Los principios del Cristianismo

Los principios del Cristianismo


"Ya ha llegado el último siglo de la profecía de Cumas, y un nuevo gran milenario está naciendo a partir del que acaba de completarse.

"Ya vuelve también la Virgen estelar, vuelve la Edad de Oro, y ya una nueva estirpe se nos envía del alto Cielo.

"Tú, casta Lucina, diosa de los nacimientos, protege al Niño recién nacido, con cuyo nacimiento las gentes de hierro terminarán por fin y surgirá por todo el mundo la Humanidad de oro. ¡Ya reina tu nuevo Apolo!

"Contigo, a partir de tí precisamente,cónsul Polión, empezará el esplendor de este Tiempo y comenzarán a avanzar los grandes meses; a partir de tu mandato, si algún vestigio queda de nuestros crímenes, será anulado, y se liberarán del terror las tierras para siempre.

"Vivirá este Niño una vida divina, contemplará a los héroes unidos a los dioses, y él mismo será reconocido por todos ellos, pues reinará en el mundo pacífico de las virtudes tradicionales.

"Y la tierra prodigará para tí por todas partes, Niño, sin cultivo alguno, sus pequeñas primicias de regalo: trepadoras yedras con perfumadas flores, plantas acuáticas mezcladas con el alegre acanto.

"Las cabritillas llevarán a casa por sí solas sus ubres repletas de leche, y los ganados y vacadas no temerán ni a los grandes leones. En tu propia cuna brotarán para tí delicadísimas flores; perecerán las serpientes y las traidoras hierbas venenosas morirán también, y nacerá por doquier el aromático bálsamo de Siria.

"Cuando puedas ya leer las hazañas de los héroes y los hechos paternos y conocer en ellos cuanta virtud encierran, se irán dorando los campos con flexibles espigas, colgarán enrojecidas uvas en viñas sin cultivo y las duras encinas destilarán humedecida miel.

"Aún quedarán latentes algunos restos del antiguo engaño, que propondrán tentar la mar en naves y ceñir las ciudades con murallas y abrir de nuevo surcos en la tierra,

"y habrá nuevos pilotos, nuevas naves que llevarán argonautas escogidos; habrá también una Segunda Guerra y otro gran Aquiles será enviado a una nueva Troya.

"Pero a partir de entonces, cuando ya la edad fuerte te haga un hombre, el propio viajero dejará ya el mar y no llevarán las naves mercancías, pues todo país producirá de todo.

"No sufrirá la tierra los rastrillos, ni las viñas la hoz; el robusto labrador soltará también los yugos a los toros, y la lana ya no tendrá que simular diferentes colores, pues el propio carnero cambiará suavemente su vellón en los prados, en color púrpura o en color amarillo, y de escarlata se vestirán los corderos de pasto (...)

"¡Oh, precioso retoño de los dioses y grandioso vástago de Júpiter, acomete los grandes honores, pues ya llega tu tiempo! ¡Contempla el vacilante firmamento con su cóncava masa, y la tierra y la extensión del mar y el alto cielo! ¡Contempla cómo se alegra todo con el siglo venidero! (...)

"¡Comienza, pequeño niño, a mostrar con tu sonrisa que reconoces a tu madre!, que tuvo que soportar grandes desprecios durante nueve meses. ¡Muéstralo, pequeñuelo! tú, a quien no sonrieron los parientes, ante quien ningún dios se tuvo por digno de compartir tu mesa, como ninguna diosa lo fue de tu morada."

(Virgilio, ÉGLOGA IV)


Así cantaba el poeta latino Virgilio, cuatro décadas antes de Cristo, el nacimiento de un misterioso Niño que daría comienzo a una nueva Edad de Oro para la Humanidad, según las viejas profecías de la sibila de Cumas. Mucho se ha discutido sobre quién podría ser el niño al que se refiere esta profecía poética (¿un hijo natural de Octavio Augusto? ¿un hijo del cónsul Asinio Polión). Entre el consulado de este Polión (año 40 a.C.) y el propio nacimiento del Cristo median treinta y tres años (puesto que -como es sabido- el Cristo, o sea, Jesús de Nazaret, teniendo en cuenta el conocido error de Dionisio el Exiguo al establecer la cronología cristiana, nació realmente el año 7 antes de Cristo). El caso es que cuando ese Niño de la profecía virgiliana cumpliese 33 años iba a nacer en Judea otro niño que estaba destinado a cambiar el Mundo; a partir de su nacimiento (antes y después) se computarían desde entonces los años, los siglos y los milenios.

Esta profética poesía de Virgilio es sobre todo alegórica y simbólica, y por tanto plurisignificativa; de hecho lo mismo podría referirse, como quieren algunos, tanto al Cristo como a la propia historia del Cristianismo en la civilización occidental, o a muchas otras cosas y a ninguna en concreto (una temática muy similar a la de esta égloga virgiliana la encontramos también en algunos salmos hebreos, especialmente en el Salmo 22, y sobre todo en cierto pasaje del profeta Isaías, Is. 11,1-9). Pero no es ésto lo más importante; lo más importante es el clima mismo que se trasluce en estos versos, el propio espíritu de unos ansiados tiempos de calma, de expectativa, de esperanza, de renacimiento, de sueños de una paz largamente anhelada.


La época, el lugar y las circunstancias

Eran, en efecto, tiempos nuevos. Había terminado finalmente la larga e intermitente guerra civil romana en la que acabó desintegrándose el viejo y anquilosado Estado republicano. Octavio Augusto, sobrino y heredero político de Julio César, se había hecho con el poder absoluto tras la derrota y suicidio de su rival Marco Antonio. La guerra civil había puesto en sus manos unos poderes militares extraordinarios que él mismo se apresuró a institucionalizar manteniendo en apariencia la antigua legalidad republicana. Pero todo el mundo sabía que Octavio no era ya un dictador más, sino un segundo "César", la cabeza visible (visible en las monedas, visible en las estatuas) del más poderoso Estado del mundo. Con Augusto llegaba el Imperio, el régimen imperial (pues de hecho la influencia romana o el dominio militar efectivo en casi todos los países del Mediterráneo era ya una realidad desde mucho tiempo atrás). Con Augusto llegaba también, por primera vez en muchas décadas, el más largo periodo de paz que Roma había conocido en los últimos tiempos. La larga guerra civil romana del siglo I antes de Cristo había cambiado unas anticuadas estructuras políticas que se habían hecho inservibles para gobernar unos dominios tan extensos. Ahora, adecuado ya el régimen político al dominio militar y administrativo de las provincias, se daban por fin las condiciones propicias para esa "pax romana" por la que suspiraban los ciudadanos de Roma y los habitantes del imperio tras los horrores de la guerra civil. Para muchos se abría una nueva época de paz y de esperanzas, un tiempo de expectación y confianza serena en el porvenir en todo el mundo civilizado, en todo el mundo romano y romanizado. ¿En todo el mundo ciertamente?

Muy lejos de Roma, en los últimos confines orientales del Imperio, en Judea o Palestina, un territorio oriental incorporado por Pompeyo a la provincia romana de Siria en el año 63 a.C. en calidad de "protectorado", iban a ocurrir y estaban ya ocurriendo acontecimientos trascendentales. Bajo la tutela romana, "gobernaba" este territorio un reyezuelo judío muy helenizado, Herodes el Grande (fue "grande" realmente, tal vez el monarca judío -aunque en realidad era de origen idumeo- más grande desde los lejanos tiempos de los reyes de Judá; levantó nuevas ciudades, reedificó otras, y helenizó considerablemente el país; también fue grande por sus tragedias familiares y personales, por sus arbitrariedades, por sus crímenes y por su amistad con Octavio Augusto, y antes con Marco Antonio). Pero en Judea se vivía un clima de intensa agitación: agitación religiosa y espiritual, agitación cultural, agitación social, agitación política. Corrían también allí tiempos de expectación y de esperanzas, aunque sin esa tranquila serenidad o sosiego ante el futuro que se vivía en otras partes del Imperio. Se esperaba a un libertador, a un rey-profeta, a un "rey" humano y divino, a un Mesías. Así lo habían anunciado las antiguas profecías bíblicas. Y surgían por doquier "profetas", "visionarios", "jefes de bandidos-guerrilleros" y oportunistas de todo tipo. Judea entera era un volcán. Y en los primeros años de nuestra Era (entre el 4 a.C., fecha de la muerte de Herodes, y el 3 d.C., pues la cronología es imprecisa) tuvo lugar la más importante de las primeras explosiones de este volcán: una seria rebelión armada contra el ocupante romano. El gobernador de Siria, con las dos legiones de que disponía (unos doce mil soldados) más algunas unidades del antiguo ejército judío del rey Herodes y diversas fuerzas auxiliares de un reyezuelo árabe aliado, aplastó finalmente la sublevación, y unos dos mil judíos (según el historiador hebreo-romanizado Flavio Josefo) fueron crucificados. Así terminó esta primera revuelta judía. Pero no sería la última. En medio de la paz romana, los judíos parecían empeñados en "dar guerra".

El pueblo judío era ciertamente un pueblo "especial" entre los pueblos del Oriente Medio. Descendiente de las tribus hebreas de origen semítico asentadas en Palestina desde al menos el siglo XII a.C., habían formado un pequeño reino que conoció la dominación sucesiva de todos los grandes imperios en sus diversas épocas (asirios, babilonios, persas, macedonios, y ahora... los aborrecidos qittim, los romanos). Pero la característica más peculiar de este pequeño pueblo no era tanto su historia política como su particular historia religiosa. En su origen no eran más que uno de tantos pueblos nómadas semitas que se asentaron en el Egipto faraónico. De allí, según parece, trajeron su religión, una religión basada en la creencia y en el culto a un solo Dios y que probablemente había sido introducida entre los hebreos por un egipcio de origen aristocrático llamado Moisés, no mucho tiempo después de que fracasaran los intentos de establecer en el país del Nilo una reforma monoteísta por parte del faraón "hereje" Amenofis IV. La nueva religión de los hebreos fue reelaborada y readaptada en los siglos siguientes a las propias costumbres, tradiciones y concepciones semíticas por una cada vez más influyente casta sacerdotal, que se encargó de transformarla en una religión ritualizada hasta la exageración, una religión de abundantes prácticas expiatorias y purificatorias y cuyos rigurosos preceptos constituían también el derecho civil y penal de la sociedad judía (seguramente ni el propio Moisés habría reconocido con el transcurso de los siglos la originaria religión por él fundada). No obstante, la religión monoteísta judía no carecía de interesantes y valiosos principios éticos que estaban ausentes en la mayoría de las religiones politeístas de los pueblos de su entorno.

Los propios avatares de la nación judía (y en especial la deportación en masa, el destierro y la estancia de los judíos durante varias generaciones en tierras de Babilonia y Media entre los años 587-539 a.C.) no dejaron de influir en su propia religión, aunque en lo esencial -cosa rara entre los pueblos vencidos y deportados- se mantuvieron fieles a su dios tradicional. Las gentes caldeo-babilónicas establecidas por los asirios en las abandonadas tierras de Samaria (en el territorio del antiguo reino israelita del norte), mezclados con los pocos hebreos que allí quedaron, formarían con el tiempo el pueblo samaritano, que a causa de sus particulares costumbres, de su escasa "ortodoxia" religiosa y de antiguas rencillas y enfrentamientos, eran especialmente despreciados por los judíos de la época romana. Pero también el gran contingente de cerca de 150.000 individuos descendientes de los judíos deportados a Babilonia, a su vuelta a la tierra de sus antepasados (a partir del 538 a.C., en que el rey persa Ciro les autorizó a volver), habían traído consigo -además del idioma arameo como lengua común- numerosas influencias de otras religiones que habían conocido en su lugar de destierro.

La más importante de estas influencias era la de la religión nacional de los persas (el mazdeísmo), una religión dualista basada en la existencia de dos grandes principios, fuerzas o "dioses" (el del Bien y el del Mal); esta religión había sido fundada varios siglos atrás por un profeta visionario y reformador a quien la historia conoce con el nombre de Zaratustra o Zoroastro, en la época en que los persas eran todavía un pueblo iranio de pastores y agricultores seminómadas; pero posteriormente había sido reelaborada, codificada y ritualizada por la poderosa casta sacerdotal de los magos (palabra persa con que se designaba a los sacerdotes de esta religión, y que eran al mismo tiempo filósofos y astrólogos, y también prestidigitadores, embaucadores y hechiceros llegado el caso, acepción ésta última que es la que ha pasado en este mismo vocablo a las lenguas europeas modernas). En la religión hebrea se asumieron e incorporaron importantes concepciones y elementos de esta religión dualista, muchos de los cuales pasarían después al Cristianismo (entre ellos la oposición entre el Bien y el Mal -entre Dios y Satanás-, las recompensas o castigos en la otra vida y la creencia en los ángeles de forma humana, o la creencia en la resurrección final de los muertos, en el Infierno y en el Juicio Final). En efecto, la religión mazdeísta (nombre derivado de su dios supremo, Ahura-Mazda, el dios del Bien) presenta numerosas concepciones teológicoescatológicas que encontraremos también en la propia religión cristiana (a donde llegaron procedentes del esenismo y del fariseísmo). Tal es el caso de las leyendas mazdeístas acerca del Juicio Final, cuyas coincidencias con la "mitología" cristiana, con los propios textos de la secta judía de los esenios y con el libro del Apocalipsis o Revelación son evidentes. Según esas leyendas persas, desde la muerte del profeta Zaratustra, su semilla flota en la superficie de un lago guardada por los ángeles; pero llegará un día en que fecunde a una Virgen, y de ella nacerá el Salvador, el cual tendrá treinta discípulos (quince hombres y quince mujeres), con cuya ayuda regenerará el Mundo, y los muertos renacerán también; después vendrá el Juicio Final, tras el cual la Tierra quedará inundada por los metales en fusión que escaparán de las montañas, salvándose únicamente los "buenos"; tras todo ello tendrá lugar la lucha final entre el Bien y el Mal, en la que el dios del Mal y sus seguidores serán definitivamente vencidos; el Infierno mismo será purificado y unido de nuevo al Mundo, con lo cual vendrá la Resurrección final, el perdón y la conversión de los "malos" y la vida eterna. Las primeras ideas judías sobre esta "resurrección" aparecen en el libro bíblico del profeta Daniel (12,2) y también en el libro II de los Macabeos (7, 9-15), posteriores ambos al destierro babilónico.

Tras la vuelta del exilio, la historia del pueblo judío pasó todavía por agitados acontecimientos. Después de la dominación macedónica y de la resistencia nacional judía contra el despótico y brutal dominio de las dinastías heleno-egipcia y sirio-macedónica (que pretendieron implantar el helenismo por la fuerza entre la población judía), comenzaron también las grandes divisiones religiosas, las numerosas emigraciones fuera de Palestina (origen de las numerosas comunidades judías extendidas por las principales ciudades de Asia Menor y de los países mediterráneos, la llamada diáspora o "dispersión") y la helenización de buena parte de las clases intelectuales y dirigentes del pueblo judío. La resistencia al helenismo lo fue en gran parte por la traumática experiencia de la pasada dominación macedónica (que fue casi una "violación" cultural), y luego por el controvertido reinado del helenizado Herodes el Grande, no por ninguna clase de "incompatibilidad natural" entre helenismo y judaísmo. A los judíos helenistas se les llamaba "griegos".

En la época romana que nos ocupa había entre los judíos diversas "sectas", "partidos" o corrientes religioso-ideológicas. En primer lugar, aunque minoritarios, estaban los saduceos (muy conservadores en materia de religión y también muy acomodaticios y contemporizadores con los poderes dominantes); la mayoría de ellos pertenecían a las clases más ricas de la aristocracia judía y formaban el alto clero de sumos sacerdotes y miembros del Sanedrín (consejo supremo judío para asuntos religiosos y políticos). Otra secta no menos importante eran los fariseos (palabra que posiblemente significaba "separados"), que pregonaban un estricto cumplimiento de la Ley religiosa y se oponían al poder político de los saduceos. Los fariseos creían en la resurrección de los muertos y en el Juicio Final, dos cosas en las que -sin embargo- no creían los saduceos, que incluso hacían "chistes" al respecto, como aquél que le plantearon a Jesús de Nazaret a propósito de con quién se reuniría tras la Resurrección una viuda que hubiera estado casada con sucesivos maridos (Mateo 22, 23); los fariseos se caracterizaban por una interpretación escrupulosa, literal y ritualista hasta lo absurdo, de los preceptos y normas religiosojurídicas, y de esta secta procede -sustancialmente- el judaísmo rabínico posterior. Junto a ellos se alineaban también la mayoría de los escribas, comentaristas y doctores de la Ley. Una escisión antigua del fariseísmo, de carácter "fundamentalista", eran los esenios, que se instalaron en el desierto de Judea y fundaron una comunidad propia en Qumrán, cerca del Mar Muerto. Por último, había además un movimiento que modernamente se ha querido identificar con los que en algunos textos son llamados celotes (palabra griega que significa "celadores", "fervientes", "entusiastas", y que podríamos traducir por "ultranacionalistas" o "integristas"); éstos representaban también una facción rigorista del judaísmo, teñida de fuertes sentimientos antirromanos, pues eran sobre todo estos celotes los que inspiraban el movimiento de resistencia judía contra la ocupación romana.

Así era, en líneas generales, el confuso panorama político y religioso de Judea en los años de la vida del Cristo.


