La pintura barroca europea

LA PINTURA DEL SIGLO XVII: HACIA EL REALISMO "BARROCO"


El término "Barroco" -italiano según unos o portugués según otros-, como designación genérica de determinado periodo, movimiento artístico, estilo, tendencia, moda o "modo de hacer" de las artes plásticas, de las artes escénicas, de la música y de la literatura europeas entre los siglos XVI y XVIII, es también -por supuesto-, como casi toda la terminología periodizadora empleada en la Historia del Arte, tan inexacto e impreciso como incluso impropio en bastantes casos, aunque en lo puramente descriptivo resulte relativamente útil para la mera distinción estética general entre las corrientes artísticas "clasicistas" características del siglo XVI y los nuevos "modos de ver" y del "hacer artístico" desarrollados en las décadas finales de esa centuria y sobre todo a lo largo del siglo XVII (aunque la arquitectura "barroca", por ejemplo, se configura de hecho en pleno siglo XVI y suele conectarse directamente con el estilo "rococó" del XVIII, y determinada escultura "barroca" -en especial la de la imaginería religiosa española- se prolonga durante todo el siglo XVIII y aun después).

La oposición entre la "idealización" clasicista, caída ya en un completo amaneramiento en el propio siglo XVI, y el nuevo y vigoroso "realismo" o "naturalismo" de las artes a finales de ese siglo y sobre todo en el siguiente, que desde luego tuvo mucho más de transición, de asimilación y de cambio gradual de estilos que de oposición propiamente dicha (cambio y relevo generacional incluidos), no es ajena a las características generales del siglo XVII europeo. En Europa fracasa definitivamente la idea imperial de "catolicidad universal " sostenida en los campos de batalla europeos por los dos poderosos monarcas españoles del siglo XVI (Carlos V y Felipe II) y se consolidan en posiciones irreconciliables el movimiento reformista o protestante y el movimiento católico oficial antiprotestante (o reformista propio) de la llamada Contrarreforma (el siglo XVII, entre otras cosas, será el siglo de las más cruentas y terribles "guerras de religión", nunca antes vistas en el continente europeo, de religión como "excusa ideológicopolítica", naturalmente). El otrora poderoso imperio transcontinental español entra en una fase terminal de estancamiento y de decadencia política (que durará prácticamente todo el siglo) y las antiguas posesiones españolas en los Países Bajos septentrionales, independizadas políticamente del dominio hispánico (y asimismo del dominio religioso católico), buscan sus propios caminos nacionales en un pujante imperio comercial propio. A diferencia de las centurias inmediatamente anteriores y posteriores, los intentos de predominio y hegemonía política no corresponderán casi en exclusiva a una sola potencia europea, sino a varias, en medio de alianzas y equilibrios de poder repartidos entre varias naciones predominantes y enfrentadas entre sí (Francia y España principalmente, con sus respectivas influencias y alianzas con los príncipados alemanes protestantes o los católicos ligados a la Casa austríaca de los Habsburgo, los atomizados Estados italianos, la replegada Inglaterra y las nuevas potencias emergentes en el Norte y en el Este, como los Países Bajos, Suecia o incluso Polonia y Rusia). El siglo XVII será además el siglo del "racionalismo" filosófico y el del nacimiento de la ciencia moderna.

