiene sus dudas: hasta ese punto desconfían ambos de los oráculos de los celestes dioses. Mas, ¿qué daño puede haber en comprobarlo? Se marchan, pues, velan sus cabezas y se desnudan las túnicas, y a continuación empiezan a arrojar guijarros por detrás de ellos según van caminando.

Las piedras (¿quién podría creerlo si no fuera porque los tiempos antiguos están como testigos?) comenzaron a deponer su natural dureza, a ablandar poco a poco su rigidez y a tomar forma una vez reblandecidas. Y en cuanto aumentaron de tamaño y su naturaleza se volvió blanda, podía apreciarse en ellas una cierta pero todavía no manifiesta forma humana, y es que, como bocetos de esculturas en mármol, no eran aún lo bastante exactas pero sí muy parecidas ya a toscas estatuas. Pues, aunque tenían todavía una parte arcillosa y humedecida de alguna savia, fueron cambiándose a otra sustancia corporal: lo más sólido de ellas e incapaz de doblarse, se transformaba en huesos; lo que antes eran vetas o venas en la piedra, en ese mismo nombre y forma se quedaron. Y en breve tiempo, por voluntad de los dioses de lo alto, las piedras lanzadas por mano de aquel varón tomaron forma de hombres, y con las arrojadas por la mano femenina se renovó a su vez el género de la mujer.

Desde aquel entonces somos una especie dura y acostumbrada a los esfuerzos, y damos buena prueba con ello del origen mismo del que procedemos.

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Narciso y Eco

NARCISO Y ECO  ("Metamorfosis", Ovidio)

(...) Le puso de nombre Narciso, y habiéndose consultado a un adivino para saber si llegaría a vivir los largos años de una madura vejez, éste pronosticó así: "Sólo en el caso de que no llegue a conocerse a sí mismo". Durante algún tiempo las palabras del adivino parecieron vanas, pero más tarde los propios hechos y su desenlace, la forma en que murió y el carácter insólito de su loca pasión las confirmaron. Y es que el adivino del río Céfiso en tres ocasiones había ido pronosticando cada cinco años que sólo le quedaba un año más, y en todo ese tiempo había podido verse cómo el niño iba haciéndose mozo.

Muchos jóvenes y muchas muchachas le deseaban; mas ninguno de ellos ni de ellas pudieron conseguirle (tan dura soberbia había en su delicada belleza). Y cierto día en que éste andaba persiguiendo y empujando hacia las redes a unos inquietos y temerosos ciervos puso en él sus ojos la ninfa de voz sonora y armoniosa, la que antaño no sabía dejar de hablar ni supo luego dejar de responder a quien le hablaba, la resonante Eco.

En aquel entonces Eco no sólo era una voz, sino que tenía también un cuerpo; pero ella, la parlanchina, hacía ya de su voz el mismo uso que hace ahora, que sólo puede repetir las últimas palabras que se le dicen. Ésto había sido un castigo de la diosa Juno, pues en varias ocasiones, para que ésta no pudiese sorprender a las ninfas que yacían en el monte con su esposo Júpiter, ella, prudente e inteligentemente, entretenía a la diosa con su larga conversación, y daba tiempo así a las otras ninfas para que pudieran huir. Pero cuando por fin la diosa se dió cuenta de ello le dijo: "Poco uso vas a poder darle en adelante a esa lengua que me ha engañado, pues tu voz va a ser desde ahora muy breve". Y acto seguido cumplió su amenaza. Con todo, ella podía redoblar los últimos sonidos que se pronunciaban y repetir las palabras finales de lo que oía.

Vió, pues, a Narciso que vagaba por apartados campos y se encendió su pasión, y se puso a seguir a escondidas sus huellas. Y cuanto más le seguía y se aproximaba, más se iba encendiendo su deseo, igual que el inflamable azufre embadurnado con la punta de las resinosas antorchas coge rápidamente el fuego que se le acerca. ¡Ay, cuántas veces deseó acercarse a él con blandas y cariñosas palabras e invitarle con tiernas súplicas! Pero su propia naturaleza se oponía a ello y no le permitía dar este paso, de modo que se preparó lo mejor que pudo para esperar los sonidos con los que pudiera devolverle sus propias palabras.

Casualmente, al muchacho, que se había quedado aislado del nutrido grupo de sus compañeros, se le ocurrió decir: "¿Hay por aquí alguien?". Y Eco respondió: "...alguien". Él se quedó atónito, pues dirigió la mirada a todas partes y no pudo ver al que había hablado. Se volvió a mirar hacia atrás y no vió venir a nadie tampoco, y dijo:
"¿Por qué te me ocultas?", y obtuvo como respuesta las mismas palabras que había dicho.