Reconstrucción del centro monástico de Qumrán

Los esenios y los oscuros orígenes del Cristianismo

La comunidad de los esenios (posible deformación de la palabra hebrea hassidim -transcrita también como asideos- que significa "piadosos") parece que provenía de un partido o secta político-religiosa de carácter purista que tuvo una parte muy activa en la resistencia contra la persecución de Antíoco de Siria: estos asideos (mencionados en el libro I de los Macabeos, capít. 2, 42) se refugiaron en el desierto de Judea y apoyaron el movimiento de liberación nacional acaudillado por la familia de los Macabeos; pero una vez vencedores éstos e instalados en el poder (dinastía asmonea) se enfrentaron a ellos por cuestiones de legitimidad religioso-política, escindiéndose el partido en dos facciones: los fariseos y los esenios. Éstos últimos, convertidos ahora en una secta mística y ascética, se habían instalado en las áridas y calcinadas tierras del noroeste del Mar Muerto desde la primera mitad del siglo II a.C., y fundaron en Qumrán una especie de "monasterio" o lugar de estudio y de reunión. Los miembros de esta comunidad esenia vivían en tiendas de campaña o en las cuevas naturales de los alrededores de este lugar, y las reglas por las que se regían eran muy estrictas y minuciosas, más exageradas incluso que las de los propios fariseos. Conocemos gran parte de las doctrinas y organización interna de los esenios antiguos gracias a los numerosos rollos de pergamino descubiertos casualmente a mediados del siglo XX en recipientes escondidos en dichas cuevas, y que formaban la importantísima "biblioteca" de la comunidad (una biblioteca compuesta por textos bíblicos en hebreo y arameo, comentarios a estos textos y libros doctrinales y sectarios propios). No obstante, se sabe que la mayoría de los esenios vivían con sus familias en las aldeas y pequeñas ciudades de Judea y hacían vida común con los demás judíos, aunque con ritos y observancias propios, y sólo los dedicados a la vida de celibato, al estudio y a la copia de manuscritos permanecieron en Qumrán. Las instalaciones de Qumrán estuvieron habitadas hasta el año 31 a.C., en que a causa de algún terremoto o por otras razones fueron abandonadas, para ser nuevamente reocupadas desde el 4 a.C. (fecha de la muerte del rey Herodes el Grande) hasta el año 68 de nuestra Era, en los tiempos de la gran sublevación judía que culminó en guerra abierta contra los romanos y en la destrucción por las legiones romanas de la ciudad de Jerusalén y de diversos emplazamientos fortificados de Judea. Antes de la destrucción, los esenios tuvieron tiempo para esconder en tinajas en las diversas cuevas de los alrededores los valiosos volúmenes de su importante biblioteca.

Ruinas de Qumrán (vista aérea)

De los esenios hablan muy elogiosamente el filósofo judío Filón de Alejandría y el historiador también judío Flavio Josefo, ambos del siglo I d.C., así como el historidor y enciclopedista romano Plinio el Viejo, de la misma época. No son mencionados, en cambio, ni en los textos bíblicos (excepto el citado pasaje de I Macabeos, 2.42 y 7.13) ni tampoco en los Evangelios cristianos. No faltan, sin embargo, comentaristas modernos que identifican a los celotes -al menos a los mencionados en el "Nuevo Testamento"- con los esenios (en tal caso serían los celotes "pacifistas", si así puede llamárselos, no los "activistas antirromanos", que terminaron por vincularse más bien al fariseísmo). El caso es que las conexiones entre los esenios y los primeros cristianos son evidentes en muchos aspectos, y parece fuera de duda que el propio Jesús estuvo en estrechas relaciones con los neo-esenios de su propia época. Los Evangelios, en efecto, nos ofrecen datos implícitos suficientes para suponer que Jesús estuvo en Qumrán. En la vida de Jesús narrada por los evangelistas hay un largo periodo (entre los doce y los treinta años, aproximadamente) del que no sabemos absolutamente nada; sin embargo, dicen los evangelios que, en los años previos al comienzo de su predicación, Jesús se retiró al desierto. Naturalmente, ese desierto rocoso no es otro que el de las tierras del noroeste del Mar Muerto, ésto es, el "monasterio" esenio de Qumrán y sus alrededores. Los "cuarenta días" simbólicos de esa preparación espiritual y psicológica de Jesús fueron seguramente muchos más. Allí conocería a fondo las antiguas y las nuevas doctrinas esenias, los textos y comentarios bíblicos, las ideas mesiánicas renovadas y el propio espíritu anti-fariseico de la secta. No es probable que Jesús fuera exactamente un esenio "al estilo antiguo" (la secta -por lo menos la que reflejan los textos de Qumrán- era demasiado integrista, demasiado dogmática e intransigente, aunque su sencilla forma de vida contrastaba abiertamente con la hipocresía "religiosa" de los fariseos), pero en todo caso aprendió mucho entre ellos. Su propio pariente y predecesor inmediato, Juan el Bautista, es muy posible que lo fuera (al menos vivía como uno de ellos y en los mismos lugares que ellos, en el desierto de los alrededores de Qumrán). En los propios Evangelios son relativamente abundantes algunas de las concepciones místicas, rituales e incluso "ideológicas" de los últimos esenios, como por ejemplo algunos de los "eslóganes" de la secta de Qumrán que encontramos también en los Evangelios ("La Voz que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor", frase procedente del libro de Isaías); en los textos esenios se habla asimismo de los "Hijos de la Luz" en su enfrentamiento con los "Hijos de las Tinieblas" (con una terminología muy cercana -por cierto- a la empleada en los textos mazdeístas de la religión persa y empleada también en los propios Evangelios cristianos: "hijos de la luz", "la Luz del Mundo" y otras expresiones similares). También se menciona en los textos de Qumrán la venida de dos Mesías prácticamente simultáneos, el "Mesías de Aarón" (¿libertador religioso?) y el "Mesías de David" (¿libertador político?), a propósito de los cuales no han faltado comentaristas modernos que los relacionan respectivamente con las figuras de Juan el Bautista y de Jesús de Nazaret. La vida de estudio y de oración de los esenios era para ellos una preparación espiritual para la llegada de dichos Mesías y del Juicio Final (es posible que los esenios o celotes originarios terminaran por escindirse en dos grupos: uno más místico y religioso, que terminaría integrándose en el cristianismo primitivo, y otro más político y más "antirromano", que esperaba y trabajaba por esa "liberación nacional" y a los que las fuentes filorromanas denominan también "sicarios", "bandidos", etc).

Plano del complejo monástico de Qumrán

La secta esenia, tras la guerra judía y la destrucción de Jerusalén, con el progresivo desarrollo del cristianismo, perdió su propia razón de ser, y la mayor parte de sus miembros -según parece- se diluyeron entre la naciente comunidad cristiana, a la que aportaron no pocos de sus rituales (confesión colectiva, bautismo, fracción del pan), de su "ideología", de su mística, de su ascética y de su ética, así como de su organización ("inspectores" o episcopoi, etc). Y así, cuando Flavio Josefo y Filón de Alejandría mencionan un número de unos cuatro mil esenios (u "hombres santos") a mediados del siglo I de nuestra Era, hay que entender que se refieren probablemente al conjunto formado por esenios y cristianos. El silencio posterior que las fuentes judías manifiestan hacia los esenios puede explicarse no tanto por la "brusca desaparición" de esta secta, sino tal vez por la propia transformación (o fusionamiento o evolución) del esenismo en cristianismo. En Qumrán, hacia el 68 d.C. (fecha de su destrucción por los romanos), quedarían tan sólo los esenios más recalcitrantes, unidos y confundidos seguramente con los nacionalistas celotes; la mayoría de los esenios -en cambio- eran ya cristianos. El libro de "Los Hechos de los Apóstoles" (2,41 y 4,4), la más antigua historia oficial del cristianismo primitivo, menciona un número aproximado de entre tres mil y cinco mil cristianos originarios.


El Cristo "histórico"

Tenemos cuatro relatos fundamentales sobre la vida y las enseñanzas de Jesús de Nazaret (llamado el "Cristo" de Dios, traducción griega del término hebreo Mesías, que significa el "Ungido", el "Rey consagrado", según la tradicional costumbre de ungir y derramar aceite de oliva perfumado sobre la cabeza de los antiguos reyes de Israel cuando eran consagrados como tales). Estos cuatro relatos son los llamados Evangelios (en griego "Buena Nueva", "Buena Noticia"), que no son más que cuatro relatos biográficos y doctrinales seleccionados por la Iglesia posterior de entre los diversos relatos orales y escritos que circulaban en las primeras comunidades cristianas. Los demás relatos evangélicos excluidos de esta selección "canónica" se consideran apócrifos, y su valor histórico es considerablemente menor (escaso o nulo en muchas ocasiones), pero no así sus propios valores éticos y didácticos.

Estos cuatro evangelios, escritos en algunos casos con estrecha dependencia unos de otros o con una posible fuente o hipotético modelo común (en especial los tres llamados "sinópticos" o "de conjunto", para los que la crítica moderna presupone una fuente o modelo común llamado convencionalmente "fuente Q" o "protoevangelio Q"), son obras -ésa es la verdad- de notables deficiencias literarias, narrativas y estilísticas (con la excepción del evangelio atribuido a Lucas o Lucano y de pasajes muy concretos de los tres restantes), aunque estas deficiencias literarias se compensan sobradamente con su gran riqueza doctrinal. Los cuatro, escritos en griego popular helenístico, distribuyen la materia narrativa en tres partes básicas: vida de Jesús, enseñanzas éticas (a menudo entremezcladas con lo biográfico) y pasión, muerte y resurrección del Cristo-Jesús.

Las cuestiones de autoría y de cronología son todavía problemáticas en bastantes aspectos y distan mucho de estar resueltas, aunque comúnmente se acepta -a título meramente orientativo e indicativo- la opinión tradicional cristiana que los atribuye respectivamente a Mateo (antiguo recaudador de impuestos para los romanos y posteriormente uno de los doce Apóstoles), a Marcos (seguidor de Jesús y discípulo y colaborador -quizá incluso "hijo"- del apóstol Pedro), a Lucas (un médico helenizado de origen no-judío, compañero y colaborador de San Pablo) y a Juan (el discípulo más joven de los doce elegidos personalmente por Jesús). La autoría de Lucas con relación a su respectivo evangelio parece en todo caso mucho más probable que la de los otros tres, pues es muy posible que el llamado evangelio de "Mateo" sea en realidad una reelaboración o refundición de un primitivo relato oral (o tal vez escrito en arameo) perteneciente al verdadero Mateo; otro tanto puede decirse del atribuido a "Marcos", que evidentemente bebe también de una fuente escrita común (la llamada "fuente Q", del alemán Quelle, "fuente"); en cuanto al evangelio de "Juan", hay cierto consenso entre la crítica a la hora de considerar que procede de la primitiva comunidad cristiana de Éfeso, quizá aglutinada en torno al apóstol Juan, pero últimamente se va abriendo paso la sugestiva idea de que, aunque reelaborado por esa comunidad joanista, sus núcleos originarios (y en especial los discursos de Jesús en primera persona) pudieran proceder de alguna célula protocristiana y pre-apostólica formada por discípulos directos e íntimos de Jesús (se ha pensado, por ejemplo en María la Magdalena o en Lázaro y sus hermanas). En cualquier caso, estos cuatro evangelios que han llegado hasta nosotros (sin demasiadas interpolaciones aparentes) fueron redactados en fecha posterior a la destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70 (suceso mencionado indirectamente por los evangelistas, aunque referido a unas "profecías" supuestamente hechas por Jesús antes de su muerte).Tal es al menos la opinión más generalizada de la crítica independiente.

No está excluido, sin embargo, que la redacción de algunos pasajes del "Mateo" y "Marcos" pudiera ser anterior a dicha fecha. El evangelio de "Juan" se supone redactado -en su redacción final- en torno al año 100 de la Era Cristiana, pero parece bastante evidente que en muchos aspectos estaba ya redactado mucho antes, quizá antes incluso que todos los demás, aunque su "publicación" (quizá debido precisamente a sus orígenes) se retrasó durante décadas, hasta que fue aceptado como canónico por la jerarquía cristiana. La posible existencia de algunos fragmentos "evangélicos" que puedan datarse en fechas anteriores al año 70 no sería incompatible tampoco con la reelaboración posterior de sus núcleos narrativos y doctrinales. La cuestión de la cronología, composición y fuentes de estos cuatro evangelios canónicos se ha explicado de distinta forma según las teorías, las escuelas y los autores, ninguna de las cuales es suficientemente satisfactoria en todos sus puntos. Nosotros enfocamos la cuestión (también de modo provisional) de la manera siguiente:

El pseudo-Mateo y el pseudo-Marcos presentan entre sí una evidente interdependencia de uno respecto a otro o de ambos respecto a esa hipotética fuente Q común. El más antiguo de ambos (o al menos el que parece proporcionar el esquema biográfico estereotipado que siguen los demás evangelistas, excepto "Juan") parece ser el pseudoMarcos (con alusiones a personas concretas y conocidas de los lectores-oyentes, detallismo circunstancial, lenguaje muy semitizado y de gran pobreza léxica), sin que pueda descartarse del todo que sea -en efecto- obra del referido compañero del apóstol Pedro: el llamado también Juan, por sobrenombre "Marcos". Pero este evangelio no pudo ser escrito (o al menos completado) antes del año 70, pues se cita demasiado detalladamente la "profecía" de la destrucción de Jerusalén. Puede suponérsele una fecha de composición definitiva en torno al año 80 o 90, como muy temprana.

Un ejemplo concreto de la supuesta preeminencia redaccional del pseudo-Marcos con respecto al pseudo-Mateo y al pseudo-Lucas (aunque también podrían darse ejemplos puntuales inversos del pseudo-Mateo sobre los otros dos) lo tenemos en el conocido pasaje conocido como "el sermón de la montaña" o "el manifiesto de la montaña". El contexto de este discurso doctrinal de Jesús -según Mt 5,1 y Lc 6,12-14- es la subida de éste y de sus discípulos a cierto monte, en parte para escapar del acoso de una gran muchedumbre de personas que se habían juntado para ver, oír o tocar a Jesús (seguidores y discípulos en general, enfermos, curiosos, etc). El evangelio de Marcos, en cambio, sólo menciona la subida a cierto monte con unos cuantos discípulos escogidos. En ninguno de los evangelistas se dan indicaciones precisas sobre la ubicación exacta de dicho monte (colina o montículo más bien): de Mt parece deducirse que pudo ser algún montículo de los alrededores de Cafarnaúm o de otra ciudad del mar de Galilea, pero Lc (5,12) se refiere simplemente a "una ciudad", presumiblemente junto al mar de Galilea o lago Tiberíades. Los tres evangelistas coinciden en que esa "subida al monte" se produjo en tierras galileas, al comienzo de sus predicaciones en esa región. Parece claro que Lc, en su relato muy condensado de ese "discurso de la montaña", sigue sobre todo a Mt en lo referente al contenido del discurso propiamente dicho, pero en parte también a Mc (al situarlo en el contexto de una selección o instrucción a los discípulos), añadiendo el detalle de que Jesús pasó la noche con ellos en ese mismo monte y que por la mañana, en un rellano o explanada del mismo (quizá el propio evangelista visitó personalmente el lugar muchos años después), se encontraron con la multitud. También es claro en este pasaje que Mc no sigue a Mt, y es posible que Mt haya tomado de Mc tan sólo esa referencia a la subida a cierto monte, como escenario artificial y contextual en el que inserta el discurso completo de su fuente originaria. Según ésto, tendríamos por lo menos la siguiente relación de fuentes hipotéticas:

-un Mt (A) o protoMateo originario (quizá conservado al principio en hebreo o en arameo), con el contenido unitario de ese "discurso de la montaña" (Mt, 5-7)
-un Mc (A), que alude a cierta instrucción o selección de los discípulos que se produjo en cierto monte (Mc,3,13)
-un Mt (B), que da un marco literario y contextual al conjunto tomado de Mt (A)
-un Lc, que sigue a Mt (A) y lo armoniza con Mc (A), pero reelaborando el contenido del discurso a su manera

En este pasaje del "discurso de la montaña" hay otros aspectos contrastables que pueden ofrecer asimismo alguna luz sobre el orden de las fuentes: Mt (4,25) menciona la procedencia de esas muchedumbres; Mc (3,7-8) añade además como lugar de procedencia de éstas "los alrededores de Tiro y de Sidón" y cambia la "Decápolis" de Mt por la "Idumea"(con lo cual se hace evidente su intención de abarcar toda Palestina en su conjunto). Es evidente, por tanto, que -al menos en este pasaje- Mt no sigue a Mc, sino más bien a la inversa. El orden de fuentes, como decimos, parece ser aquí:

1-Mt (A)
2-Mc
3-Mt (B)
4-Lc (que sigue a Mc)

El evangelio de Jn, escrito con independencia de éstos no menciona el referido "discurso del monte", pero se menciona (Jn,6,1-15) cierto monte de los alrededores de la ciudad galilea de Tiberíades, donde se produjo el episodio de la multiplicación de los panes, y menciona asimismo que la muchedumbre eran unas cinco mil personas. Pero es muy posible que el famoso "discurso" no fuera en su origen un discurso unitario, sino una reelaboración posterior de dichos de Jesús pronunciados en muy diferentes contextos.