En las artes plásticas europeas la pintura tendrá en el siglo XVII su propio protagonismo, por encima de la arquitectura, que en ese siglo redefine y amplía los modelos ensayados en el siglo anterior (ahora con grandes plazas, con grandes cúpulas) pero haciendo aun más "recargada", "sobrecargada" y "excesiva" la decoración de los edificios y palacios (modelos barroquizantes, como se les llamó, pues de la arquitectura proviene precisamente el término), y sobresale por encima también de la propia escultura, que -aunque importante- tendrá mucha menos representatividad en el arte europeo, debido en parte al rechazo expreso de las imágenes en los países de religión reformista. Con todo, la escultura consigue cotas de sorprendente realismo plástico, entre otros con el escultor italiano Bernini (también arquitecto y pintor), y continúan haciéndose retratos de busto para los miembros de la realeza y de la alta aristocracia (también al gusto clásico pero con cierto rebuscado "barroquismo" de detalle). En España la escultura se circunscribe sobre todo a la imaginería religiosa en madera policromada, como continuación y perfeccionamiento de la rica imaginería tradicional anterior. Pero la imaginería española barroca, especialmente la de la escuela castellana, quiere ir en su naturalismo más allá también de la imaginería precedente, y no se recata -por ejemplo- de exhibir el "cadáver" de Cristo en toda su crudeza (Cristos muertos, con heridas resecas y muertas también, tallados en madera, a veces con cabellos naturales y ojos y lágrimas de cristal, y barnizados y cromatizados en lubricados y acerados colores). Incluso la representación de un cuerpo muerto puede ser estética, y la imaginería religiosa española, dentro de un espíritu de devoción popular muy favorecido por la propia Iglesia de la Contrarreforma, hace "bello e inquietante de ver y de contemplar" lo que hasta entonces era difícil de ver en la escultura (al menos en la tradicional escultura religiosa policromada, cuyos cristos yacentes eran todavía demasiado estilizados para ser otra cosa que una bella metáfora plástica de la realidad; y lo mismo los de mármol blanco, distante, idealizado, frío y aséptico de la gran escultura renacentista). En la imaginería barroca, en cambio, precisamente por su mayor realismo, el cuerpo se ve más "conceptualizado" en la medida en que se ve también mucho más real. Se ha dicho que un esqueleto, o una calavera, motivos "clasicistas" por excelencia, incitan sobre todo a la serenidad, mientras que la contemplación de un cadáver incita más bien a la renuncia, a la visión ascética de esa realidad.

Ésta será también una de las características definitorias de la pintura del XVII, que no retrocede a la hora de mostrar los aspectos más crudos, más desagradables, más tenebrosos y más "antiestéticos" de la realidad, sino que se recrea en ellos y a veces los exhibe con morbosa fruición. Porque la pintura de ese siglo es ante todo -o pretende serlo dentro de su particular "modo de ver"- pintura realista, pintura que -en principio- no excluye absolutamente nada como "feo", "antiestético" o "de mal gusto" (dentro, claro está, de los propios límites de la moral y de la mentalidad general de la época y -en definitiva- de su propio "gusto"). A diferencia de la escultura en mármol o de la arquitectura, más aristocráticas y más ligadas al poder político, la pintura de este siglo va a ser también un arte más burgués, sobre todo en las repúblicas burguesas de los Países Bajos.

El siglo XVII trae también cambios cualitativos en el mercado y en la producción del arte pictórico, que afectan tanto a la temática misma de las obras como al estátus profesional de los artistas y al propio movimiento económico del arte. Todavía se dan algunos grandes artistas integrales y polifacéticos del tipo renacentista de Leonardo, Rafael o Miguel Ángel (el siglo XVII dará en Italia un Bernini, o en España un Alonso Cano); pero -en general- el pintor es casi siempre tan sólo pintor, y poco más. Como artista no es independiente en absoluto: ni en su formación (que continúa pasando por su integración inicial como "aprendiz" y luego acaso como "oficial" en el taller gremial de algún "maestro" de prestigio y reputación reconocidos), ni en su clientela, ni en muchos casos en la propia y libre elección de sus temas (que dependen sobre todo del propio gusto y directrices de sus clientes). Los pintores, sobre todo para los encargos de obras decorativas de grandes dimensiones (las más rentables), o para su propia promoción profesional, siguen dependiendo (especialmente en España y en Italia) del mecenazgo de poderosos personajes de la nobleza y del clero, y ocasionalmente de la Corte de los reyes y de los círculos aristocráticos del poder; pero en los países del norte de Europa continúa y aun se incrementa ese tipo particular de clientela que en los siglos precedentes había sido tan rentable para los pintores noreuropeos: la acomodada burguesía comercial, entre cuyos miembros era ya una "moda" encargar retratos propios o temas de género a los pintores más reputados de su propia ciudad, pertenecientes a su misma clase social. En los Países Bajos septentrionales (por razones religiosas obvias) no se dará una pintura religiosa propia, pero proliferarán los retratos y la llamada "pintura de género"(con temas costumbristas variados que dejarán bastante libertad creativa al artista).