Permanece allí inmóvil, engañado con el eco de la voz que le contesta. Y dice entonces:
-"¡Ven aquí y juntémonos! ".
-"...juntémonos", responde Eco, que nunca respondiera a nadie con mayor placer.
Ella misma aplaude sus propias palabras y saliendo del bosque se dirige hacia allí, en actitud de querer echar sus brazos en aquel cuello, objeto de sus esperanzas. Pero entonces él salió huyendo, al tiempo que le decía:
-"¡Quita de mí tus manos y tus abrazos! ¡antes muerto que dejarte que me poseas!".
Y ella ya sólo pudo repetir:
-"...dejarte que me poseas".

Viéndose despreciada fue a esconderse en los bosques y ocultó su avergonzado rostro en el follaje. Y desde aquel día habitó en grutas. Pero su amor por él se mantuvo firme e incluso aumentó con el dolor de aquel rechazo, y su continua inquietud y preocupación terminaron por debilitar y enflaquecer su cuerpo y dejarlo en un estado lastimoso; se secó su piel, y la savia y la vida se evaporaron de todo su ser. Tan sólo quedaron su voz y sus huesos: la voz se conservó como estaba, pero los huesos, según dicen, se transformaron en piedras. Desde entonces se esconde en los bosques y no se la puede ver ya por ningún monte. Pero todos pueden oírla: queda su voz, que es lo único que subsiste de ella.

De la misma manera que había jugado con ésta, también se había burlado de otras ninfas de las aguas o de los montes, y lo mismo había hecho en sus encuentros masculinos. Alguno de ellos, al verse despreciado, levantando las manos al cielo, había dicho:
"¡Ojalá que también él se enamore tan apasionadamente y no pueda conquistar a su amado!". Y aquella unió su voz a esta justa súplica.

Había un límpido y claro manantial de aguas como la plata, al que no habían llegado ni los pastores, ni las cabrillas que pacen en el monte, ni ningún otro rebaño: una fuente limpia y pura que ninguna ave o fiera había enturbiado, ni tan siquiera alguna ramilla deslizada de algún árbol. Tenía una pequeña pradera de césped a su alrededor, que se alimentaba de la humedad cercana, y un bosquecillo que no permitía que los rayos del sol templaran las aguas del estanque.

Y este muchacho, fatigado como estaba por su apasionamiento en el ejercicio de la caza y por el excesivo calor, al llegar y ver de cerca la belleza del paraje y el manantial, se dejó caer en tierra allí mismo. Y mientras bebía, ensimismado al contemplar su propia imagen en el agua, empieza a enamorarse de ese reflejo sin consistencia. Cree que es un cuerpo real lo que sólo es una imagen aparente; se queda absorto e inmóvil como una estatua de mármol, y contempla, echado a tierra, a su doble y gemelo: la claridad y el brillo de sus ojos, su larga cabellera, digna de Baco o de Apolo, su cara imberbe y su cuello de marfil, la belleza de su boca y el suave carmín de sus mejillas en medio de la blancura de su rostro; de todos estos detalles, que en conjunto le hacen admirable, se queda él admirado.

¡Ingenuo! ¿Por qué tratas de atrapar en vano efímeras imágenes? Éso que quieres no está en ninguna parte; éso que amas lo has de perder cada vez que te apartas. Lo que ves es tan sólo el reflejo de una imagen que no tiene ninguna realidad en sí misma; viene y permanece contigo, y contigo se marcharía si tú te marcharas.

Ni la preocupación por su pan o por su descanso es capaz de apartarle de allí, y echado sobre la oscura hierba contempla la engañosa figura con ojos insaciables. Terminó por sucumbir a su propia mirada, y levantándose un poco tendió sus brazos a los bosques que le rodeaban y dijo:
-"¡Ay, bosques! ¿Acaso alguien ha amado de una forma más cruel y dolorosa? Y lo que más me aflige es que no nos separa el mar extenso, ni la distancia de los caminos, ni las montañas, ni las murallas con las puertas cerradas: nos separan tan sólo unas ligeras aguas, el más pequeño de los obstáculos...
¡Quienquiera que seas, sal aquí! ¿Por qué me engañas, muchacho incomparable? No sé qué esperanza quieres darme con tu expresión amistosa, que cuando yo tiendo mis brazos hacia tí tú tiendes al otro lado también los tuyos; cuando yo sonrío, tú me sonríes, e incluso he podido notar tus lágrimas cuando yo lloraba; también contestas las señas que te hago con la cabeza y, por lo que puedo ver por el movimiento de tus hermosos labios, respondes con palabras, aunque éstas no llegan a mis oídos...
Ya el dolor me quita las fuerzas, y siento que no me queda mucho tiempo y que me consumo en la flor de la vida. Pero ¿cómo va a ser dura para mí la muerte, si con ella puedo dejar de sufrir?
".