Los problemas textuales, como puede verse, son muy complejos, y el hipotético recurso a esa "fuente Q" no los soluciona ni siquiera en una mínima parte, salvo que a esa fuente le demos un contenido más específico (p.e. como fuente del estereotipado relato biográfico). Aquí ofrecemos también nuestro propio e hipotético esquema genético de fuentes evangélicas, que podría quedar provisionalmente como sigue (diagramatizado), aunque hay que tener en cuenta que lo que aquí llamamos "Mateo" o "Marcos" es en realidad, respectivamente, la suma de "Mateo 1", "Mateo 2" y "Mateo 3" y la suma de "Marcos 1" y "Marcos 2", que a su vez constituyen otros tantos estadios o fases redaccionales de esos evangelios, considerando que lo más antiguo sería "Mateo 1" o "proto-Mateo", seguido de "Marcos 1" o "proto-Marcos", de "Mateo 2", de "Marcos 2 ", etc:

Núcleos narrativos y doctrinales del cristianismo

El pseudo-Mateo (escrito o fijado en su redacción más o menos definitiva hacia el año 80 d.C, como muy pronto, aunque no se decarte la posibilidad de que sea anterior al pseudo-Marcos en sus partes más antiguas e incluso en algunas de sus partes adicionadas) está escrito para judíos helenísticos conversos e intenta una mayor ordenación sistemática de la materia doctrinal en un marco narrativo convencional pero coherente, y es clara la intención del redactor de proporcionar un esquema contextual narrativo a los contenidos doctrinales (parábolas y dichos de Jesús) que acaso figuraban en un protoevangelio anterior, así como ofrecer un catálogo sistemático de los principales "milagros" de Jesús. Recoge también elementos apócrifos y fantasiosos procedentes de las tradiciones orales. Lo que parece evidente, en cualquier caso, es que tanto el pseudo-Mateo como el pseudo-Marcos son relatos muy estereotipados, y que ambos recogen elementos de fuentes anteriores (orales o escritas), incluidas las principales parábolas.

El pseudo-Lucas es también posterior al año 70 (profecía de la destrucción del Templo y de Jerusalén) y utiliza ampliamente los relatos estereotipados del pseudo-Mateo y sobre todo del pseudo-Marcos, que completa y amplía con otras versiones orales que circulaban de boca en boca en las primeras comunidades cristianas. Para los relatos de la infancia de Jesús es probable que el autor utilizase fuentes originales semíticas y apócrifas. A diferencia de los dos evangelios anteriores, el pseudo-Lucas no oculta la condición ultranacionalista antirromana de uno de los apóstoles (Judas el celote), mientras que en los otros dos evangelios se le llama eufemísticamente "Judas el cananeo" (pues de la guerra judía se culpaba sobre todo al nacionalismo celote). Es probable que el autor originario o el compilador principal de este evangelio fuera efectivamente el discípulo llamado Lucas, compañero de Pablo de Tarso, y desde luego se trata muy verosímilmente del mismo autor de los llamados "Hechos de los Apóstoles" (o mejor dicho: del autor originario, ya que el examen interno de los Hechos evidencia varios autores distintos, uno de ellos probablemente semita, e incluye algunos pasajes autobiográficos en primera persona que podrían corresponder al verdadero Lucas). La fecha más probable de composición -o mejor, refundición- de este tercer evangelio es -como mínimo- el año 100, aunque los citados pasajes autobiográficos de los Hechos son en todo caso muy anteriores. Estos tres evangélios (y en especial el pseudo-Mateo y el pseudo-Lucas) presentan algunos textos interpolados y retocados, probablemente introducidos a lo largo del siglo II d.C.

El pseudo-Juan se compuso independientemente de los tres anteriores (pero su refundición o redacción definitiva se hizo con evidente conocimiento de ellos y en cierto modo con la intención de restituir una verdad más exacta de los hechos, por aquel entonces un tanto distorsionada ya por la propia mitificación). La refundición o redacción final, posterior en todo caso al año 100 d.C., parece ser obra de un discípulo directo del apóstol Juan (un presbítero de Éfeso llamado también Juan y autor de las Epístolas homónimas), que utiliza recuerdos autobiográficos directos y confidencias de alguien muy cercano e íntimo del propio Jesús. Este evangelio no contiene las parábolas más conocidas ni tampoco determinados "milagros", pero presenta detalles procedentes sin ninguna duda de un testigo ocular de los hechos.

Otra teoría de fuentes evangélicas (Esquema)

Cada evangelista tiene su estilo propio y característico: "Mateo" está muy preocupado por readaptar la vida de Jesús a las antiguas profecías mesiánicas, y su evangelio se dirige sobre todo a los cristianos de origen judío y procedentes del judaísmo. "Marcos" (que escribe para los cristianos no-judíos) presenta un relato menos sistemático pero más circunstancial. El evangelio de "Lucas" (escrito también para los gentiles o no-judíos, en un lenguaje griego algo más cuidado y elegante) es el más exhaustivo y recoge numerosos elementos -apócrifos o reales- que los otros evangelistas desconocen o ignoran. Y el de "Juan" -por último- es el más alegórico y simbólico de todos, pero también el más exacto y de mayor valor documental, por ser obra de un supuesto testigo directo que era además uno de los íntimos de Jesús. De estos cuatro evangelistas (supuesto que fueran los que se supone que son) sólo Lucas no conoció directamente a Jesús ni fue testigo presencial de los hechos que narra en su evangelio; sin embargo, tampoco los relatos de Mateo y Marcos presentan inequívocas muestras de ser obra de testigos directos y oculares en todos los hechos y detalles que narran.

Los evangelios son, pues, la única fuente histórica sobre la vida de Jesús de Nazaret, una "historia" ciertamente muy parcial y muy cuestionable como historia biográfica (dado que no puede contrastarse con ningún otro testimonio coetáneo y no procedente del propio cristianismo). Esta "historicidad" de los evangelistas es básicamente de dos clases: implícita, inductiva e intrahistórica (elementos conjeturados a partir de datos "sueltos" o del propio contexto externo: caso de la estancia de Jesús en Qumrán, por ejemplo) y explícita, deductiva y extrahistórica (datos geográficos, políticos, sociales y culturales de carácter general y datos biográficos sólo "posiblemente" históricos). Por lo demás, no existen en estos relatos contradicciones internas o externas demasiado relevantes (a no ser los inevitables "descuidos" propios de toda obra literaria o ciertos "desajustes" internos procedentes de la utilización de fuentes compositivas diversas y de los propios intentos de reelaborarlas); por todo ello debe admitirse que su valor histórico y documental es bastante aceptable (aunque mucho más para los hechos externos y circunstanciales que para los puramente biográficos). Éso sí: hay que tener en cuenta que los relatos evangélicos están reelaborados ideológica y doctrinariamente (lo cual no quiere decir que los datos estén falseados, pero sí conscientemente modificados para ajustarlos y acomodarlos a sus propios fines propagandísticos), y que -por otro lado- todos estos relatos contienen numerosos elementos apócrifos de carácter arquetípico y legendario (elementos míticos y a-históricos) procedentes de los relatos orales que se transmitían en las primeras comunidades cristianas (con las inevitables distorsiones, modificaciones y magnificaciones que caracterizan a este tipo de relatos). Se trata, pues, de una historicidad un tanto indirecta y en algunos casos tendenciosa, lo cual no añade ni quita valor a los datos biográficos, sino que obliga a manejarlos más cuidadosamente.

A partir de estos relatos evangélicos (cuyo valor ético y humanístico compensa ampliamente sus defectos estilístico-literarios o sus insuficiencias históricas) podemos componer en líneas muy generales la biografía del personaje central, Jesús de Nazaret. Se trata de una biografía "histórica" bastante exigua e incompleta, de la que en principio deben excluirse todo tipo de elementos cuya historicidad es problemática, o al menos intentar una relectura lógica y racional de los mismos, a fin de separar nítidamente las cuatro dimensiones de la figura del Cristo que en los relatos evangélicos aparecen amalgamadas entre sí: el Cristo histórico, el Cristo simbólico, el Cristo humano y el Cristo divino. Por tanto, en nuestro primer análisis del Cristo histórico, excluiremos a propósito todo aquello que -en principio- no responda a una visión rigurosamente lógica y racional de una biografía histórica.

Los primeros datos sobre el nacimiento, la infancia y la adolescencia de Jesús de Nazaret son confusos y fragmentarios (sólo dos evangelistas, Mateo y Lucas, nos hablan de este periodo; los otros dos comienzan su relato cuando Jesús tenía ya algo más de treinta años). Conocemos ante todo su nombre y su época, pero las circunstancias y el lugar de procedencia de su familia plantean todavía no pocos problemas. El nombre de Jesús (Yehoshuá o Josué), como el de Juan (Yehohanán), María (Miriam) y otros, era un nombre muy frecuente en aquellos tiempos en Palestina, como se comprueba a partir de las propias referencias de los historiadores coetáneos y de las inscripciones epigráficas y funerarias de la época. Los evangelistas dicen que su padre putativo, José, era del "linaje de David", el linaje de los antiguos reyes judíos. No es improbable que así fuera, puesto que en los pueblos semitas antiguos (y aún hoy entre los nómadas modernos) es corriente conservar por tradición oral familiar la propia genealogía completa de los antepasados, más o menos artificial según los casos. José, el padre de Jesús, descendería de una familia aristocrática judía venida a menos. Según se deduce de los propios textos evangélicos, este José hijo de Jacob (en arameo: Yehoséf bar Yacób) vivía de su propio trabajo como artesano carpintero, que probablemente se ocupaba también de la reparación y construcción de diversos aperos y útiles de labranza; puede suponerse que su situación económica era relativamente acomodada y que seguramente poseía su propio taller y tal vez algunos obreros asalariados (téngase en cuenta, en todo caso, que el trabajo mecánico o manual no tenía en las civilizaciones semitas las connotaciones peyorativas de "oficio vil" que llegó a tener en ciertas épocas en nuestra civilización occidental, sino todo lo contrario; mucha menos consideración social en la sociedad judía de esa época tenía el oficio de pastor, sobre todo porque los pastores pertenecían generalmente a las capas más humildes de esa sociedad y en muchos casos no debían de ser ni siquiera judíos de origen y acaso tampoco de religión; sin embargo unos pastores beduínos -según el muy onírico episodio relatado en el evangélico de Lucas- fueron precisamente los primeros en reconocer la divinidad del Cristo recién nacido).

Catacumbas (Nápoles)

Tan sólo uno de los evangelios, el de Mateo, refiere el episodio de la "matanza de los niños inocentes" a manos de los soldados del rey Herodes el Grande, asociándolo a ciertas profecías y a la regia estirpe genealógica de José. El episodio (que presenta ciertas similitudes con el relato bíblico de Éxodo, 1,7-22) no es del todo inverosímil, pues bien podría tratarse de uno de tantos actos criminales de "manía persecutoria" que caracterizan a los déspotas de todas las épocas, sobre todo cuando -por causas reales o imaginarias- veían amenazada su propia situación de poder. Pero en el relato evangélico su valor parece ser puramente mítico-simbólico y más bien apócrifo; también parece serlo el episodio de la huída a Egipto y el de los "magos" de Oriente (magos, es decir, sacerdotes persas), que sirve de paso para mostrar las posibles conexiones del evangelista (o de alguna de las fuentes de éste) con los esenios y con la religión mazdeísta persa, al mismo tiempo que para introducir un elemento simbólico y arquetípico muy frecuente en todas las biografías legendarias y heroicas: la aparición de una nueva estrella errante que señalaba en este caso un acontecimiento trascendental para el Mundo y para toda la Humanidad, como era la venida del esperado Mesías (según los cálculos astronómicos modernos, parece ser que el cometa Halley, con el que se ha relacionado modernamente a esa misteriosa estrella, no fue en realidad visible en el año 7 o 6 a.C., ésto es, el año del verdadero nacimiento del Cristo, aunque también pudo tratarse de otro cometa distinto y no identificado). El episodio narrado únicamente por Lucas acerca del Jesús de doce años disertando en el Templo con los doctores de la Ley pudiera ser verídico, aunque sin duda exagerado (se ha supuesto que éste y otros episodios relativos a la infancia de Jesús fueron tal vez contados a Lucas o a sus fuentes por la propia María, la madre de Jesús, lo cual es posible, pero también indemostrable). Tal vez la huída a Egipto de José y de su familia ocurrió realmente, y tal vez tuvo lugar también la matanza de niños en Belén (motivada quizá por algún horóscopo que unos astrólogos persas le hicieron al supersticioso y paranoico Herodes), pero de tal matanza no tenemos más noticia que la del evangelio de Mateo, y no puede asegurarse que se diera precisamente en esos dos primeros años de la vida de Jesús ni que afectase personalmente a éste y a su familia. Lo más probable, con todo, es que se trate de una mitificación muy desfigurada de un suceso real ocurrido en el año 7 a.C. y que ha sido transmitido por el historiador judeorromano Flavio Josefo: el irregular proceso, condena y ejecución de dos de los hijos mayores de Herodes (Alejandro y Aristóbulo), que fueron víctimas de una conspiración dirigida por su hermanastro Antípatro, también hijo de Herodes (y también ejecutado por orden de éste tres años después). El suceso de la caída en desgracia y la ejecución de ambos hermanos produjo gran consternación entre el pueblo, que siempre los consideró "inocentes". Por otro lado, el propio Herodes -pocos días antes de su muerte, minado por terribles enfermedades- dió la orden de que se ejecutara a su hijo Antípatro, que tras su proceso y condena llevaba ya un tiempo encarcelado, y también hizo detener y encarcelar indiscriminadamente a un grupo numeroso de personajes importantes y representativos en los pueblos y aldeas de Judea, encargándole a su hermana Salomé y a otros allegados que los hicieran ejecutar inmediatamente después de su muerte; el motivo de ello era que Herodes pensaba que su propia muerte sería celebrada por el pueblo con gran regocijo y quería que tuvieran también una razón para estar de duelo y de luto tras el asesinato de estos inocentes. La orden de Herodes no fue cumplida, pues tras la muerte de éste Salomé puso en libertad a los prisioneros.

A Herodes, no obstante, se le tributaron unos funerales dignos de un rey. Fue un déspota y un tirano enloquecido al final de su vida, y durante gran parte de su reinado trató despóticamente al pueblo judío, hasta el punto de que muchos repudiaban la monarquía y preferían volver a un Estado de carácter teocrático encomendado a un sumo sacerdote y con cierta autonomía con respecto a Roma, como en tiempos anteriores, o bien entrar plenamente bajo el dominio pacífico de un gobernador romano; pero también fue un hombre que sufrió muchas desgracias familiares y que no estuvo exento de grandes actos de humanidad en muchas ocasiones (la fuente principal sobre su vida y la de su numerosa familia son las obras del historiador Flavio Josefo, donde se describe el ambiente de intrigas de harén, de conspiraciones palaciegas, de terror, de lujo y de fastuosidades en que se desarrollaba la vida en la corte judía herodiana).

Respecto al nacimiento de Jesús en la población de Belén (según vaticinaban las antiguas profecías), los evangelios de Mateo y Lucas coinciden, pero existen ciertas discrepancias contradictorias en lo relativo al origen de su posterior residencia en la aldea galilea de Nazaret, las cuales hacen bastante difícil conciliar linealmente ambas versiones (tal como ha pretendido la interpretación eclesial cristiana tradicional). Mateo dice que José y su familia, tras el regreso de Egipto, se establecieron en Nazaret (dejando implícito en su relato que José procedía de Belén y que se trasladaba a Nazaret con su familia por primera vez). Pero Lucas no menciona ni el episodio de los Magos y de Herodes ni el breve exilio de José y su familia en Egipto, sino que narra cómo José y su mujer fueron a Belén (una pequeña población perteneciente a la tribu de Judá y solar de origen de la familia de José) con motivo del empadronamiento decretado por la nueva autoridad romana; allí -según Lucas- nació Jesús, y algún tiempo después toda la familia se trasladó de nuevo a Nazaret (de donde -en todo caso- era originaria su esposa María). Ahora bien, sabemos que ese histórico empadronamiento coincide cronológicamente con el levantamiento dirigido por Judas el galileo (al que se alude en el libro de los "Hechos de los Apóstoles", 5,37). Dicha sublevación antirromana estuvo protagonizada sobre todo por judíos del norte, por galileos, y tuvo uno de sus focos principales en la ciudad de Séforis, situada a escasísima distancia de la aldea de Nazaret. A la vista de ello (y siguiendo la versión del evangelio de Lucas) parece verosímil pensar que el desplazamiento de José y su mujer hasta Belén pudo tratarse en realidad de una "huída"(que Mateo -sin duda peor informado- transformó en una huída desde Belén hasta Egipto), y habría estado -por tanto- directamente relacionada con esa sublevación galilea: tal vez José, prudentemente, decidió emigrar al comienzo de estos sucesos, o tal vez -como todos los habitantes de las inmediaciones (y José con más motivo, dada su condición de supuesto descendiente de los antiguos reyes judíos)- tuvieron que huir al término de esa rebelión para evitar la consiguiente represión romana, y no necesariamente porque José participara en dicha sublevación. Una vez vuelta la calma, regresaron de nuevo a Nazaret.

Lapidación de San Esteban (pintura románica catalana de San Joan de Boí)

La relativa imprecisión de la cronología histórica referente al empadronamiento y a la sublevación judía y las propias contradicciones entre los evangelistas impiden fijar con exactitud el orden y los años exactos en que tuvieron lugar estos sucesos evangélicos. Las únicas fechas históricas más o menos seguras serían las siguientes: año 7 a.C. (fecha real del nacimiento de Jesús de Nazaret); año 4 a.C. (muerte del rey Herodes el Grande); años imprecisos entre el 4 a.C. y el 3 d.C. (reinado de Arquelao, hijo de Herodes, en Judea, y primera sublevación judía); año 6 d.C. (destitución de Arquelao por Octavio Augusto y transformación de Judea en provincia romana; empadronamiento y sublevación galilea). En el año 4 a.C., en efecto, tras la muerte de Herodes, comenzó su reinado Arquelao, uno de los hijos de aquél, con el beneplácito del emperador romano Octavio Augusto. Pero pronto el nuevo rey tuvo que enfrentarse a la hostilidad sacerdotal y de gran parte del pueblo judío y sofocó sangrientamente un motín ocurrido en Jerusalén. Llamado a Roma y obligado a explicarse y a defenderse de las acusaciones de sus compatriotas (algunos de ellos, pertenecientes a la aristocracia sacerdotal saducea, pedían sin más la anexión del territorio a Roma y una cierta autonomía), Arquelao fue confirmado por Augusto en el gobierno de Judea, Idumea y Samaria, en calidad ya no de "rey" sino de "etnarca", y sus hermanos, Herodes Antipas y Filipo, recibieron respectivamente los territorios de Galilea-Perea y los de la llamada Traconítide (al noreste de Galilea). Nuevas crueldades de Arquelao sobre sus súbditos motivaron de nuevo las quejas de éstos, y Arquelao fue destituido por Augusto en el año 6 d.C. (sus dos hermanos, en cambio, siguieron al frente de sus respectivas tetrarquías y jurisdicciones). El territorio de Arquelao fue convertido en provincia romana, con un gobernador o procurador romano, de rango inferior al legado imperial o gobernador de la provincia de Siria, al que estaba más o menos subordinado. Fue precisamente el gobernador romano de Siria, Sulpicio Quirino, el que ordenó el censo de los habitantes de estos territorios (con finalidades tributarias y fiscales), lo que motivó la sublevación de Galilea.