En España, en cambio, sin una "clase media burguesa" digna de ese nombre, ese tipo de demanda era prácticamente inexistente, y los pintores dependían principalmente de los encargos de pintura religiosa por parte de las órdenes clericales que regentaban conventos e iglesias o de encargos puntuales o devocionales de las corporaciones o de particulares (más restringidos) y ocasionalmente de los círculos cortesanos del poder y en especial de la propia Corte, que requería pintura decorativa de tema histórico, retratístico o mitológico (la aristocracia española, de suyo bastante inculta, por lo general no hacía gran aprecio del arte pictórico, y cuando lo hacía prefería el "esnobismo" de recurrir antes a artistas extranjeros de cierto renombre que a los propios pintores autóctonos).Y por si fuera poco, el arte de la pintura no gozaba de la consideración de un "arte liberal" y el pintor era considerado -a todos los efectos de su prestigio y promoción social- como un "artesano", salvo las excepciones de algunos encumbrados pintores de la Corte (pero incluso al propio Velázquez se le llama en alguno de los inventarios palaciales "el criado que pinta", a pesar de su gran familiaridad con el rey Felipe IV). Todo ello condicionó grandemente el hacer de los pintores del llamado "Siglo de Oro español", pues los grandes maestros que llegaron a sobresalir y a hacerse un nombre entre centenares de pintores de probada calidad y valía debieron su éxito no tan sólo a sus capacidades artísticas sino muy especialmente también a su propia capacidad de plegarse a los gustos y deseos de tan exigentes como a menudo incultos clientes (órdenes religiosas, alto clero, reyes y aristocracia cortesana) y a sus buenos contactos y relaciones personales o familiares que les permitieron introducirse y ascender en la Corte madrileña (caso del propio Velázquez). Porque lo cierto es que esa dependencia hacia los clientes de gran poder adquisitivo (clero, nobleza, Corte real) determinaba no sólo la elección por éstos de los propios temas de las obras de encargo, sino a veces incluso la forma de ejecución de las mismas, lo que dejaba al artista poca libertad de acción en muchos casos. Si un poderoso cliente, por ejemplo, representante de una no menos poderosa orden religiosa, contrataba con un artista la producción de una serie de obras pictóricas para decorar las paredes de tal convento o iglesia, y le indicaba al pintor que quería a determinados personajes retratados de una determinada manera (por extraña o antojadiza que fuese), poco podía hacer el pintor salvo plegarse completamente a los extravagantes deseos y caprichos de ese cliente si quería cobrar la importante suma concertada, y lo cierto es que ni siquiera los grandes maestros consagrados tenían verdadera libertad para prescindir de determinados encargos o rechazar a determinados clientes, poderosos en dinero tanto como en relaciones o influencias que les podían abrir o cerrar otras puertas definitivamente.

La Inmaculada (pintura de Zurbarán)

          Fig.3 - Inmaculada (por Zurbarán)


Es difícil saber qué pintura habrían hecho un Zurbarán, un Veláquez o un Murillo de haber vivido en Flandes o en Holanda, con otra libertad artística, otras clientelas y otros gustos que dejaban en todo caso más decisión creativa al propio artista. Es cierto que, en el caso de los citados, su propio renombre les permitía de vez en cuando cultivar la pintura de género, pero resulta dudoso que incluso en esas incursiones ocasionales en temas de su propio gusto los propios artistas no estuvieran ya un tanto "quemados" e incluso mermados en sus facultades creativas debido a tantos serviles trabajos de encargo. Así, las grandes y alabadas composiciones de género de un Velázquez (del tipo "las Meninas", "las Hilanderas", etc) pueden parecer en cierto modo afectadamente teatrales, salvándose poca cosa de entre esas "excursiones" pictóricas del artista (por ejemplo algún autorretrato como el de la fig. 1, que no dice absolutamente nada de la psicología del pintor y a la vez lo dice casi todo, pues en él el artista se retrata y se ve como quiere verse, en manifiesto contraste con el modo en que le vieron otros colegas suyos que le retrataron). Del mismo modo pueden parecer intrascendentes los retratos de golfillos de la calle hechos por Murillo, salvo como reflejo de la voluntad y conciencia del pintor de ser algo así como el "fotógrafo" y retratista de la realidad real de los tipos populares, sobradamente "retratados" ya por la rica literatura de la época, algo a lo que en cierto modo aspiraban casi todos los pintores barrocos, tanto españoles como extranjeros; con todo, el mejor Murillo sólo sale a veces en alguno que otro de sus almibarados y amanierados cuadros de Vírgenes a los que debió su reputación, su fama y en definitiva su éxito (fig.2). Y lo mismo en el caso de Zurbarán (fig.3), del que, entre tantísimo encargo religioso irrechazable y más o menos grandilocuente, parece que su mayor aficción era experimentar -junto con su hijo mayor- efectos de luz y de textura pictórica de materiales inertes en modestos "bodegones" de cacharros de loza.