Ésto dijo, y volvió de nuevo a contemplar locamente aquella imagen. Y al tiempo que se lamentaba se sacó por encima su vestido y comenzó a golpearse con las manos, blancas y pulidas como el mármol, su desnudo pecho, que fue adquiriendo un delicado matiz encarnado como el que suelen tener algunas frutas, claro en una parte y enrojecido en otra, o como ese color rojizo que presentan los variados racimos de la uva aún no maduros. Pero nada queda ya de esa blancura con tintes de carmín ni de ese vigor y esa energía que daban placer con sólo mirarlas. Sus últimas palabras, dirigidas al agua que contemplaba, fueron éstas:
-"¡Ah, muchacho inútilmente amado!"
Y con otras tantas palabras le respondió el lugar; y cuando dijo: "¡adiós!, Eco dijo también: "¡adiós!". Metió él su fatigada cabeza entre la verde hierba, y la muerte cerró aquellos claros ojos que habían admirado la propia belleza del mismo que los poseía.

También después, cuando fue acogido en la región subterránea, se contemplaba en las aguas de la laguna Estigia. Sus hermanas, las Náyades, le lloraron mucho, y depositaron algunos cabellos cortados de su hermano. Pero, cuando ya tenían preparado el féretro y la pira funeraria y blandían las antorchas, no pudieron encontrar el cuerpo por ninguna parte. En su lugar hallaron una flor de color amarillo, con pétalos blancos que rodeaban el centro (un narciso).

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Hilando con la rueca

ERINA DE TELOS, joven poetisa griega de hacia el siglo IV a.C.

-Epitafio a una amiga, ahogada en un naufragio-

(...) Y me dijeron que saltaste con alocados pies al profundo oleaje desde la blanca borda.
¡Ay de mí!, grité a grandes voces, ¡igual que entonces, cuando jugando a la "tortuga" salías corriendo a brincos por el corral del patio!

Ése fue mi lamento, infeliz Bauki, entre hondos sollozos. En mi corazón las huellas... permanecen, calientes aún.

Pero de lo que antaño nos servía de juego ya sólo quedan rescoldos. De pequeñas, siempre a vueltas con muñecas en el cuarto, jugando, despreocupadas, a las novias. Y al alba, la (que hacía de) "madre" repartiendo la lana entre las criadas para que la trabajasen y que venía a que la ayudases con la salazón. ¡Cuánto miedo nos daba entonces, de niñas, el "Coco", con sus orejotas en la cabeza, caminando a cuatro patas y cambiando de una a otra su apariencia!

Mas luego, cuando llegaste al lecho de un varón, te olvidaste de todo cuanto habías escuchado en tu infancia y en casa de mi madre, querida Bauki, pues la pasión amorosa puso olvido en tu mente.

Y ahora, en mi lamento, lloro por tí, pero he de renunciar a todo lo demás, y no pueden mis profanos pies salir de casa, ni puedo verte muerta con mis ojos, ni llorarte con el cabello suelto, pues la purpúrea vergüenza me araña las mejillas.

Inútil el lamento va nadando hacia el Hades desde aquí. Silencio de los muertos, cuyos ojos cierran las tinieblas.

Tú, (el delfín), el pez piloto que escoltas la navegación de feliz curso para los marinos: da escolta a mi dulce amiga desde popa (...)

"Estelas, sirenas mías, y lamentable urna funeraria que para el Hades guardas un poco de ceniza: decid adiós a quienes pasen por esta tumba, sean conciudadanos o forasteros, y decidles que esta sepultura me guarda a mí, a Bauki, recién casada, y que mi padre me llamaba Báukide, que soy de origen telio, para que lo sepan, y que mi compañera Erina grabó sobre mi tumba este epitafio".

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            Horacio (ODA 1, 5)

            Quis multa gracilis te puer in rosa
            perfusus liquidis urget odoribus
            grato, Pyrrha, sub antro?
            cui flavam religas comam?

            Simplex munditiis! heu quotiens fidem
            mutatosque deos flebit et aspera
            nigris aequora ventis
            emirabitur insolens,

            qui nunc te fruitur credulus aurea,
            qui semper vacuam, semper amabilem
            sperat, nescius aurae
            fallacis. Miseri, quibus

            intemptata nites. Me tabula sacer
            votiva paries indicat uvida
            suspendisse potenti
            vestimenta maris deo.


            DESENGAÑADO "NAUFRAGIO" CON PIRRA

            ¿Qué grácil muchachito, Pirra, bien bañado
            de líquidos perfumes en tu lecho de rosas,
            bajo agradable gruta te requiere?
            ¿A quién le sueltas tu rubia cabellera?

            ¡Ja! ¡Qué ingenuidad tan limpia!...
            y cuántas veces
            lamentará después la confianza
            y los volubles hados.

            Con cuánto asombro mirará extrañado
            tus aguas encrespadas por negras tempestades
            quien ahora te disfruta creyéndote tan suave,
            quien te supone siempre tan frívola y amable,
            ignorando que en esa suave brisa está el engaño.

            ¡Pobres de aquellos que sin conocerte
            se te deslumbran con tus resplandores !

            Indica una tablilla dedicada,
            en la pared de cierto santuario,
            mis húmedos vestidos colgados como ofrenda
            para la poderosa Divinidad del mar.


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Pirra
Narciso (Museo del Louvre)
greca romana