Pero estos datos cronológicos, si bien podrían valer para explicar los desplazamientos de José y de su joven esposa, sin embargo hacen un tanto problemático y casi insostenible el pretendido nacimiento de Jesús en Belén (de hecho, el evangelista Juan, Jn 7,41-42, da a entender que Jesús era efectivamente natural de Nazaret, no de Belén). Sólo si se acepta parcialmente la versión de Mateo combinada con las referencias cronológicas de Lucas, podemos suponer que José y su familia, procedentes en un principio de Belén (aunque María fuese nazaretana), se instalaron definitivamente en Nazaret con posterioridad a la sublevación ocurrida en tiempos del empadronamiento (y esa sublevación sería también la verdadera causa indirecta de esa emigración de José). En este último supuesto, dicha causa pudo ser el propio deseo de María de tener noticias sobre sus parientes galileos, o bien (pero ésto es más aventurado, aunque también más sugestivo) porque el propio José -en calidad de maestro carpintero y jefe de carpinteros- tuvo que tener bastante trabajo en su taller, obligado a preparar algunas de las numerosísimas cruces de madera con las que los romanos ejecutaron a sus compatriotas rebeldes, lo cual debió de granjearle no poca animadversión por parte de sus vecinos y pudo ser lo que le decidió a emigrar lejos de allí.

Lo único indudablemente cierto sobre la infancia de Jesús (naciese en Belén o en Nazaret) es que -como todo niño judío- fue circuncidado y que recibió también la primera educación escolar en las escuelas rabínicas de las sinagogas, como todos los niños judíos, cualquiera que fuese su extracción social. Ahora bien, también es indudable que Jesús, "el hijo de José", "el carpintero de Nazaret", amplió más tarde sus estudios religiosojurídicos. Nada dicen de ello explícitamente los evangelistas, pero por el propio texto evangélico sabemos que Jesús conocía bien la lengua hebrea (que por aquella época era la lengua litúrgica y religiosa de los judíos cultos, ya que la gran masa de la población judía hablaba arameo desde los tiempos de la vuelta del largo exilio babilónico) y conocía también en profundidad los textos bíblicos y la Ley (sus propios enemigos le reconocen el título de rabbí, "maestro"). Jesús, por tanto, había dedicado buena parte de su juventud a esta ampliación de estudios, y en este contexto hay que situar su más que probable paso por la "Universidad esenia" de Qumrán, ya que si hubiera estudiado con los doctores, fariseos y escribas (a los que tanto censuró) éstos no hubieran dejado de reprochárselo posteriormente; por otro lado, la formación intelectual de Jesús era bastante "conservadora" y no parece reflejar en absoluto los rasgos más avanzados del pensamiento religioso y filosófico del helenismo judío de aquella época.

El episodio del "bautismo" de Jesús a manos de su pariente Juan el Bautista se nos narra en los tres evangelios sinópticos con cierto carácter tendenciosamente "sobrenatural", aunque el evangelio de Juan nos da una visión mucho más realista que parece que es la que más se ajusta a la realidad de los hechos. Por lo demás, incluso una detenida lectura de los tres sinópticos puede servir también para considerar todo el episodio de un modo más objetivo: por ejemplo, el hecho de que en el momento de ser bautizado por Juan en el río Jordán se oyese (es un suponer) un gran trueno seguido de una tormenta y una lluvia que en cierto modo confirmaba con sus aguas celestes el bautismo terrenal, pudo ser una de esas felices "sincronicidades" (más que casualidades) que revisten a determinados acontecimientos de una aureola de grandiosidad, numinosidad y trascendencia; y así, cuando el evangelista dice que en ese momento "se oyó una voz del Cielo (un fuerte trueno) que decía: Éste es mi Hijo amadísimo en quien tengo todas mis complacencias", hay que entender ante todo esa "forma de hablar", en la que el evangelista no está falseando ni exagerando el relato, sino más bien "traduciendo" en un lenguaje metafórico y poéticoliterario la trascendencia y simbolismo del acontecimiento, que trascendía por sí mismo su propia cotidianidad para un testigo presencial (de todas formas, el episodio está evidentemente mitificado y sobredimensionado, pues el cuarto evangelista -testigo directo- no menciona en su relato ningún acontecimiento extraordinario en el bautismo de Jesús, ni "natural" ni "sobrenatural", aunque lo narra como un episodio simbólico significativo e importante en el comienzo de la vida pública de Jesús). Las actividades de Juan el Bautista, que practicaba un rito simbólico de "bautismo" o "baño" por inmersión, dieron cierta preocupación a las autoridades judías locales, pues parecía que las muchedumbres le seguían con mucha mayor constancia que a otros presuntos profetas aparecidos anteriormente; finalmente, Herodes Antipas, uno de los hijos de Herodes el Grande que había sucedido a su padre con el restringido título de "tetrarca" de Galilea y de Perea (la Transjordania), le hizo detener y encarcelar, y posteriormente -cuando ya preocupaban mucho más las propias actividades de Jesús y de sus seguidores y la figura del Bautista estaba ya un tanto olvidada- lo mandó ejecutar casi en secreto, para complacer a su mujer, que se sentía agraviada por las anteriores censuras del Bautista hacia su persona.

La actividad proselitista de Jesús y sus discípulos es difícil de fijar con exactitud en sus itinerarios y en su duración, debido a los confusos datos de los tres evangelios sinópticos (aunque una vez más es el evangelio de Juan el que aclara definitivamente estas cuestiones). Parece ser que, en efecto, comenzó su actividad pública a los treintaitantos años en el norte de Palestina, en Galilea, donde no tuvo mucho éxito al principio ("nadie es profeta en su propia tierra", según él mismo dijo), y galileos son también sus primeros discípulos, la mayoría de ellos rudos pescadores, de carácter muy diferente al de los campesinos de la región de Judea propiamente dicha o al de los comerciantes y artesanos de Jerusalén (a los galileos se les reconocía también por el acento o modo de hablar -Mt, 26, 73-). Es curioso que ninguno de los evangelios proporcione dato alguno sobre el aspecto físico de Jesús (que debía de ser bastante corriente y nada extraordinario o llamativo entre su propia gente). De Juan el Bautista, en cambio, sabemos que dada su condición de nazareo (o consagrado a Dios) no se le había cortado el cabello desde su nacimiento, por lo que hemos de imaginarle con una larga cabellera y una crecida barba, aspecto curtido y piel muy tostada por el sol, ya que vivía en el desierto. La suposición de que Jesús y algunos de sus discípulos llevasen el cabello largo no es del todo infundada, pero la costumbre judía de la época imponía el cabello corto en los varones (excepto en los mencionados nazareos y en gentes de oficios y costumbres más rudas, como eran los galileos en general).

A partir de los datos del evangelio de Juan se puede establecer una cronología aproximativa de las actividades públicas de Jesús de Nazaret, que duran poco más de dos años en total (probablemente desde la primavera del año 28 d.C. hasta la Pascua del año 30). El escenario principal de estas actividades fue el territorio de la costa del Mar de Galilea (con la ciudad de Cafarnaúm como base de operaciones), con varias subidas a Jerusalén con ocasión de las diversas fiestas judías anuales (por lo general evitaba el territorio de Judea para no ponerse antes de tiempo en manos de sus enemigos). El esquema aproximativo sería el siguiente:

Cronología aproximada de las actividades públicas de Jesús de Nazaret en el año 28 d.c.
Cronología aproximada de las actividades públicas de Jesús de Nazaret en el año 29 d.c.
Cronología aproximada de las actividades públicas de Jesús de Nazaret en el año 30 d.c.

Otro de los puntos más dudosos y más controvertidos en su pretendida historicidad (aparte del suceso de la supuesta "resurrección" de Jesús después de muerto) son los famosos "milagros" o hechos sobrenaturales que se le atribuyen. Sin perjuicio de su dimensión religioso-simbólica, hay que decir que estos pretendidos milagros tienen también un contexto lógico que permite a veces circunscribirlos en unos límites perfectamente naturales y racionales. Jesús (de éso no hay duda) era un gran taumaturgo y poseía esa rara capacidad (nada sobrenatural, por lo demás) de curar determinados trastornos y enfermedades psíquicas, e incluso psicosomáticas, mediante la imposición de manos y otras técnicas de carácter "psicoterapéutico" (en las que el enfermo se cura sobre todo por su propia proyección autosugestiva en la figura carismática del curandero). Hoy sabemos, por ejemplo, que todas esas "posesiones diabólicas", "expulsiones de demonios", etc, eran la terminología clínica de la época (que llega incluso hasta la Edad Media) para describir patologías psíquicas y psicosomáticas muy variadas (epilepsia, histeria y otros trastornos y perversiones psicofísicas); y sabemos también de la capacidad natural de algunas personas para curar por sugestión dichos trastornos y enfermedades. Jesús, evidentemente, tenía esos "poderes" o "capacidades", y ello aumentó aun más su propia atracción y carisma personal entre las masas. Naturalmente, estas curaciones de "mudos" y "paralíticos" son explicables clínicamente en el caso de ciertas paraplejias, parálisis y afasias de origen psicofisiológico; las relativas a "ciegos" que ven y a "sordos" que oyen son más problemáticas en su racionalización y explicación, pero no es difícil suponer que los evangelistas (o las propias fuentes utilizadas por algunos de ellos) cargaron un poco las tintas y exageraron estas curaciones "milagrosas", que en no pocos casos podrían entenderse no en su sentido literal estricto, sino más bien en el sentido alegórico y metafórico en el que a veces también se usan ("ver lo que no se quería ver, oír lo que no se quería oír ", "tener oídos para oír ", etc). Recordemos que no estamos intentando desvirtuar aquí el posible sentido sobrenatural de los milagros de Jesús, sino ensayando una primera aproximación rigurosamente racional e histórica a la figura y a la obra de éste, sin perjuicio de que esos milagros (contemplados desde otro plano no estrictamente racional e histórico) puedan ser considerados como tales. Otras veces es la propia elipsis del discurso narrativo evangélico la que crea una aparente inmediatez temporal y una sucesión de causa-efecto: como, por ejemplo, el caso de la higuera que se secó después de que Jesús la maldijera (¿se secó al instante? el propio contexto sugiere que no, sino que más bien ocurrió al cabo de un tiempo y por causas desconocidas). En otros casos parece evidente que estamos ante un uso por parte de Jesús de conocimientos y técnicas secretas y desconocidas pero de demostrada eficacia empírica: por ejemplo en el caso de la mujer cananea, de la que Jesús pudo decir con sólo mirarla cuántas veces había estado casada y cuál era su situación conyugal actual, ante la sorpresa de ella misma y de todos, que no dudaron de que Jesús era un profeta y vidente. Con todo, el episodio es perfectamente racionalizable, si suponemos que entre los esenios pudiera haber habido técnicas fisiognómicas y caracteriológicas muy complejas, conservadas y transmitidas por tradición secreta y oral (aunque en los textos de Qumrán se han conservado indicios de algunas de estas técnicas muy fragmentariamente); en el caso de la mujer cananea, es verosímil que Jesús supo todos esos detalles sobre la vida conyugal de esa mujer observando detenidamente sus adornos y vestidos (especialmente sofisticados en las mujeres cananeas de la época) y gracias a unos conocimientos empíricos que sobre esos particulares se tenían en la secta esenia de procedencia (pues no son en cualquier caso conocimientos que una sola persona pueda obtener por observación continua a lo largo de una vida, sino más bien el desarrollo acumulativo de muchas observaciones empíricas contrastadas a lo largo de varias generaciones). Desde el psicoanálisis antropológico contemporáneo se sabe que, en efecto, las mujeres (mucho más en todo caso que los varones en lo que se refiere al vestido, el adorno y el arreglo corporal) expresan de forma inconsciente para ellas mismas diversos aspectos particulares de su vida personal a través de la forma y corte del cabello, los anillos, pulseras, colgantes, vestidos, tatuajes, etc, por medio de los cuales expresan aspectos biográficos e íntimos sobre su vida y sobre su personalidad. El fundamento psicológico es bastante sencillo: el adorno (el hecho, por ejemplo, de llevar un determinado número de anillos -y no otro-, o determinadas prendas de ropa y no otras, no es en ningún caso ni un capricho ni un azar, sino algo elegido inconscientemente por la propia psique femenina para expresar o "contar" algo de la propia sujeto, algo relevante en su propio "yo" personal y en su vida de relación). Naturalmente ni el psicoanálisis ni ninguna otra técnica psicológica contemporánea está en condiciones de "leer" ese lenguaje en que se expresa lo inconsciente femenino, pero es verosímil que en otros tiempos y en otras culturas pudo haber personas capaces de hacerlo, gracias a una observación empírica continua a lo largo de varias generaciones y en el seno de alguna secta o escuela sacerdotal cerrada (el hecho de que las culturas de origen semita, en general, hayan mostrado siempre un cierto prudente recato en el adorno o exhibición corporal femenina pudiera estar originariamente relacionado con todo ésto, es decir, con el deseo de no dar a las personas ajenas o extrañas al propio grupo tribal una información demasiado exhaustiva sobre detalles íntimos y particulares que pudiera ser eventualmente utilizada por extraños en contra del propio grupo).

Pero indudablemente los "milagros" de Jesús que más se resisten a una racionalización histórica y lógica (aparte de esa supuesta levitación en las aguas del Mar de Galilea o esa misteriosa transfiguración en presencia de algunos de sus discípulos) son, por supuesto, las presuntas resurrecciones de personas muertas (al margen de la suya propia). Ahora bien, los casos de tales "resurrecciones" son muy contados (concretamente tres), y todos ellos aparecen en un contexto bastante oscuro e impreciso. El primero es la resurrección de una niña de doce años, hija de un dignatario judío llamado Jairo; este caso requiere ciertas matizaciones y precisiones contextuales: en efecto, según se deduce del propio contexto literario, parece ser que la niña no estaba todavía muerta,sino que "estaba para morir", que "la daban ya por muerta y desahuciada", y Jesús se limitó a una actuación taumatúrgica (impresionante, con todo) que la sanó completamente; el suceso, contra la voluntad expresa del propio Jesús, se divulgó y se magnificó, pues todo el vulgo creyó que -en efecto- la había resucitado. El segundo caso (mencionado sólo en Lucas) es el de la "resurrección" del hijo de una viuda en la ciudad de Naín, seguramente también una curación in extremis que debió de ser exagerada y magnificada posteriormente (téngase en cuenta, además, que Lucas o el "pseudo-Lucas" escribe su evangelio a bastante distancia de los hechos y a menudo basándose en noticias recogidas "de oídas"). El último caso es el de la "resurrección" de Lázaro, mucho más problemático que los dos anteriores, dado que es también mucho más explícito e inequívoco (sin embargo sólo lo menciona el evangelio de Juan); Lázaro y sus hermanas (Marta y María) eran amigos íntimos de Jesús, una amistad cuyo origen y desarrollo desconocemos, y esta "resurrección" (para la que resulta difícil suponer un sentido simbólico, dadas las propias precisiones del texto) tuvo un ambiente íntimo y privado cuya verdadera naturaleza ignoramos, aunque seguramente también se magnificó posteriormente, pero no es improbable que aluda a cierta "muerte clínica aparente" o catalepsia (fenómeno poco frecuente pero no extraordinario). También aquí los "poderes" taumatúrgicos y médicos de Jesús obraron el prodigio.

Las multitudes seguían a Jesús y a sus discípulos, que frecuentemente tuvieron que huir de su continuo acoso. En este contexto se sitúa un nuevo "milagro" (el de la multiplicación de los panes), para el que también resulta difícil encontrar una explicación lógica. A nuestro modo de ver, pudo tratarse de un suceso real: una bien calculada distribución de víveres que sorprendió incluso a los propios discípulos, o bien de otro episodio meramente simbólico, distorsionado posteriormente por la transmisión (en todo caso este episodio presenta muchas afinidades con cierto "milagro" narrado en el evangelio de Juan y realizado por Jesús al comienzo de su vida pública: la transformación del agua en vino en las bodas celebradas en la ciudad galilea de Caná).

Baldosa holandesa

Las actividades de Jesús no preocuparon en absoluto a las autoridades romanas, pero sí a las altas jerarquías judías. El tetrarca Herodes no intervino, temeroso tal vez de un nuevo desprestigio después de la ejecución del Bautista; además tampoco tenía jurisdicción en todo el territorio por donde se movía Jesús. Pero los fariseos y la mayor parte del alto clero judío buscaban el modo de apresarle sin provocar alborotos y de darle muerte, aunque temían mucho la reacción de las masas.

El itinerario de Jesús termina en Jerusalén, en vísperas de la festividad de la Pascua judía del año 30, en donde hizo una última entrada triunfal aclamado por las multitudes y montado en un borrico (animal que -a diferencia de lo que ocurre en nuestra civilización- era y es muy estimado en las civilizaciones semitas como montura noble y distinguida: Jesús manifestaba así su condición de descendiente de la estirpe real de David). Con la entrada en la capital judía, Jesús se ponía conscientemente en manos de sus enemigos. Celebró la Pascua con sus doce discípulos más ligados a él (una cena de Pascua al modo esenio, según parece, es decir, realizada un día antes de la Pascua común y sólo con productos vegetales y pescados, no con carne), y les anunció su final. Al poco tiempo, en efecto, sus enemigos consiguieron apresarle con la complicidad de uno de sus discípulos.