España (entonces como ahora y como siempre) era un país en el que se ascendía más rápidamente mediante el "servilismo", el "trepismo" y las influencias o clientelismos particulares que por méritos propios. Lo cual nos lleva irremediablemente a pensar también si acaso toda "la gran pintura" (o mejor dicho "los grandes pintores" de ese Siglo de Oro español) no eran en realidad tan "grandes" o no estarán quizá hipervalorizados en exceso, por lo menos en comparación con otros pintores de la época mucho más secundarios y mucho menos conocidos y mitificados, pero de probado e indiscutible talento en muchos casos. La cosa es que, ante algunas grandes obras pictóricas de temática religiosa, histórica o mitológica, nunca podemos estar seguros de qué es lo que pertenece a la elección del propio pintor y qué a la elección de su cliente o a la intención del pintor por adivinar y complacer las preferencias de ese cliente, aunque en muchos casos (por ejemplo en la pintura religiosa) sepamos que los modelos y tipologías iconográficas ya venían más o menos impuestas por directrices eclesiales generales que desde el principio instrumentalizaron este tipo de pintura (sobre todo en España y en Italia) para los propios fines ideológicos de la Contrarreforma, y aunque nos conste también que en general a los pintores se les dejaba mayor libertad de creación y de interpretación de los temas religiosos en Italia que en España, quizá también porque el respeto a los artistas era tradicionalmente mucho mayor allí que aquí. Pero lo cierto es que en la gran pintura religiosa española del siglo XVII hay un "gusto" más bien amanerado, e incluso morbosamente amanerado, que propiamente "barroco", y desde luego más atribuible a los gustos de la clientela que al de los propios artistas, aunque incluso éstos últimos terminasen inevitablemente por contagiarse también de ese "amaneramiento" de tanto trabajar sobre concepciones forzosamente amaneradas (todo ello suponiendo que la pintura "barroca" no sea en realidad también, en general y en sí misma, algo así como un "amaneramiento del contenido", más que de la forma, y en todo caso una especie de "rebuscado manierismo conceptual de lo real").

Tres eran los principales "focos"(más que "escuelas") del arte pictórico español en ese siglo XVII: Madrid ("la Corte", con todas sus oportunidades para triunfar o para fracasar), Valencia (el gran puerto del Mediterráneo directamente conectado con Italia) y Sevilla (la puerta de salida hacia el gran mercado americano hispano, en principio también con una clientela muy similar a la peninsular y no menos caprichosa y "esnobista"). Y por esas tres capitales llegaba también a España todo cuanto en materia de innovación pictórica se producía fuera de sus fronteras, tanto en el norte de Europa como sobre todo en la suave Italia, crisol tradicional de todas las grandes innovaciones del arte pictórico. Los frescos sólo podían verse, admirarse y estudiarse in situ; pero los cuadros viajaban con profusión y podían ser conocidos y estudiados por los pintores españoles en colecciones privadas de los nobles, del clero o de la Corte.Y como, por lo demás, tampoco los pintores se caracterizaban por una gran cultura, la fluidez con que esas obras corrían por Europa hacía innecesario que los artistas españoles viajaran demasiado (de hecho, para un pintor sevillano p.e., el marcharse de Sevilla para instalarse en Madrid era ya toda una aventura, al tener que cambiar unas clientelas y relaciones ya hechas por otras nuevas, inciertas y todavía por hacer, a menos que las amistades y relaciones previas facilitasen el camino y abreviasen los pasos). Otros, como José de Ribera, se arriesgaron un poco y se afincaron en la Italia española, en la corte de Nápoles gobernada por un virrey bajo soberanía hispánica (al parecer le fue bastante bien por allí, tanto que creó escuela propia y no volvió nunca más a España, a pesar de las muchas insistencias con que le reclamaban, pues de sobra conocía lo que costaba en España hacerse un nombre o lo fácilmente que se perdía en su país de origen una reputación por envidias, maledicencias o modas pasajeras ).