Una vez detenido, fue conducido a casa del Sumo Pontífice y finalmente al pretorio, el palacio donde el procurador romano impartía justicia, puesto que los judíos carecían de poder judicial para condenarle a muerte, tal como deseaban, y necesitaban que la condena fuese dictada y ejecutada por la autoridad romana. Hasta aquí, como vemos, el relato evangélico se ajusta plenamente a la realidad histórica de la época.También son perfectamente coherentes los datos que narran a continuación el proceso y muerte de Jesús de Nazaret.

El procurador romano, Poncio Pilato, máxima autoridad judicial de la provincia, interroga al acusado; a pesar de las imputaciones de los judíos, no encuentra en él ninguna culpa ni delito contra el Estado romano: no es un sedicioso ni un jefe guerrillero, tampoco un agitador político de las masas ni un bandido o un criminal. El gobernador lleva poco tiempo en el cargo y no acaba de comprender la mentalidad de estas extrañas gentes (recientemente había tenido que actuar contra unos galileos sediciosos que se habían refugiado en el Templo, siendo matados allí mismo por los soldados romanos, y este sacrilegio le había proporcionado mayores antipatías por parte de la población, que ya le odiaba por otras irreverencias y provocaciones anteriores). Siguiendo la costumbre tradicional judía (respetada por los romanos) de liberar a un preso acusado de delitos graves con motivo de la festividad hebrea de la Pascua, les da a elegir entre soltar a Jesús o a otro preso, un tal Bar-Abbás, probablemente uno de los jefes guerrilleros celotes apresado recientemente; para los romanos estos "guerrilleros" eran considerados a efectos jurídicos y legales como simples "bandoleros", y así los consideran también los evangelistas (los nacionalistas celotes y los primeros cristianos parece ser que no estuvieron casi nunca en buenas relaciones, dado el pacifismo militante de estos últimos). La multitud congregada en la entrada del Pretorio, excitada por los jefes fariseos, elige a gritos a Barrabás y pide la crucifixión de Jesús el impostor. Pilato, temeroso tal vez de originar una verdadera revuelta, accede a su petición y entrega a Jesús en manos de sus soldados, que le dan la flagelación o paliza previa que solía aplicarse a los condenados a este suplicio. La soldadesca romana (seguramente por instrucciones del propio Pilato) le coloca un manto y una corona de espinas entretejidas, en alusión de burla a la acusación de los judíos que decían que quería proclamarse Rey. Seguramente era el último intento del gobernador romano para salvarle la vida, provocando la compasión de los judíos. Lo presenta de nuevo a los judíos cubierto de sangre y con la "corona", el manto y una caña como "cetro", y les dice (se supone que en la lengua de los romanos, o sea en latín, pues probablemente Pilato les hablaba en todo momento -tanto a los judíos como a Jesús- a través de un intérprete): "Ecce homo", que podría traducirse como "Aquí está el hombre", "Aquí tenéis al hombre", "He aquí al hombre", palabras con las que (interpretando el laconismo romano de esta expresión semijurídica con la que solía introducirse al acusado en los procesos judiciales penales) seguramente no quiso decir otra cosa que: "¡Mirad!, es un hombre, no un Dios; es un hombre capaz de sufrir y de sangrar como cualquier hombre, como cualquiera de los hombres", "Mirad, mirad al rey, mirad al Dios". Pero los judíos, lejos de conmoverse (que era quizá lo que el romano, según su propia mentalidad romana, esperaba), insisten en que sea crucificado, y Pilato finalmente lo entrega a sus soldados para que lo conduzcan al patíbulo.

El reo, cargado con el pesado madero transversal de casi dos metros que formaba la T del instrumento del suplicio, atraviesa las calles de Jerusalén hasta el montículo de las afueras de la ciudad donde se realizaban estas ejecuciones. La multitud contempla silenciosa su paso.

Jesús fue clavado en la cruz, en compañía de otros dos malhechores. Pilato, para burla de los judíos, hizo colocar en la cruz el letrero con la acusación del delito del ajusticiado: "Jesús de Nazaret, Rey de los judíos" (cosa que molestó bastante a los fariseos y sacerdotes). Allí permaneció colgado Jesús varias horas en lenta agonía, aunque los soldados encargados de su ejecución no se ensañaron especialmente con él, e incluso le dieron a beber del brebaje de agua con vinagre que ellos mismos tenían para refrescar la sed. Tampoco fue necesario quebrarle las piernas, como era usual para acelerar la muerte de los crucificados, pues cuando iban a hacerlo ya había muerto.

Aquí acabó su vida, a los treinta y tantos años (según opinión general), Jesús de Nazaret. Los acontecimientos siguientes no pueden ser -por su propia naturaleza- objeto de análisis y valoración histórica. El cadáver fue depositado en una gran sepultura o cámara funeraria, y poco después desapareció. Los judíos dijeron que los discípulos de Jesús habían sustraído el cuerpo del sepulcro. Todos los cristianos coetáneos y posteriores han creído una sola cosa: que Jesús resucitó de entre los muertos. Pero ¿en verdad resucitó? La respuesta, en todo caso, sólo puede darla la , puesto que los datos históricos que hasta ahora hemos visto no pueden ayudarnos a dar una respuesta positiva a esta trascendente pregunta, y tampoco los relatos subsiguientes relativos a diversas apariciones de Jesús a sus discípulos pueden ser analizados en el plano de lo histórico-real, a no ser que los consideremos -por ejemplo- en un plano onírico-simbólico, que en los evangelios aparece muy a menudo entremezclado con la realidad, y consideremos dichas "apariciones" como visiones sobre Jesús que algunos de ellos tuvieron en sueños, o bien como alucinaciones, o -simplemente- como relatos ficticios inventados por algunos y creídos luego por todos los demás.

Hay algo, en cualquier caso, que no conviene perder de vista: estos sucesos (incluidos los supuestamente "sobrenaturales") ocurrieron en el primer tercio del siglo I d.C., de un siglo que es sin duda el siglo más histórico (e.e. más y mejor documentado) de toda la historia de la Antigüedad. A lo largo de todo ese siglo tenemos las obras de historiadores de gran solvencia (Estrabón, Tito Livio, Flavio Josefo, Tácito...), de polígrafos y pensadores varios (Filón de Alejandría, Séneca, Plinio el Viejo, Plutarco), de novelistas (Petronio); tenemos restos arqueológicos muy importantes (incluidos los asombrosos restos de dos ciudades romanas, Pompeya y Herculano, desenterradas prácticamente intactas), así como numerosas muestras de todas las artes plásticas mayores y menores. Precisamente en un siglo así, tan conocido y reconocido, tan revivible, tan real y tan histórico en sí mismo, ¿podemos admitir, o son creíbles, unos sucesos de tinte supuestamente "sobrenatural" o "milagroso" tal y como se nos exponen literalmente en los evangelios?

Es evidente que este suceso fundamental y trascendental del Cristianismo (el de un Dios hecho hombre, crucificado, muerto y resucitado) no es que sea un suceso históricamente "verdadero" o "falso", sino que se trata evidentemente de un suceso muy mitificado, sobredimensionado por otros aspectos (simbólicos, éticos) que lo trascienden como puro suceso histórico. Y ello hasta tal punto que puede pensarse que el aspecto histórico es con mucho el menos importante y significativo de toda esta historia.Y el hecho es también éste: entre los años 26 y 30 de nuestra Era, en la región de Judea, un hombre llamado Jesús de Nazaret se atrevió a dar un paso decisivo que en cierto modo cerraba la historia y terminaba las propias profecías tradicionales sobre el cumplimiento de esa historia. Nunca dijo expresamente que él fuera el esperado Mesías o Cristo (más bien dejó que los demás lo dijeran, y desde luego no lo desmintió). Y con ello en cierto modo vino a decir que cualquiera que se atreviese a serlo, que reconociera ser "Hijo de Dios", Ungido de Dios o Cristo de Dios, podía serlo. A partir de ahí, la historia como "necesidad" y como "fatalidad" encadenada a sí misma, tanto individual como colectiva, quedaba superada por la conciencia y en cierto modo se conciencializaba a sí misma. Ése es, en todo caso, el hecho históricamente más trascendente de todo este oscuro suceso palestinense.


El carpintero y su hijo (bajo relieve medieval)

El Cristo mítico y simbólico

Todas las religiones tienen un aspecto simbólico que constituye la expresión y el soporte formal de lo religioso, de lo espiritual, de lo "numinoso" (un aspecto que no se basa únicamente en la vivencia y experiencia personal, sino sobre todo en la experiencia colectiva). Para ello se manejan asimismo símbolos y arquetipos narrativos de carácter colectivo y tradicional (mitos), expresados en un lenguaje metafórico y simbólico que no se dirige directamente a la racionalidad, sino más bien al sentimiento y -a través de éste- a la totalidad de la psique. Junto a estos mitos, y como complemento de ellos, se encuentran los rituales religiosos propiamente dichos, que constituyen el aparato escenográfico de todas las religiones (tales rituales y ritualizaciones tienen también un cierto paralelismo funcional con los ritos característicos del folklore y de las fiestas populares).

En el caso de los rituales religiosos se busca ante todo impresionar y provocar artificial y sensiblemente el sentimiento religioso, interiorizando "mecánicamente" mediante fórmulas repetitivas y actos rituales más o menos solemnes los contenidos sugeridos por los mitos y símbolos. Estos contenidos son de naturaleza muy variada, pero predominan ante todo los de carácter psicológico e inconsciente. Es obvio señalar que tanto el mito como el rito religioso son los medios más efectivos de transmitir y canalizar el propio sentimiento de la religiosidad (mucho más que el lenguaje conceptual o los propios tratados filosóficos y teológicos), pero por ello mismo son también los más manipulables (basta recordar los curiosos mecanismos psicológicos de carácter inconsciente y autojustificativo de todas las religiones -y en especial del propio Cristianismo- y sus particulares técnicas psicológico-religiosas de autodisculpa y exculpación; el resultado es que el "creyente" utiliza la religión como un sistema ritualista de equilibrio psicológico, pero tiende a "olvidar" por completo sus contenidos y valores éticos; por otro lado, las propias jerarquías sacerdotales son las más interesadas muchas veces en que los "fieles" se mantengan en ese nivel ritualista, superficial y práctico de la religión). En cuanto a los mitos, su propia capacidad para expresar contenidos y mensajes conceptualmente inexpresables y referidos a la propia "integración y equilibrio psíquico", los hace también psicológicamente válidos y perfectamente creíbles más allá de su propia verosimilitud y racionalidad lógicas. Y junto a mitos y ritos, las religiones utilizan asimismo las diferentes formas materiales y estéticas del hacer humano (artes, arquitectura, música, literatura), muy eficaces a veces para sugerir y "despertar" esos contenidos espirituales.

También el Cristianismo tiene sus mitos (y la Iglesia posterior ha creado y reelaborado sobre ellos sus ritos propios). Los mitos del Cristianismo no son exclusivos de esta religión, pues pertenecen en el fondo -no en la forma- a todas las religiones, a un fondo arquetípico y universal recurrente en todas ellas a través de representaciones arquetípicas diversas. Ya hemos señalado antes algunos de estos elementos míticos presentes en los evangelios: la buena "estrella" que preside el nacimiento, la adoración de los pastores y de los "magos", el personaje de Judas el traidor (sobre el que ni siquiera los evangelistas están de acuerdo en si se ahorcó o se despeñó), etc. Ahora bien, que sean elementos míticos no quiere decir que sean falsos (a veces pueden ser reales, y en todo caso son siempre -en cuanto mitos- psicológicamente verdaderos, ésto es, significativos, integradores y simbólicos). La mayoría de los relatos de los evangelios llamados "apócrifos", por ejemplo, presentan al Cristo en diversas situaciones y circunstancias (algunas bastante inverosímiles), pero no estamos aquí ante el Cristo histórico, sino ante un Cristo literario y simbólico, cuyo valor éticosimbólico es asimismo incuestionable (incluso algunos elementos inconscientemente satíricos -por ejemplo el "buey" y la "mula" como padres simbólicos del Niño divino- tienen también otras lecturas psicológicas y éticas mucho más profundas).

El problema sólo surge cuando con una mentalidad excesivamente racionalizante se pretende transformar estas profundas metáforas psicológicas en meros conceptos (creíbles o no-creíbles, verdaderos o falsos). Pero la metáfora nunca es verdadera o falsa, puesto que se encuentra en un plano funcionalmente simbólico en el que dicha cuestión ni siquiera se plantea (así, por ejemplo, los personajes de una obra literaria, de una película cinematográfica o de una obra de teatro no son nunca "verdaderos" o "falsos" en sí mismos, y de hecho no los consideramos de esta forma en ningún caso, pues poseen una realidad virtual en la mente del lector o espectador, es decir, funcionan metafóricamente).

El motivo de la Virginidad de la madre del Cristo, por ejemplo, que ya hemos visto que aparecía también en la mitología de la religión mazdeísta persa (sin que por éso haya que deducir que deriva de ella, pues se trata de símbolos arquetípicos universales y hasta cierto punto autónomos y recurrentes) es en realidad un motivo mítico que está presente -en diferentes variantes propias- en todas las mitologías de la antigüedad (nacimientos fantásticos de algunos héroes, padres supuestos, "diosas-madre", "diosas-vírgenes" protectoras del héroe, etc). En realidad, este motivo de la "virginidad divina", como todos los motivos míticos, presenta valores psicológicos mucho más importantes y trascendentales que su propia realidad o irrealidad lógica e histórica. Así, por ejemplo, la "virginidad" de María puede y debe entenderse en un doble plano: el histórico (un acontecimiento real en una mujer real) y el míticosimbólico (que no quiere decir irreal, sino real en otro plano y en otra dimensión, más psicológica y universal); este último sería el verdaderamente relevante, en cuanto que se trata de un arquetipo universal, intemporal y psicológicamente real, mucho más importante en realidad que el personaje histórico mismo y que una supuesta virginidad in conceptione lógicamente inaceptable (que aunque sea inaceptable lógicamente, no lo es en absoluto psicológicamente, ni siquiera "metafísicamente", pues el arquetipo puede referirse a algo real en sí mismo, a una potencia o fuerza psíquica o incluso psicofísica que constituye su verdadero misterio esencial). En realidad, los "misterios" de la Anunciación y de la Concepción virginal tienen también un alcance simbólico, ético y (sobre)humano mucho más importante, pues vienen a decir que toda mujer -potencialmente al menos- es la "Virgen", y que todo ser humano, por el hecho de serlo, es -en principio- el Hijo de Dios ("la luz que ilumina a todo ser humano que viene a este mundo", Juan 1, 9).

El motivo de la "matanza de los niños inocentes", por ejemplo, es en el fondo el mismo motivo mítico y arquetípico de la "persecución e intento de exterminio del héroe" (recordemos los casos mitológicos de Rómulo y Remo, de Perseo, de Dioniso, de Hércules y de otros muchos héroes o semidioses perseguidos durante su infancia, tal como aparecen en las diversas mitologías antiguas). Todos los héroes mitológicos, al igual que el propio Cristo, son -por supuesto- "hijos de Dios"(o "hijos o descendientes de dioses"). Incluso los propios "milagros" del Cristo han de encuadrarse también en el mismo esquema mítico de las "hazañas" prodigiosas y las "proezas" increíbles de los héroes mitológicos.

Los evangelios, en su plano mítico, también nos hablan de un "héroe" (en este caso del héroe-dios, del héroe "hijo de Dios"). Las coincidencias con otros dioses o héroes-dioses de otras mitologías religiosas es evidente: desde el Osiris egipcio hasta el Prometeo griego; éste último -por cierto- presenta grandes analogías formales con el Cristo evangélico, pues -como él- lleva y enseña a los primeros hombres el fuego (=la Luz) y ha de "pagar" esta acción benefactora con un castigo o expiación divina: el padre de los dioses, Zeus, le hace encadenar a una roca (=crucifixión) y envía diariamente a un águila que le devora el hígado (=pasión), aunque finalmente será liberado de este eterno suplicio por otro héroe, Heracles (=resurrección). También un dios greco-tracio de la vegetación, Dioniso (convertido con posterioridad en "dios del vino"), presenta un aspecto benefactor similar: enseña a los hombres el cultivo de la vid, y posteriormente es raptado por unos piratas que le atan al mástil de su nave (crucifixión simbólica) y pretenden venderlo como esclavo; el dios se libera y transforma a los piratas en delfines. El culto a Dioniso se extendió mucho por Grecia (donde sus rituales religiosos dieron origen al nacimiento del teatro) y en la época que nos ocupa era muy practicado en Roma en forma de religión iniciática o mistérica por muchas familias de las clases altas romanas; esta religión dionisíaca comprendía diversos grados de iniciación, incluída la comunión simbólica con el dios (vino=sangre) y diversos rituales orgiásticos, y basándose en el ciclo vegetativo de la "muerte-enterramiento-resurrección" (representado alegóricamente por la vid) prometía a sus iniciados una cierta resurrección e inmortalidad del alma. Además de la religión dionisíaca, había también en esta época diversas religiones iniciáticas basadas en el culto a determinadas divinidades agrícolas y de la vegetación (que "mueren" y "resurgen" como el propio ciclo vegetal), tales como los "misterios" de la diosa Demeter en Eleusis, los de la diosa frigia Cíbele o Cibeles, y otros, todos los cuales presentan a nivel ritual y escatológico bastantes elementos comunes con el Cristianismo posterior, o más bien con el ritual del Cristianismo (oración colectiva, repetición de fórmulas rituales, bautismo como símbolo de renacimiento, comunión simbólica con el dios, transformación o "resurrección" simbólica, etc). El Cristo no era, por tanto, el primer "dios" que moría voluntariamente para luego renacer; y tampoco el Cristianismo era ciertamente la primera religión de carácter iniciático o mistérico ni la única entre ellas con una clara vocación proselitista y universal, es decir, abierta a todo el Mundo. Asimismo hay que pensar que tal vez el Osiris, el Prometeo o el Dioniso mitológicos fueron quizá alguna vez personajes reales (antiguos reyes, posiblemente), aunque en el plano simbólico -como estamos viendo- su realidad o irrealidad histórica era ya lo de menos, pues lo importante es el propio valor psicológicamente transformador que tiene el símbolo que representan. La influencia humanística del Helenismo tardío y de las doctrinas filosóficas estoicas, así como la propia influencia de estas religiones mistéricas, contribuyó no poco a allanar el camino al Cristianismo de los primeros tiempos.

Otro aspecto importante (y tal vez uno de los puntos aparentemente más débiles del Cristianismo en cuanto ideología) es la propia figura antropomórfica del Dios Padre (una contradictoria figura simbólica heredada de la tradición bíblica anterior y de la propia concepción metafórico-mitológica de los pueblos antiguos). El Cristo evangélico, usando este mismo lenguaje antropomórfico, también nos habla de Dios como "el Padre": naturalmente, se trata de una forma metafórica relativamente eficaz (pero no la única) de explicar comprensiblemente la idea de Dios, una idea de por sí conceptualmente inexpresable e inexplicable, pues su definición constituye el misterio de la Divinidad misma (el quién es, qué es, cómo es y dónde es éso que llamamos "Dios"). Tal vez Jesús de Nazaret no quiso o no supo expresarse de otra forma; tampoco Juan el Bautista. En realidad ambos estaban utilizando unos conceptos teológicos (los de los esenios) que estaban ya un tanto "anticuados" en su propia época, aunque habían sido notablemente innovadores en la propia época helénística (siglos III-II a.C.) en la que surgieron y se plasmaron por escrito (por ejemplo en algunos de los libros bíblicos llamados "sapienciales"). Pero en la propia época de Jesús la filosofía helenística judía, cuyo principal representante es Filón de Alejandría, utilizaba ya una elaborada y compleja terminología filosófica (de tipo neo-platónico) para intentar definir las indefinibles nociones sobre la Divinidad (Filón se refiere a veces a Dios también como "Padre", pero asimismo como algo que no tiene absolutamente nada que ver con nada de lo que conocemos o podamos imaginar, pues -según él- se trata de algo que es de por sí "incomprensible","incognoscible", de lo cual sólo podemos conocer su "rastro", su "huella", es decir, podemos conocer sus "potencias" pero no su "esencia" o "realidad", y a esas "potencias" divinas Filón las denomina "ángeles" o también lógoi, e.e.,"sentidos"). Ésto concuerda también con la afirmación del prólogo del evangelio de Juan, según la cual "a Dios nadie le vió jamás; su Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien nos ha dado alguna noticia de Él ".

Filón de Alejandría, que es también el mayor divulgador de la exégesis (=interpretación) alegórica de los textos bíblicos, en un sentido principalmente místico (con lo que por lo menos se le da a la lectura de la Biblia una mayor perspectiva metafórica y una mayor profundidad), representa sin duda lo más avanzado en el pensamiento filosóficoteológico de la época (ausente en Jesús de Nazaret, pero no en los primeros seguidores y comentaristas cristianos, entre ellos Pablo de Tarso). La filosofía filoniana en este punto podría resumirse más o menos en el siguiente esquema gráfico:

el Ser transcendente

Su única "cognoscibilidad" es el LÓGOS, que es el "arcángel", la génesis inmutable y eterna del mundo inteligible, la palabra y el pensamiento de Dios, el ámbito de su pensamiento, el instrumento, la determinación de cada cosa, el orden y el sentido de todo, el vínculo, la comprensión integral, la presencia inteligible, los "pasos que Adán oyó en el Paraíso", la "voz de Dios"

El error y el "pecado" del hombre es su "desagradecimiento", el ignorar su pertenencia al Lógos. El "yo" es sólo una vanidad y una soberbia humana (pues en realidad "no soy yo quien piensa", ni "quien siente", ni "quien vive"). El hombre no es sujeto de nada, no hace nada, no es nada.

El propio Pablo de Tarso, el creador ideológico del Cristianismo, recoge esta terminología helenístico-filoniana y nos habla del misterio del Dios desconocido (=incognoscible), pero manifestado en el Cristo, verdadera imagen del Dios invisible, cuya "palabra" es el misterio escondido desde los siglos y desde las generaciones. El caso es que el Cristianismo heredó del judaísmo antiguo y del esenismo esa vieja idea "plástica" y antropomórfica de Dios (o de los "dioses" y de los ángeles), común a todas las mitologías y religiones antiguas: una idea metáforica en su origen pero que terminó por convertirse en algo demasiado conceptual y por ello tanto más increíble (al igual que la idea mítica del Paraíso o del Infierno). De todas formas, la propia pasión y muerte simbólica del Cristo era en sí misma -como metáfora- mucho más explícita y significativa que la propia metáfora antigua del "Dios Padre", que la jerarquía del propio "Reino de Dios" o que el fuego eterno de la "Gehenna" o Infierno judío (que en su origen parece ser que sólo se refería -como metáfora- a cierto basurero de las afueras de Jerusalén donde se quemaban las basuras y desechos domésticos). Con todo, la figura de la Divinidad como Padre espiritual tiene de hecho una dimensión mucho más íntima (y por ello también más real) que en las concepciones precedentes.

Como puede verse, el símbolo no sólo es necesario,sino también fundamental para la comprensión del mensaje y de la experiencia de lo religioso, pues la propia psique humana necesita del símbolo y de la metáfora para acceder y reelaborar los contenidos religiosos, inasequibles de otro modo. Rito y mito se complementan mutuamente en sus aspectos formales y ayudan a la integración psíquica de lo sobrenatural, de lo irracional, razón por la cual no pueden ser explicados ni explicitados adecuamente en términos racionales o lógicos.

Ahora bien, una cosa es dejarse llevar por la fuerza sugestiva de la metáfora y otra muy distinta "conceptualizar" la metáfora, creerla o descreerla en su aspecto lógico, que es lo que termina por suceder en la continua ritualización y objetivización religiosa de los mitos (como si, por poner un ejemplo, creyésemos realmente que determinada imagen pictórica o iconográfica del Cristo es la verdadera y que las demás son falsas). Con ello la metáfora se desvirtualiza, se falsea, y terminamos creyendo no en lo que el símbolo representa sino en el aspecto meramente formal, material o conceptual de éste (por ejemplo en un "Dios Padre" antropomórfico, en un "Infierno" donde los condenados se "cuecen" eternamente a fuego lento, etc), o bien rechazando racionalmente todo ello por absurdo e imposible. Pero también esta última actitud resulta de hecho no menos negativa y errónea, pues en realidad nos cierra las puertas al mensaje y al contenido simbólicos, nos deja igualmente en las formas externas, siendo así que ese mensaje tiene siempre un sentido fundamentalmente positivo para la comprensión e integración entre lo divino y lo humano, entre lo irracional y lo racional, entre lo psicológico y lo lógico.

Y llegamos a la pregunta básica: ¿resucitó realmente Cristo? ¿se trata en verdad de una "resurrección" también simbólica? Tal vez sea simbólica, pero en todo caso lo simbólico no excluye necesariamente a lo real. La "resurreccción" simbólica es la renovación, el "hombre nuevo" que ha encontrado el camino común que une a todos los seres humanos, el sentimiento ético de la vida, el sentido total de la propia existencia. Hay otras religiones y concepciones religiosas orientales que entienden esta renovación de manera mucho más intelectual, más mística o más personal, según los casos (por ejemplo el budismo, que es también -como el Cristianismo- una religión de renuncia al Yo, pero que ha experimentado asimismo cierta "conceptualización" en sus metáforas originarias, llegando a convertirse en no pocos casos en una experiencia religiosa más encerrada en sí misma, o si se quiere más "egoísta" que la cristiana): se busca ante todo la unión con lo Absoluto, la unión con Dios, que es asimismo lo que devuelve al ser humano su sentido, el sentido completo y la justificación plena de su vida y de su muerte, su lugar en el Universo, su realidad permanente más allá de toda apariencia transitoria, y con ello su sentido eterno, su renovación y purificación final, su resurrección, en una palabra.

También en el Cristianismo se da este aspecto místico, pero el Cristianismo (a pesar de todas las tergiversaciones morales posteriores) no es estrictamente una religión de renuncia a la vida, sino más bien de exaltación plena de la vida, de una vida tanto más auténtica cuanto más entregada y vivida para los demás, de una vida entregada a los demás, tal y como ocurre -por ejemplo- en algunas fases de la vivencia amorosa. Por ello es también la religión del Amor a los demás, de la vivencia común con los demás seres humanos, con la humanidad del ser humano: "Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios, y Dios en él; en el amor no hay temor, pues el amor perfecto deja fuera el temor, ya que el temor presupone (miedo al) castigo, y el que teme no es perfecto en el amor " (epístola I de Juan, 4, 16-18).

Con la muerte, viene a decir el mensaje cristiano básico, desaparece el Yo, el individualismo, el egoísmo inevitable de todo ser humano, la vanidad humana, pero se salva precisamente lo humano y el sentido individual de lo humano, el ser humano puro, el ser humano sin la "máscara" perecedera del Yo, el propio sentido de cada ser humano sobre la Tierra, el ser auténtico y la existencia auténtica, intemporal, eterna. Éste sería el aspecto simbólico (o mejor dicho, uno de los muchos aspectos simbólicos) de la "resurrección" cristiana. El evangelio de Juan (5,25 y 11,25) habla de esta resurrección simbólica: "Los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la escuchen vivirán"; "El que vive y cree en mí, no morirá para siempre" (es decir, no perderá el sentido de su vida). Pablo de Tarso, por su parte, habla también del "hombre interior", del "Cristo interior": "Mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día"; "fortalecidos en el hombre interior por el Espíritu de Dios, que habite el Cristo por la fé en vuestros corazones" (2 Corintios 4, 16 y Efesios 3, 16-17); en la epístola paulina a los Colosenses (3, 3) es aun más explícito en la simbología de la resurrección: "Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él". El apóstol Pedro compara al hombre renacido o renovado con el recién nacido: "Despojáos, pues, de toda maldad y de todo engaño, de hipocresías, envidias y maledicencias, y como niños recién nacidos apeteced la leche espiritual no adulterada" (1 epístola 2, 1-2), y habla también de la resurrección espiritual: "Que por ésto fue anunciado el Evangelio a los muertos, para que, condenados en carne como hombres, vivan en el espíritu, como Dios" (1 epístola, 4, 6).

El Cristo simbólico y su resurrección simbólica vienen a decir que la muerte no es el término y el límite de la verdadera Vida, pues esa vida auténtica no tiene en sí misma límite temporal alguno (dicho de otro modo: con la muerte termina la existencia humana individualizada, pero empieza la vida divina para el ser humano). La cuestión no puede plantearse únicamente como la existencia o no-existencia de otra vida, de una vida después de la muerte, pues con ello estamos tergiversando conceptualmente unos términos propiamente metafóricos, sino que ha de entenderse como el descubrimiento de que con la muerte empieza la verdadera Vida, una intemporalidad (vida eterna) en la que ya no existe un "antes" y un "después" (que son meras conceptualizaciones de lo aparente, no realidades del ser). La resurrección implica que vida y muerte no han de ser concebidos como acontecimientos que se suceden en ese orden fijo, bipolar e inalterable, pues la vida sería más bien algo cíclico (vida-muerte-vida), un "eterno retorno de lo permanentemente idéntico a sí mismo".

Es imposible, por lo demás, intentar por medio de palabras ir más allá de las propias palabras, pues hay cosas que no pueden explicarse con conceptos más que muy torpemente, y por ello mismo -como ya dijimos- necesitan de la metáfora y del símbolo, o bien de la propia vivencia mística. Por ello, también la razón es insuficiente y (como en el amor) se hace necesaria la , ésto es, la creencia, la confianza, la fidelidad a una creencia. Nada parece ser por sí mismo verdadero o falso ("¿La Verdad? ¿y qué es la Verdad?", se preguntaba Poncio Pilato con un escepticismo típicamente romano). La Verdad puede ser muchas cosas o ninguna; puede ser -como alguien ha dicho- "no una idea en la que creer, sino una persona a quien amar". En todo caso, la verdad la hace la fé; o dicho de otro modo: la verdad personal se hace precisamente creyendo en ella. En el Evangelio se habla repetidamente, por ejemplo, del "Reino de Dios" o "Reino de los Cielos", y esta expresión puede entenderse tanto en un sentido escatológico o ultraterreno como en un sentido de posibilidad real, utópica si se quiere, de "un Mundo mejor" (a ello parece referirse el pseudoPedro en la segunda epístola apócrifa, 3,13: "Nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en la que tiene su morada la Justicia"); y este Mundo nuevo empezamos a construirlo desde el momento mismo en que empezamos a creer en su propia posibilidad. Ésa es la Verdad que el evangelio anuncia (incluida la verdad de la resurrección final), una Verdad que se encuentra al otro lado de la realidad visible, al otro lado de la mera apariencia de la realidad, una Verdad a la que se llega no con la razón y los sentidos, sino con el corazón, es decir, con la y con la conciencia. Pues lo cierto es que no está muy lejos de nosotros mismos.Así lo dice, muy explícitamente,el propio evangelio de Lucas en una de sus frases más enigmáticas pero también más claras (17, 21): "El Reino de Dios está dentro de vosotros".


El Cristo humano

El Cristianismo asume que (el) Cristo es Dios, pero también sabemos que Jesús de Nazaret era un hombre, un hombre con sus propias debilidades de hombre,con sus propios desequilibrios y miserias humanas, como todos los hombres. Pero ¿hasta qué punto es real el "personaje" del Jesús evangélico? ¿hasta qué punto no se trata de un personaje ideal, idealizado, mitificado? La dimensión humana de Jesús está presente -aunque de forma un tanto esporádica- a lo largo de todo el evangelio, a pesar del hieratismo, esquematismo y formalismo con que los tres primeros evangelistas nos presentan a su Jesús literario (en el evangelio de Juan encontramos ciertamente al Jesús más íntimo, pero también al más enigmático, al más críptico, al más distante).

El Jesús humano lo encontramos por vez primera en el momento de su retirada voluntaria hacia el desierto (el desierto de Judea, el desierto de Qumrán), donde lleva a cabo un gran esfuerzo de meditación interior y de preparación psicológica y espiritual para una tarea que no acaba de decidirse a emprender; es un hombre que duda, un hombre que lucha interiormente por desprenderse de las glorias mundanas de una vida "normal", de la búsqueda de honores y riquezas que él mismo sabe que no le serían difíciles de alcanzar. Tiene algo más de treinta años y está en su plenitud física y psíquica; podría hacer lo que se propusiera, pero ha encontrado ya su camino y el sentido de su vida.

Más adelante, durante los años de predicación que precederían a su muerte, los evangelistas siguen dándonos datos sueltos sobre el hombre, datos muy esporádicos pero muy definitivos a veces. Sus relaciones con las mujeres, por ejemplo, son un tanto curiosas (y no es menos llamativo cierto desapego que Jesús muestra en diversas ocasiones hacia su propia madre). Las mujeres le siguen; sus discípulos son varones, pero entre sus seguidores hay muchas mujeres, que son las que le mantienen a él mismo y a sus discípulos. El caso de María de Magdala, de la que "había expulsado siete demonios" y a la que tenía -por decirlo así- en tratamiento psicológico, es significativo, pero no es el único; mujeres son las que permanecen junto a él cuando está colgado en la cruz, cuando la mayoría de sus discípulos varones han huido llenos de temor y niegan haber tenido ninguna relación con él, y mujeres son también las primeras personas que se dirigen al sepulcro. El episodio de María Magdalena cuando va a visitar la tumba, apócrifo o no, resulta literariamente verídico y es sin duda uno de los más bellos de todo el Evangelio (Jn, 20,1-18), lo mismo que el episodio de la mujer adúltera, a quien la tradición apócrifa se empeña en identificar con la propia Magdalena, o el de la mujer samaritana. Ese episodio de reconocimiento en el sepulcro ha hecho suponer a algunos que la conversación entre Jesús y María Magdalena se desarrolló al principio en lengua griega, y luego en arameo, y no es improbable que la Magdalena (antigua cortesana) conociera el griego, que era también la tercera lengua para muchos judíos cultos (junto con el arameo y el hebreo). Otra tradición, más aceptada por la Iglesia católica, identifica a la Magdalena con una de las dos hermanas de Lázaro, llamada también María.