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En Italia, el mundo artístico fluía por derroteros bastante similares en lo que se refiere al mercado del arte pictórico y a sus clientelas (a las que, además del poderoso clero, se sumaban en todo caso unas aristocracias y una gran burguesía más cultas y de gustos mucho más exquisitos); pero era una sociedad mucho más dinámica que la española y en la que un artista emprendedor podía labrarse su propio camino de ciudad en ciudad por méritos propios y por alguna oportuna buena relación o "apadrinamiento". Y en Italia precisamente, en las décadas finales del siglo XVI, surge un verdadero innovador, un pintor que revolucionará los estilos y caminos pictóricos del siglo XVII de una manera tan profunda como lo habían hecho un siglo atrás las grandes figuras del Renacimiento itálico. En lo personal, parece ser que era -como casi todos los grandes artistas- bastante intratable, además de pendenciero y escandaloso, y en todo caso más bien "genialoide" que "genial". Se llamaba -y le llamaban- Michelangelo Merisi da Caravaggio.

La Crucifixión (pintura de Tintoretto)

  Fig.4 - Crucifixión (por Tintoretto)


La gran novedad que Caravaggio aporta a la pintura de su época es una radical innovación en el tratamiento pictórico de la iluminación de un cuadro mediante violentos contrastes entre luces y sombras. No era ya simplemente una especial maestría en la técnica del "claroscuro" (conocido y moderadamente empleado por los pintores para el modelado de las figuras desde varios siglos atrás), sino una utilización especial de los efectos de luz y de sombra en la iluminación de un cuadro, prescindiendo de las artificiales y antinaturales iluminaciones coloristas al uso y utilizando exclusivamente el propio contraste natural entre luz y sombras. En los ejemplos más radicales de este tipo de pintura las figuras parecen surgir de las tinieblas del cuadro para verse iluminadas, súbita y parcialmente, desde algún foco de luz externa o interna, con lo que al mismo tiempo se evoca de paso la temporalidad y fugacidad misma de ese instante, representado tal y como lo vería el ojo humano en la realidad, pero con la diferencia de que en la realidad ese efecto óptico no llamaría tanto la atención como lo hace en un cuadro (precisamente por éso estamos ante un tipo de pintura que nos fuerza a contemplar aspectos de la realidad que habitualmente nos pasan bastante desapercibidos, ante una pintura a la que -más que a ninguna otra inmediatamente anterior- conviene perfectamente el término de "pintura realista"). Es cierto que el "caravaggismo" estaba ya inventado en cierto modo por la pintura anterior (hay, por ejemplo, varios cuadros de Rafael con interesantes juegos de sombra y luz, y hasta algún que otro cuadro -p.e. una famosa "Crucifixión" de Tintoretto, fig.4- al que le viene bien la etiqueta de "tenebrista"); pero en todos esos casos se trata de ejemplos bastante casuales y bastante aislados, sin el carácter cuantitativo, estudiado y sistemático de la pintura propiamente caravaggiana.

Caravaggio llegó a Roma desde su Lombardía natal en los comienzos de su carrera, a una Roma que era por entonces la "capital de los Papas" y del Estado más influyente en la península itálica y en el mundo católico, y a la vez la capital de los "escándalos" y de la ebullición artística italiana.Y casi desde el principio tuvo detractores y protectores en el seno mismo de la Iglesia romana. Llegó, vió, "escandalizó" y triunfó (aunque no tanto al principio por esta innovación pictórica radical sino por todas las circunstancias escandalosas que acompañaban a sus cuadros de encargo). La Iglesia de la Contrarreforma alentaba la tendencia a retratar a los personajes evangélicos y a los santos de forma menos rígida, solemne o hierática que en la pintura precedente, a fin de hacerlos más asequibles a las clases populares, de fomentar su devoción y religiosidad y de contrarrestar las opiniones protestantes sobre el supuesto distanciamiento que se daba entre el pueblo y la jerarquizada y materialista religión católica. Pero algunos artistas se excedían ampliamente en esta licencia (Caravaggio llegó a utilizar como modelo de alguna de sus vírgenes y santas a conocidas prostitutas de la ciudad, o escogía para sus "santos" masculinos a personajes reales de lo más pintoresco o de lo menos recomendable, incluido alguno de los muchachitos que tuvo como amantes). Sus tratamientos de las composiciones de encargo sorprendían a todos, y a menudo los prelados rechazaban las obras encargadas debido a lo que consideraban un tratamiento inadecuado del tema. Pero al mismo tiempo su innovadora pintura despertaba pasiones entre los jóvenes aprendices de pintores. Cada nuevo cuadro era un nuevo escándalo, y pronto los romanos se decantaron en dos bandos de opinión: caravaggistas y anticaravaggistas. Finalmente tuvo que huir de Roma por una acusación de homicidio y marchó a Nápoles. Moriría en 1610, víctima de sus excesos o de unas fiebres, a los treinta y nueve años de edad. En el año de su muerte, los grandes pintores del Barroco español (Velázquez, Zurbarán, Alonso Cano) eran apenas unos mozalbetes de entre diez y doce años (ninguno de ellos podría sustraerse tampoco a las inevitables influencias de la "revolución caravaggiana" en su propia pintura, pues el "caravaggismo" o "tenebrismo" llegó a ser casi una asignatura académica en la formación de todos los pintores del Barroco pleno, que unos asimilaron o practicaron con más ganas o maestría y otros no tanto, pero que nadie pudo obviar en lo sucesivo). Y es que Caravaggio había "dejado a oscuras" por así decirlo a toda la pintura europea.