En lo relativo a la familia de Jesús, otro problema de cierta controversia es el de sus supuestos "hermanos", mencionados en diversos pasajes evangélicos y epistolares (Mt. 12,46, Mc. 3,31, Jn.7,3, Act. 1,14, 1 Cor. 9,5). Conocemos incluso sus nombres, bastante comunes en la época: Simón, Judas, José y Jacobo (=Santiago, llamado el Menor, supuesto autor de una conocida epístola evangélica), citados en Mt. 13,55, Mc. 6,3 y 15,40 y Gál. 1,19. En general, los comentaristas católicos (para dejar a salvo la "impoluta virginitas" de la madre de Jesús) consideran que estos "hermanos" eran en realidad "primos hermanos" o parientes más o menos cercanos o consanguíneos (basándose en la ambigüedad de las lenguas semíticas para estos términos de parentesco, ambigüedad léxica que habría pasado también al griego evangélico). El hecho es que, para admitir que se trata efectivamente de hermanos uterinos de Jesús no es del todo necesario suponer que María volviera a casarse cuando enviudó de su primer marido (José el carpintero), después de al menos doce años de matrimonio (Lc. 2,42), y que Jesús fuera en todo caso el primogénito, pues cabe también la posibilidad (menos "polémica") de que los hermanos de Jesús fueran en realidad "hermanos de padre", hijos de una anterior unión conyugal de José el carpintero, y por tanto mayores en edad que el propio Jesús. En la primera hipótesis (que los "hermanos de Jesús" fueran hijos posteriores de María), su segundo marido podría ser el que los evangelios llaman Alfeo, y ella misma sería identificable con la que en algunos pasajes es llamada "María la de Alfeo" (no así con la denominada "María la de Cleofás", de quien sabemos por Jn.19,25 que era hermana o prima-hermana de la madre de Jesús, por mucho que algunos comentaristas se empeñen en identificar al tal Cleofás o Clopas con el mencionado Alfeo, que sería su nombre o sobrenombre helenizado, según costumbre de la época). Intentando conciliar todas estas ambigüedades de los textos evangélicos, y admitiendo por un momento que los "hermanos y hermanas de Jesús" fueran efectivamente hermanos de madre, el esquema genealógico (tan verosímil como improbable) sería el siguiente:

Esquema genealógico

Sobre la personalidad de este hombre, Jesús de Nazaret, se han esbozado diversos cuadros caracteriológicos desde el psicoanálisis y la psicología contemporánea. En realidad escasean los datos para realizar un estudio psicológico completo sobre su personalidad, puesto que el Jesús literario es un personaje psicológicamente plano, y el Jesús humano -como hemos dicho- asoma muy esporádicamente en los relatos evangélicos. Ni siquiera la psicología más tendenciosa ha sido capaz de descubrir en él ninguno de los rasgos psicopatológicos característicos de muchos "iluminados" y reformadores religiosos (desde Moisés hasta Mahoma o hasta Lutero), pues -a diferencia de éstos- Jesús no parece presentar una personalidad inestable ni rasgos neuróticos o psicóticos especialmente llamativos (a no ser su propia autoconvicción de ser el "Hijo de Dios", pero ya hemos visto que ésto tiene más bien un fundamento místico y simbólico). La única ocasión en que Jesús manifiesta un comportamiento que podría calificarse de patológicamente "agresivo", la única ocasión en que puede decirse que aparentemente "pierde los nervios", es en la expulsión violenta de los vendedores del Templo, y -al parecer- lo hizo apoyado y respaldado por la multitud de sus seguidores. No obstante, la historicidad de este episodio (no mencionado por todos los evangelistas) suscita algunas dudas, ya que el recinto del Templo tenía una guardia judía y las alturas que dominaban la gran explanada central permanecían permanentemente vigiladas por tropas romanas dispuestas a intervenir ante cualquier alboroto (y esta vigilancia aun se reforzaba más durante las fiestas judías, en previsión de disturbios). Podría tratarse, pues, como tantos otros episodios de la vida de este hombre, de un suceso reinventado o al menos magnificado posteriormente (a no ser que se piense que pudo ser un "incidente controlado" y que los propios romanos tuvieran órdenes expresas del gobernador de abstenerse de intervenir).

Por lo demás, la ecuanimidad y serenidad de ánimo del personaje Jesús es constante en todos los episodios narrados en los evangelios. Su seguridad en sí mismo no se manifiesta como intransigencia, dogmatismo o intolerancia, y su autocontrol emocional es también muy notable. Siguiendo ciertas tendencias de la psicología contemporánea, que considera el "iluminismo", la "santidad", o incluso el "heroísmo", como conductas plenamente patológicas, y pretende descubrir en los profetas, santos y mártires ciertos rasgos psicopatológicos bien descritos actualmente por la psicología clínica (como también los presentan los filósofos, los artistas u otras tantas actitudes y actividades específicamente humanas), se ha intentado describir la psicología de Jesús como la de un hombre dominado por un fuerte "complejo paterno de carácter positivo" (aclaremos que, según la psicología analítica, la vida psíquica de todos los seres humanos está estructura en una determinada "formación psicológica inconsciente" -ésto es, en un complejo principal arquetípico- que puede ser según los casos de carácter "paterno" o "materno", y asimismo "positivo" o "negativo", cada uno de los cuales presenta a su vez innumerables variantes o subtipos psicológicos); pero en el caso de Jesús de Nazaret no podemos ir mucho más lejos por falta de datos concretos y definitivos. Así las cosas, y dada la exigüidad de los datos personales biográficos disponibles, puede decirse que Jesús (como Moisés, como Zaratustra, como Buda, como Mahoma) es -o fue- prácticamente lo que cada creyente quiera creer que fue (ni más ni menos).

Desde la crítica moderna más racionalista se ha generalizado la tendencia o "pre-juicio" a considerar a los grandes iluminados como grandes "locos" que confunden alucinaciones y ensueños con mensajes y revelaciones divinas. En realidad nosotros podríamos invertir el prejuicio y sugerir -por ejemplo- que las alucinaciones o los ensueños, y la locura misma en ocasiones, la locura lúcida, podrían ser (¿por qué no?) revelaciones de lo divino (considerando que lo divino puede ser también -propiamente- lo irracional, lo inconsciente, lo incomprensible, lo desconocido).

Jesús era sin duda un hombre, con debilidades y desequilibrios de hombre, pero también con algunas de las más extraordinarias cualidades que puede llegar a tener hombre alguno. El Cristo también fue un hombre, pero (y ésto es lo trascendente) fue también el primer hombre que voluntariamente quiso quitarse ante todos los demás su propia "máscara" de hombre. ¿Puede haber algo más vergonzoso para una mentalidad pagana (romana, griega o judía) que el hecho de que alguien que podría haber sido casi un dios, que aquél que era un dios, se dejase matar de aquella forma tan ignominiosa? Este Cristo crucificado que constituía un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles, según expresión de Pablo de Tarso, esta vergüenza y esta aberración, este escarnio y este sacrificio (el sacrificio del Cordero en la Pascua), fue precisamente lo que transformó a un hombre en Dios. Éste era el hombre-víctima al que se refería una antigua profecía del profeta Isaías (53, 4-10): "Él fue quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, mientras que nosotros le tuvimos por castigado, herido por Dios y abatido. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados. Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, Y Yahwéh cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros. Maltratado, se sometió, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los esquiladores. Fue arrebatado por un juicio inicuo, sin que nadie defendiera su causa, pues fue arrancado de la tierra de los vivos y herido de muerte por el crimen de su pueblo. Dispuesta estaba entre los impíos su sepultura, y fue en la muerte igualado a los malhechores, a pesar de no haber cometido maldad alguna ni haber mentira en su boca".


El Cristo ético

Ecce homo: ésa es precisamente la auténtica grandeza y la verdadera divinidad del Cristo. El Cristo nos muestra al Hombre, al hijo del hombre, al ser humano, como "hijo de Dios", simplemente por haber sido capaz de despojarse de todo, de renunciar a todo para abrir los ojos de la conciencia a los "ciegos", los oídos a los "sordos" y la boca a los "mudos". Esta muerte del Hombre cambió el Mundo, cambió la civilización y le dió un nuevo camino (una civilización que ha alcanzado el mayor progreso material alcanzado nunca por el hombre sobre la Tierra, una civilización -no se olvide- de origen ideológico cristiano, de base moral cristiana, de sentido y anhelo ético cristiano -en sus filosofías, en sus ideologías, en sus utopías-, por mucho que el hombre contemporáneo se haya distanciado y enajenado de esas raíces). Cristo nos mostró el sentido de Todo, ese sentido total contenido en los textos de todas las religiones reveladas pero inevitablemente perdido entre sus propias conceptualizaciones,dogmas e interpretaciones moralizantes, ese sentido del que nos habla el evangelista Juan en el oscuro prólogo con el que inicia su evangelio (y que posiblemente está sacado de algún desconocido himno de los esenios):

"Como principio (absolutamente de todo) estaba la Palabra (y su Sentido), la Palabra-referente a la propia Divinidad, la Palabra que era divina [ ésta era en un principio la de la propia Divinidad (hacia sí misma, su pensamiento inexpresado) ]. Todo se originó a través de ella (y de su expresión), y ni una sola cosa de cuanto ha sido originado lo ha hecho con independencia suya (y de su pensar y de su decir). En ella estaba la Vida, esa misma vida que constituye la Luz de los seres humanos: la luz que brilla entre las tinieblas y de la que las propias tinieblas no pudieron apoderarse. (...) Y es que la Palabra misma se hizo (ser vivo) de carne (y hueso), y acampó (temporalmente) entre nosotros".

Ese sentido anunciado por Juan el Bautista fue el mensaje (el lógos) del Cristo. Y el Cristo predicó y "murió" no por una moral cualquiera (variable según los pueblos, diferente según los individuos), sino por la ética universal y común (que es también una moral profundizada hasta el fondo, una moral libre, una moral sin premios ni castigos, a no ser el premio y el valor que tiene el hecho de que el hombre se reconozca a sí mismo). No predicaba una renuncia a la vida o a la carne, sino una renuncia al ego (al egoísmo, a la envidia, a la vanidad, a las ambiciones vanas, tanto individuales como sociales): "No es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los malos espíritus" (Pablo, Efesios 6,12). El Cristo predica ante todo la solidaridad humana, una búsqueda individual de nosotros mismos a través de nuestra solidaridad con los demás. Tampoco pedía más sacrificios y martirios voluntarios (puesto que Él "murió" y fue martirizado por todos), sino tan sólo el seguimiento de esa ética, que no es otra que la humanidad misma del ser humano, lo más humano escondido en todo ser humano. Por ello esa ética es universal: "Despojáos del hombre viejo y vestíos del nuevo, que sin cesar se renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador, en quien no hay ya griego ni judío,circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, esclavo o libre, porque Cristo lo es todo en todos" (Colosenses 3, 9-11). "Vosotros, que hace un tiempo no érais pueblo, ahora sois Pueblo de Dios" (Pedro, epístola I, 2, 10).

El Cristo vino a decirnos que "el Reino de Dios" es una utopía realizable en nosotros mismos, que Dios es el Sentido de todo, que la Justicia y los valores eternamente anhelados por el ser humano son posibles, son factibles, son realizables, precisamente porque son humanos: el Mal no está en Dios, sino en el hombre que "no sabe lo que hace ni por qué lo hace"; su enseñanza básica es que todo es posible si creemos en el ser humano; ése es el imperativo en el que se resume todo el Evangelio: ama al Hombre (cree en el Hombre), y te descubrirás a tí mismo y descubrirás también a Dios. Éste es el mensaje profundo del Cristo, de su "vida", de su "muerte" y de su resurrección, y ése es el sentido mismo del Cristianismo (la primera religión cuyo contenido esencial es el Hombre): el re-descubrimiento de Dios a través del ser humano. A partir del mensaje del Cristo, ya nadie puede ignorar cuál es esa ética, aunque no quiera seguirla (Jn 15,22); ahí está, y ahí está también el camino para llegar a ese "Reino de Dios": el camino personal e individual (el sentido de la propia vida tras la muerte física) y el camino colectivo y solidario del hombre sobre la Tierra.

El "Reino de Dios" no ha llegado todavía, ni puede llegar mientras no se cumplan en su totalidad, en cada ser humano, esas enseñanzas evangélicas (algo bastante difícil, ciertamente, pero nadie puede decir que sea imposible). Ésa es la esperanza cristiana. La vida humana se rige por dogmas y prejuicios socialmente aceptados (el dogmatismo religioso, social, político, jurídico, científico), pero la realidad y la verdad auténtica están debajo de esos conceptos, de esos dogmas, de esos falsos valores y prejuicios. Ésas son también nuestras máscaras "conceptuales"; pero todavía hay otras máscaras más profundas y más difíciles de desenmascarar (las máscaras personales, las máscaras de la vanidad y del egoísmo). Y el ser humano, cubierto por todas esas máscaras, antetodo tiene miedo (y da miedo) al ser humano. Todo el mundo quisiera quitarse esas máscaras, pero lo cierto es que nadie quiere ser el primero en hacerlo, por temor a quedarse solo en el intento, por miedo a mostrar su más íntima debilidad (que es también la debilidad de todos, pero también la mayor y más auténtica fortaleza que tiene el ser humano: su humanidad). Los hombres mataron al Cristo precisamente por éso, porque no acababan de creerse que fuera un hombre despojado de su máscara: por éso le torturaron y le mataron (por éso se mata y se tortura todavía a los seres humanos), y algunos descubrieron que -en efecto- el Cristo no llevaba puesta ninguna máscara, que no tenía ninguna otra máscara debajo, y que él "verdaderamente era Dios, era el Hijo de DIOS".

Pero si ese desenmascaramiento general es posible alguna vez (y ésa es la metáfora evangélica del "Juicio Final"), aunque nosotros mismos no lleguemos a verlo, vale la pena luchar por ello, ¿y quién sabe?: quizá sea cierto que -de alguna forma- resucitaremos para verlo.


La última cena (pintura románica)

Los orígenes de la Iglesia, o cómo la Ética se transformó en una moral más

Las enseñanzas de Jesús de Nazaret y la ética cristiana (y seguramente también no pocas de las concepciones místico-religiosas del judaísmo esenio) constituyeron los principios del Cristianismo. Esta nueva mística, aunque expresada con conceptos metafóricos relativamente "pobres", era superior a todas las religiones antiguas y a todas las sutilezas conceptuales de las filosofías de su época: había descubierto la ética (que llamamos ética cristiana no porque haya otras "éticas" posibles -pues lo que hay en todo caso son diversas interpretaciones de esa ética, es decir, diversas morales-, sino porque fue el Cristo el que la descubrió y reveló por completo en todo lo que tenía de revelable); era una sensibilidad ética universal, una ética única y común (algo que la filosofía griega antigua, con toda su riqueza conceptual y terminológica, sólo había intuído parcialmente).

De estas primeras comunidades cristianas (con su comunismo evangélico, sus comidas o banquetes fraternales y su sencillez ritual) nos ha dejado un idealizado retrato el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles (4, 32-35): "La muchedumbre de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma, y ninguno tenía por propia cosa alguna, sino que todo lo tenían en común. No había entre ellos indigentes, pues cuantos eran dueños de haciendas o casas las vendían y llevaban el precio de lo vendido y lo depositaban a los pies de los apóstoles, y a cada uno se le repartía según su necesidad".

Pero estas comunidades de cristianos, dirigidas por los propios discípulos directos de Jesús, carecían de capacidad de actuación y de expansión. Para convertirse en "verdadera religión" les faltaba la estructura jerárquica y organizativa que les permitiera su supervivencia y su expansión en un ambiente de verdadera hostilidad por parte del judaísmo fariseico ortodoxo y de completa indiferencia por parte del paganismo grecorromano. Y de ello se encargó un personaje verdaderamente singular: Saulo de Tarso (San Pablo). Antiguo fariseo y perseguidor implacable de las primeras comunidades cristianas, sufrió una transformación tan radical como sincera en sus creencias y en sus convicciones tras una "insolación" (o revelación divina) sufrida en un viaje a Damasco. Y este antiguo judío, fanático aunque muy culto (que ni siquiera había conocido personalmente a Jesús de Nazaret y que gozaba de la nacionalidad romana y de sus ventajas e inmunidades jurídicas), se convirtió en un cristiano fervientemente convencido y proselitista y en el verdadero organizador de las iglesias (=asambleas) cristianas. El sugestivo librito de los "Hechos de los Apóstoles" describe todas las dificultades en las que se desenvolvía el Cristianismo primitivo y la intensa labor evangélica y organizativa de Pablo y de los demás apóstoles. Poco a poco prevalecieron las prudentes medidas proselitistas del propio Pablo, que deseaba sobre todo extender la doctrina cristiana (según su personal interpretación) entre los no-judíos (los gentiles); por ello se suprimió el rito judaico de la circuncisión, sustituyéndolo por el del bautismo; con esta medida se separaban radical y definitivamente el judaísmo y el cristianismo.

La dirección espiritual y moral de la Iglesia primitiva estaba a cargo de los doce apóstoles (="enviados", "representantes", "compromisarios"). En cada iglesia ("congreso") se elegían con funciones directivas unos presbíteros (="mayores", "mayorales", "mayordomos") y unos intendentes o diáconos ("administradores"). Más tarde se creó la figura de los obispos o episcopoi (="supervisores", "inspectores", término tomado también de la antigua organización esenia), que tanta influencia tendrían en la organización eclesial posterior.

Al menos hasta el año 49 (fecha del llamado "Concilio de Jerusalén",en el que se decidió no someter al rito judaico de la circuncisión a los nuevos conversos), los cristianos gozaron de gran popularidad y simpatías entre el pueblo judío, a pesar de algunas persecuciones esporádicas por parte de los fariseos y saduceos. Se les llamaba "nazarenos", "discípulos", "santos" o "hermanos", indistintamente (aunque ya en Antioquía habían empezado a llamarse "cristianos"), y a ellos -más que a los esenios propiamente dichos- parece que se refieren indirectamente Filón de Alejandría y Flavio Josefo cuando hablan de los judíos "santos". Las controversias y el enfrentamiento con el judaísmo, a raíz del rechazo del rito básico de la circuncisión, se acentuaron no tanto por el espíritu proselitista de este nuevo movimiento religioso (pues también los judíos eran partidarios de ganar prosélitos para su religión entre los gentiles), sino sobre todo por la dificultad de aceptar esa igualdad esencial de todos los seres humanos en el Cristo, con lo que ello implicaba de anulación o superación implícita de la Ley mosaica y de los privilegios de "pueblo elegido".

Para comprender con la suficiente perspectiva lo que significó el Cristianismo en esa época originaria, hay que entenderlo también en lo que tuvo de "revolucionario" por sus concepciones antropológicas, sociales, jurídicas y éticas, por su nueva conciencia y valoración del ser humano. En aquella época, por ejemplo, hubiera sido impensable hablar de lo que hoy llamamos "derechos humanos"; y sin embargo el Cristianismo fue -entre otras muchas cosas- la primera formulación doctrinal de esos derechos y valores humanos, hecha desde la religión, no desde la filosofía moral, porque la mentalidad de la época era básicamente religiosa (y la religión lo ataba y lo aglutinaba todo: ciencia, filosofía, política, ciencia jurídica, psicología y psicoterapia, ideología, moral, etc).

Dentro del propio cristianismo de los primeros tiempos son claramente visibles dos tendencias fundamentales,representadas respectivamente por Pablo de Tarso y por Juan el Evangelista (sea o no éste último el discípulo de Jesús o más bien un "discípulo del discípulo de Jesús", como parece lo más probable). El cristianismo paulino es básicamente místico e ideológico (con base filosófica propia); el cristianismo joanista (bien reflejado en su propio evangelio, en sus epístolas o cartas pastorales y asimismo en el críptico y alegórico libro del "Apocalipsis" o "Revelación") es sobre todo místico y moral, e insiste especialmente en la dicotomía premio/castigo, bien y mal, buenos y malos. Ambas corrientes cristianas, que no llegan en ningún momento a ser contradictorias (quizá porque lo ideológico no es más que un refinamiento conceptual y sistematizado de lo moral), pueden explicarse tanto por la propia personalidad de estos dos hombres como por la particular formación religiosa e intelectual de cada uno de ellos.

En realidad, este cristianismo originario era el resultado de dos líneas de pensamiento religioso que tenían sus antecedentes mucho más atrás, y no sólo en el judaísmo tradicional, sino también en el judaísmo post-babilónico, ésto es, en el judaísmo influido por la religión mazdeísta persa. He aquí lo que podría ser un esquema (provisional) de este proceso:

Líneas de pensamiento religioso

Pablo de Tarso transformó esa ética cristiana originaria en ideología cristiana, en cristianismo (recordemos que todos los -ismos son ideologías, y el cristian-ismo no es una excepción, aunque el término resulte un tanto anacrónico para esa primera época); la enseñanza ética cristiana, en efecto, comenzó pronto a ser reinterpretada conceptualmente por el propio Pablo, y con ello desvirtuada de forma ideológico-moral; pero también pudo ser difundida y dada a conocer (pues era inevitable que una cosa se consiguiera a costa de la otra). La actividad desplegada por este hombre excepcional sirvió también para modernizar y flexibilizar esta religión, expandiéndola y separándola definitivamente de una inicial tendencia judaizante; sin él, el cristianismo hubiera sido una secta judía más; con él, se convirtió en religión universal.

Había seguramente otras tendencias en la Iglesia cristiana originaria, pero todas terminaban por confluir en el cristianismo "ideológico" o místico-ideológico de Paulo o en el cristianismo "moral" o místico-moral de Juan. Así, por ejemplo, los otros dos máximos representantes de esta Iglesia primitiva eran los apóstoles Pedro y Santiago (=Jacobo) el Menor; el primero, con dos epístolas pastorales de dudosa atribución o en todo caso muy interpoladas, representa un cristianismo (o judeocristianismo) místico-ético, una ética pasiva, al modo esenio; el segundo (con una supuesta carta pastoral dirigida a los judíos cristianizados de la Diáspora, posiblemente algo interpolada) representa también un judeocristianismo místico-ético, pero activo, e incluso un tanto "revolucionario" (él mismo define la ética evangélica como "la Ley de la libertad"). En realidad, las únicas epístolas cuya autenticidad y autoría parecen indudables son algunas partes de la primera de Pedro y, en general, casi todas las de Pablo. Pero la de Jacobo (Santiago), muy inspirada doctrinalmente y temáticamente en la de Pedro y en las paulinas, pudiera ser obra probablemente de algún presbítero del mismo nombre (que la tradición eclesiástica posterior se empeñó en identificar con el famoso apóstol hermano o pariente de Jesús); con todo, tampoco hay razones de peso para pensar que no sea auténtica, aunque parece bastante interpolada y con cierto desorden o trastocación expositiva. Son claramente apócrifas la II de Pedro y la epístola atribuida a Judas Tadeo, y quizá lo sean también las tres de Juan (acaso un presbítero que era discípulo directo del apóstol y tal vez redactor definitivo del evangelio atribuido a aquél, pero que en todo caso recoge en dicho evangelio testimonios y relatos directos de alguien muy cercano al propio Jesús). En cuanto al Apocalipsis o "Revelación", que es un género literario-profético que cuenta con bastantes antecedentes en la literatura religiosa hebraica, su atribución al apóstol Juan es también muy discutible (en todo caso el nombre de su autor, Juan -en arameo Yehohanán-, era muy frecuente entre los hebreos en aquella época). El cristianismo de esas epístolas joanistas es ante todo místico-moral, en una línea que tuvo continuadores inmediatos (por ejemplo Ignacio de Antioquía, obispo y mártir cuasivoluntario, que había sido discípulo directo del apóstol Juan).

Éstas parecen haber sido las cuatro "columnas" de la Iglesia originaria (Pablo, Juan, Pedro y Santiago); de los otros apóstoles no se conserva ningún escrito que se les pueda atribuir con alguna fiabilidad (la epístola atribuida a Judas Tadeo es con seguridad apócrifa). En cuanto a los otros evangelios ("Mateo" y "Marcos"), éstos representan también un cristianismo místico-ideológico, influido en parte por las epístolas paulinas, mientras que el evangelista Lucas (compañero de Pablo) presenta a su vez una línea doctrinal de carácter ideológico-moral. La tendencia ideológica paulina predominó en este primer momento de expansión del cristianismo, pero a la larga la línea oficial que ha prevalecido ha sido sobre todo la joanista (aunque malentendida, exagerada moralmente, tergiversada y desprovista ya de mística), es decir, la línea más moralizada, la línea "dura" (que en determinados momentos de la historia de la Iglesia se ha visto reforzada por diversos ensayos ideológicos y teológicos -por ejemplo la Escolástica medieval-, pero que en no pocos aspectos ha llegado a ignorar completamente de hecho los propios contenidos éticos del Evangelio).

Así pues, los contenidos "religiosos" del cristianismo originario y sus respectivas procedencias podríamos resumirlos y ejemplificarlos en el siguiente esquema:

Esquema: el cristianismo místico-ideológico

 

En resumen, y aclarando conceptos, la ética sería el autodescubrimiento del Bien y del Mal en uno mismo, en el conocimiento o ignorancia de uno mismo, y el descubrimiento del camino a seguir desde una nueva forma de sensibilidad humana y humanista; la moral, en cambio, ubica el Mal en los "otros", en los "malos", y quiere ser una autodisciplina y norma de conducta válida para todos (en realidad, la moral es siempre una interpretación personal, unilateral y conceptualizada -y por ello necesariamente errónea- de las metáforas éticas universales, válida solamente para determinados individuos o tipos de individuos; está en el origen de todo puritanismo e integrismo); la mística es la vivencia y experiencia personal de lo religioso (y de esa ética universal común); y la ideología, por último, es el intento sistematizado de comprensión y justificación conceptual y conjunta de la Ética, de la Moral y de la Mística (en realidad, la moral, la mística y la ideología no son otra cosa que la interpretación utilitaria, la vivencia personal y la explicación conceptualizada de la Ética, respectivamente).

Y todavía habría que considerar tres elementos o tendencias más: en primer lugar la gnóstica o gnosis (=conocimiento), desarrollada después, y que viene a ser una vía intermedia entre la mística y la ideología, una vía de conocimiento intelectual y metafórico (no conceptual) de esa Ética, basado también en la vivencia, pero que -a diferencia de la vivencia personal e individual, representada por la mística- trata sobre todo de una "vivencia intelectual de lo suprasensible", generalmente compartida o al menos compartible (tal y como se da, p.e., en determinadas experiencias amorosas). El segundo elemento -aunque perteneciente más bien a la forma que al contenido de lo religioso- es el ritual, ésto es, la experiencia litúrgica y ritualizada de lo religioso, que constituye el complemento de lo moral y representa una "experiencia" que intenta despersonalizarse a través del rito colectivo (en realidad, el ritual no es más que una terapia religioso-psicológico-moral para reforzar los contenidos morales, más bien que los éticos, y muy apropiada para quien no puede ni sabe ni quiere profundizar y trascender la propia superficialidad de lo moral; con todo, y dado su carácter de elemento psico-actuante de participación colectiva, es el aspecto predominante y casi imprescindible en todas las religiones, incluido por supuesto el cristianismo). El tercer elemento es la ascética, entendida como "vía hacia la mística desde la autodisciplina exagerada de lo moral y de lo ritual"; esta tendencia (originada en el puritanismo moral) llegó a ser también predominante en los siglos posteriores y muy favorecida por la doctrina eclesial posterior (aunque sólo practicada por una parte minoritaria del clero), pero no tiene en realidad orígenes estrictamente evangélicos (no obstante sus antecedentes esenios).

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Con Pablo de Tarso nuevas "iglesias" o comunidades cristianas se extendieron rápidamente por diversas ciudades del Asia Menor y de Europa (Éfeso, Tesalónica, Corinto, Roma...). Pero la mayor oposición a los cristianos provenía del propio seno del judaísmo, de las propias "sinagogas". La primera noticia (histórico-retrospectiva) de fuentes romanas sobre el cristianismo procede del historiador Suetonio, que alude indirectamente a estos enfrentamientos cuando menciona la expulsión de Roma de la comunidad judía en tiempos del emperador Claudio ("porque promovían alborotos por inspiración de un tal Chresto"). Esta violenta oposición de los judíos hacia los cristianos fue una constante en todos los viajes evangélicos de San Pablo.

En la capital del imperio, bajo el reinado de Nerón, los cristianos sufrieron la primera persecución local por las autoridades romanas. Las causas son oscuras. Al parecer, tras un incendio fortuito que destruyó gran parte de la ciudad de Roma y que se había iniciado seguramente en el antiguo barrio comercial judío, algunos oscuros personajes del entorno del emperador, para calmar los excitados ánimos de la plebe romana, que empezaba a culpar del incendio al propio Nerón y a su megalomanía urbanística, extendieron el rumor de que los provocadores del fuego habían sido los cristianos, que fueron masivamente encarcelados y ejecutados (en esta primera persecución murieron al parecer las dos principales cabezas de la Iglesia cristiana, Pedro y Pablo, que por entonces se encontraban en Roma). El caso es que a partir de esos sucesos, los cristianos, bien diferenciados ya de los judíos por los romanos, se convirtieron a los ojos de éstos en una "extraña secta" sobre la que circulaban todo tipo de patrañas y rumores acerca de ritos secretos abominables (y seguramente el cristianismo se llevó la fama de los extraños y sangrientos ritos de otras religiones mistéricas coetáneas de origen oriental, por ejemplo el "mitraísmo", una religión de origen persa que habían introducido en Roma los soldados de Pompeyo allá por el siglo I a.C. y que en los dos primeros siglos de nuestra Era tuvo gran aceptación entre los soldados de las legiones). Pero también en el siglo II las persecuciones oficiales contra los cristianos fueron de hecho bastante esporádicas y estuvieron muy localizadas.

El cristianismo seguía extendiéndose y practicándose, ya fuera abiertamente en los tiempos de calma, ya fuera en los hogares o incluso en las catacumbas en los tiempos de persecución. Las persecuciones de los cristianos plantean todavía muchos interrogantes. Independientemente del hecho (superficial y secundario) de que los cristianos, que en lo demás eran completamente sumisos al Estado, no aceptasen el "culto al emperador", o de las presuntas intrigas de algunos influyentes miembros de otras sectas y religiones (incluidos los judíos), las razones de por qué esta religión pacifista y no-política llegó a convertirse en un "problema de Estado" hay que buscarlas por otro lado. Por ejemplo en el hecho de que, al menos desde mediados del siglo II, el cristianismo no era sólo la religión de numerosos esclavos de origen griego u oriental, sino también la de no pocos miembros de la propia aristocracia romana y de bastantes funcionarios imperiales, que la practicaban en secreto y en la intimidad.

La situación de los cristianos empeoró en el reinado de Marco Aurelio (161-180), pero se alivió bastante con su hijo Cómmodo (180-192), al parecer muy influido por su concubina Marcia, que era cristiana. Más adelante hubo emperadores muy tolerantes e incluso filocristianos (Alejandro Severo, 222-235; Filipo el Árabe, 244-249); pero a la muerte de este último, y en medio de la profunda crisis militar y política del siglo III, la situación volvió a empeorar para los cristianos. Por entonces eran ya numerosos los cristianos "infiltrados" en la administración provincial y en el ejército. En el año 303 tuvo lugar, bajo Diocleciano, la más sangrienta persecución. Sería la última. En el año 313 el emperador Constantino proclamaba en el edicto de Milán la libertad religiosa, y no mucho tiempo después el cristianismo se convertía en la religión oficial del Estado romano, en lo que fue el último intento de los emperadores por reestablecer la cohesión y la unidad ideológica del Imperio mediante una religión común y universal.

Paloma de la paz

Con el cese de las persecuciones, el crecimiento de su influencia y finalmente su predominio absoluto, el propio cristianismo evangélico -como suele suceder- se desvirtuó. Las incipientes y articuladas iglesias de los primeros tiempos se habían transformado ya en la Iglesia, en la única depositaria y administradora de la "Verdad" cristiana, de la moral cristiana. La polémica intelectual e ideológica entre los pensadores cristianos y los paganos (siglos II al V) resulta un poco decepcionante y -según algunos- de poco nivel, hasta el punto de que -como dice cierto autor contemporáneo- leyendo las argumentaciones de los escritores cristianos (los llamados Padres de la Iglesia) "dan ganas de convertirse de inmediato al paganismo" (la excepción, la más brillante e interesante excepción desde por lo menos la época de San Pablo, es el filósofo y místico cristiano Agustín de Hipona: San Agustín). Ciertamente hay bastantes pasajes de esa literatura patrística y apologética cristiana (p.e. en Tertuliano o en Minucio Félix, entre otros muchos) que no están exentos de grandes bellezas retóricas y de cierto interés (siempre que se relean reinterpretados desde la ética y sin dejarse llevar por el conceptualismo y el dogmatismo explícito de los propios textos), aunque no hay nada a la altura de los grandes escritores paganos antiguos (exceptuado una vez más San Agustín). Pero lo peor del caso es que en no pocos de estos "padres de la Iglesia" (Tertuliano, Orígenes y otros) se manifiesta ya un incipiente dogmatismo integrista e intolerante que será la nota característica de la Iglesia posterior, cuando ésta pasase de perseguida a perseguidora, y que incluso en su propia época no sirvió más que para exaltar los ánimos e incrementar o endurecer las persecuciones y el número de "mártires" (aunque quizá fue también una de las condiciones necesarias para su propia supervivencia). Por lo demás, resulta injusto menospreciar en bloque toda esa apologética cristiana (a veces de gran rigor y sutilidad retórica) sin conocer los escritos de los autores paganos que polemizaron con ellos (y que no han llegado hasta nosotros).

Tras su definitivo "triunfo", la Iglesia se convirtió en un aparato de poder y se apresuró a elaborar sus ritos, su estructura externa y su fundamento interno: reelaboró dogmas, teologizó ideas, conceptualizó metáforas, santificó, canonizó, cristianizó, excomulgó. Pero, ¿de qué sirven los rituales, los dogmas o la teología, si se olvida lo fundamental del mensaje cristiano: la ética y el humanismo? Todo ello sirvió sin duda para consolidar y perpetuar el propio poder terrenal de la Iglesia, pero hoy -al cabo de los siglos- no son ya más que rituales gastados y conceptos inútiles y vacíos, que además dificultan cualquier intento de comprensión del verdadero mensaje cristiano desde su raíz.

¿Se desgastan las ideas? ¿pierden validez? ¿se transforman inevitablemente? Lo único que se desgastan son los conceptos (filosóficos, ideológicos, religiosos), lo único que permanece son las metáforas (por ejemplo la literatura, e incluso la propia mitología considerada como literatura); pero también los símbolos, cuando pierden su valor metafórico originario, se transforman en conceptos, y los conceptos -con el tiempo y el descrédito- se convierten en palabras tan resonantes como huecas. Éste es el peligro de toda religión con textos sagrados, el peligro de la descontextualización. Acaso la mejor solución en estos casos sería la renovación continua, la actualización permanente de las ideas en conexión íntima con los sentimientos humanos más auténticos y profundos, pero para ello se necesita un espíritu autocrítico y una flexibilidad intelectual de la que la Iglesia como institución ha carecido desde siempre.

En el balance de casi dos milenios, podrá decirse -y es cierto- que la Iglesia ha conservado pese a todo las esencias del cristianismo, que de otro modo se hubieran dispersado tal vez en multitud de "sectas" y "herejías" varias (en realidad fue precisamente la lucha implacable contra las herejías lo que dió a la Iglesia medieval su fortaleza y vitalidad características), y podrá decirse también que la Iglesia -a pesar de todo- ha civilizado el Mundo, ha suavizado las costumbres, ha humanizado al hombre. Pero también es innegable que esa misma Iglesia ha frenado (hasta donde ha podido) el pensamiento libre y la cultura intelectual, ha fomentado indirectamente el fanatismo, la incultura y la ignorancia de las masas, y -lo que es más grave- ha cometido "en el nombre de Dios" numerosos crímenes. Y en cada uno y con cada uno de esos crímenes la Iglesia y sus nuevos "fariseos" han crucificado de nuevo al Cristo.

El Buen Pastor (mosaico romano)
Huída a Egipto (miniatura copta)
San Bernabé (icono)
Jesús y sus discípulos
Esquema: Cronología del cristianismo en el siglo I d.c.

 

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