David y Goliat (cuadro de Caravaggio)

  Fig.5 - David y Goliat (por Caravaggio)


Esta "pintura de penumbra de sótano", como se la ha llamado, o este "tenebrismo", como se llama tambien a los ejemplos más radicales de este pintor y sobre todo a los de sus continuadores, que fueron numerosos en toda la pintura europea del siglo XVII, significó sin duda un "antes" y un "después" en el camino del arte pictórico hacia el realismo naturalista, pero seguramente resulta excesivo también el considerar el "caravaggismo" como un periodo de transición entre el manierismo de finales del XVI y el Barroco pleno del XVII. Porque en realidad el propio Caravaggio es a la vez manierista en su estética (amanerada, afectada y "antinatural", con personajes de rostros a menudo histriónicos e incluso algo "acartonados") pero también "barroco" (=realista), por lo menos en su intención y en su técnica, y de hecho su "tenebrismo" es también en cierto modo su "maniera de videre la realitá". Es además, sobre todo, un pintor de "gestos" (como lo son casi todos los grandes pintores del Barroco pleno), porque aunque en sus personajes predominan las gesticulaciones, muecas y rictus histriónicos del tipo manierista anterior (ajenos a la generalizada inexpresividad y solemnidad clasicista de los rostros tanto en la pintura propiamente renacentista como en la gótica precedente), encontramos también en determinados cuadros suyos algunos de los "mohínes" y gestos más curiosos y sutiles que anticipan la pintura plenamente barroca. Por ejemplo en el "David con la cabeza de Goliat" (fig.5), donde se contraponen el rictus de la cabeza del gigante muerto y un gesto suave, ingenuo, espontáneo pero indefinible, en el rostro del muchacho (que en realidad parece bastante ajeno a la escena misma, pues sin duda es tan sólo el propio gesto de pose del modelo del artista, pero que en todo caso le proporciona a la escena un llamativo y estético interés, precisamente por su propia incongruencia, pues no parece en absoluto el gesto de quien acaba de consumar la hazaña de matar a un peligroso enemigo).

Judith y Holofernes (pintura de Caravaggio)

  Fig.6 - Judith y Holofernes (por Caravaggio)


Algo parecido le ocurre al rostro de la "Judith dando muerte a Holofernes" (fig.6), sorprendida por el pintor en un delicioso mohín femenino, muy natural, pero que resulta llamativo también por su incongruencia, pues podría ser el gesto de una joven que manifiesta cierta repugnancia sobre lo que está haciendo, pero en todo caso es más verosímil como el gesto de una joven y novata cocinera que le "hace ascos" a limpiar las tripas a un pescado o cortarle la cabeza a un pollo muerto que como el gesto de una heroína judía en el momento de degollar en el lecho y por su propia mano al general asirio enemigo que la tenía como concubina forzada. Son estos "ensayos" de gestos, o gestos fallidos, lo que le acercan al barroco y le distancian del manierismo precedente, del que sin embargo no consigue desligarse.

Santa Catalina de Alejandría (pintura de Caravaggio)

  Fig.7 - Santa Catalina de Alejandría (por Caravaggio)


En su "Santa Catalina de Alejandría" (fig.7) el pintor consigue también otro gesto natural -una mirada más bien- de su modelo (una conocida "amiga" del pintor que aparece retratada también en algún otro cuadro), y esa mirada constituye en definitiva toda la esencia de este retrato, que tanto podría ser el de una santa como el de una mujer de la calle, pero que es en todo caso un gesto real.

La negación de Pedro (pintura de Caravaggio)

  Fig.8 - La negación de Pedro (por Caravaggio)


Otro ejemplo, magistral sobre todo como lección de "tenebrismo", es el cuadro conocido como "La negación del apóstol Pedro" (fig.8), que recrea una conocida escena evangélica desarrollada también de noche, en el patio de la casa del Pontífice y a la luz de alguna hoguera en que los criados se calentaban. Una mujer señala a Pedro, al que cree recordar como a uno de los acompañantes del "Nazareno", y él lo niega vehementemente una y otra vez hasta que le dejan en paz, aunque su acento galileo le delataba. En el cuadro, profundamente tenebrista, la iluminación es mínima, cayendo sobre todo sobre la parte delantera de la figura de Pedro y sobre su rostro, y más resplandeciente sobre los ojos y la toca blanca de la mujer "chivata", resbalando sobre la armadura metálica del tercer personaje, un soldado presente en la escena, que queda prácticamente en penumbra. Un expresivo "juego" de dedos índices señaladores contribuye a definir narrativamente la escena: la mujer señala a Pedro, mirando al soldado; el soldado a su vez señala e inquiere a Pedro, y éste último se señala a sí mismo con sus dos índices en el inequívoco gesto reflejo de quien se exculpa y disimula diciendo: "¿quién?¿yo?". Y otro ejemplo "tenebrista" más, entre otros muchos, es el cuadro de la Virgen y el Niño pisando juntamente la cabeza de la serpiente; el niño Jesús, representado con unos cuatro o cinco años y completamente desnudo, está literalmente bañado por la luz y se convierte en el protagonista absoluto de la escena, a pesar de que es la madre la que le sostiene y la que hace un papel más activo, a diferencia de la abuela (Santa Ana), que se limita a contemplar la escena (fig.9).

La Virgen, el Niño y Santa Ana (pintura de Caravaggio)

  Fig.9 - La Virgen, el Niño y Santa Ana (por Caravaggio)


Caravaggio tuvo muchísimos imitadores y seguidores en la propia Italia, aunque finalmente se quedaron en apenas algunas docenas de pintores con cierta continuidad e interés. Y tuvo asimismo imitadores directos en numerosos pintores extranjeros (p.e. los llamados "caravaggistas de Utrecht"). Algunos, como el francés Georges Latour, continuaron el estilo "tenebrista" con ciertos experimentos pictóricos interesantes (p.e. situando el foco originario de la luz dentro del propio cuadro, generalmente algún farol o vela encendida en una estancia oscura), como en el "San Sebastián curado de sus heridas por Santa Irene" (fig.10) y sobre todo en el "San José carpintero" (fig.11), donde el niño Jesús alumbra el trabajo nocturno de su padre a la luz de una vela y se constituye en el principal protagonista del cuadro gracias a la luz que ilumina plenamente su rostro de perfil (uno de los rostros y gestos, por cierto, más naturales y espontáneos del Jesús niño en toda la historia de la pintura, aunque parece ser que en este caso el modelo era una niña real de entre siete y nueve años, no un niño). Incluso pintores como el holandés Rubens, que había tenido ocasión de conocer directamente las obras caravaggianas en su viaje a Italia, no se resiste tampoco a algún que otro "experimento tenebrista", como el del cuadro "La abuela y el nieto".

San Sebastián (cuadro de George de La Tour)

  Fig.10 - San Sebastián (por G. Latour)


Pero, en general, el caravaggismo fue aprendido indirectamente por los pintores barrocos a través de las obras de otros pintores de la generación anterior a ellos mismos (en España fueron decisivos los numerosos cuadros de José de Ribera, "el Españoleto", afincado en Nápoles, que este pintor -cultivador de un "tenebrismo" sui géneris- enviaba a la península con bastante frecuencia). Bastaron muy pocos años, apenas el primer par de décadas del siglo XVII, para que la "técnica" caravaggista (más que el estilo propiamente tenebrista) cundiese y fuese asimilada por todos los principales pintores barrocos como una técnica más en la iluminación interna de un cuadro, una técnica que se hizo ya tan imprescindible para la pintura barroca como lo había sido la perspectiva, el claroscuro o la anatomía y proporciones del cuerpo humano desde épocas anteriores en el bagaje técnico de los pintores. Incluso el "tenebrismo puro" ilumina también -ocasionalmente- algún que otro cuadro de los maestros del barroco pleno: p.e. en "La guardia nocturna" del holandés Rembrandt o en la escenografía de "Las Meninas" del español Velázquez, mostrando en penumbras la trastienda o backstage de la Corte y de la familia real. Pero lo principal es que la técnica caravaggista fue asimilada con rapidez y empleada con profusión por los pintores posteriores como un recurso pictórico más, imprescindible en las "escenas nocturnas" y útil también en escenas de contrastes luminosos menos violentos pero en todo caso con pretensiones naturalistas en el tratamiento de los efectos de la luz (incluidos géneros menores como el retrato).

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Y hablando de retratos, en el "Museo Cerralbo" de Madrid hay un cuadrito (fig.12) de poco menos de medio metro de altura, óleo sobre lienzo, de aspecto poco llamativo a simple vista, pero que mirado detenidamente resulta ser (o a nosotros al menos así nos lo parece) una pequeña obra maestra, muy representativa de todo lo que podía dar de sí la aplicación (moderada y sin exageraciones) de ese "caravaggismo" típico, aplicado estrictamente en este caso al retrato puro (más allá de las grandes composiciones y de los artificiosos juegos de luces y sombras en que solían recrearse los pintores seguidores de ese innovador estilo que ilumina todo el Barroco europeo). Se trata de un retrato de busto (dos "cabezas" de altura en total), a proporción "natural", ligeramente ladeado hacia su izquierda. Representa a un muchachito de edad indefinible, entre 8 y 12 años (en todo caso en la última fase de la prepubertad), de cabello corto rubio rojizo o quizá castaño claro (en ésto la luz engaña deliberadamente), ojos de iris verdoso o pardo, cabeza bien proporcionada y mirada bastante ingenua. Viste un jubón negro o parduzco, quizá algo gastado o grasiento, que apenas destaca del fondo negro del cuadro, y una camisa valona blanca, de cuello amplio y almidonado, una de cuyas grandes alas o picos se ha quedado metida por debajo del jubón, mientras que la otra, a la izquierda del espectador, queda por fuera y sobre el hombro derecho del chico, con las puntas levantadas, lo que contribuye a configurar cierto efecto de profundidad y de definición de la cabeza del modelo (sin ese ala sobresaliente y llamativa de la valona hubiera parecido casi una cabeza sin cuerpo sobre un jubón poco distinguible, y de haber llevado ambos vuelos por fuera hubiera dado casi la impresión a primera vista de una cabeza con dos pequeñas "alas", a modo de querubín o angelito de iglesia, todo lo cual se evita con ese ocurrente recurso de dejar por fuera una de las dos grandes piezas del cuello de la valona y dejar la otra dentro del jubón, como si fuera por un descuido casual del chico a la hora de vestirse).

Todos estos detalles, y la luz que ilumina el rostro desde corta distancia procedente de un foco desconocido situado frente al muchacho, consiguen que toda la atención del espectador se centre en ese rostro serio pero ingenuo, de gesto completamente espontáneo y natural (los retratos de niños en la mayor parte de la pintura barroca europea suelen ser por lo general bastante convencionales y estereotipados y tienen muy poco de "espontáneos", pues en la mayoría de los casos suelen ser recreaciones del propio pintor sobre gestos y expresiones faciales arquetípicamente infantiles; incluso los habituales "niños de la calle" pintados por Murillo parecen también arquetipizaciones recreadas a posteriori por el artista, no estrictamente modelos de pose de niños reales, aunque hay notables excepciones en algunos de los niños casuales de Velázquez, p.e. el del chico que acompaña a la "vieja friendo huevos", que parece sacado de un posado previo de un muchacho real, o el joven "patizambo" y risueño retratado por José de Ribera). Este niño "caravaggiano" es también un niño real, un retrato real de un niño concreto que posó al natural para el artista en una o varias sesiones. Eso es también lo que hace un tanto singular a este retrato entre todos los retratos barrocos de niños, infantes, príncipes y pilluelos de la calle.

Poco se sabe en concreto sobre la autoría de esta insólita pintura (en inventarios antiguos del propio Museo parece ser que figura como "de Zurbarán"). Actualmente se lo tiene como "anónimo, del primer tercio del siglo XVII, y de procedencia sevillana o italiana". El vestido, en efecto, proporciona algunos datos cronológicos aproximados y genéricos, sobre todo la camisa valona, que era una prenda generalizada desde comienzos del siglo, especialmente entre estudiantes y mozos (que se la ponían con el cuello sin almidonar y de cualquier manera), y continuó su uso en la indumentaria española y europea durante toda la primera mitad del XVII (en España, los vistosos cuellos de las llamadas "valonas de encaje" sustituyeron durante algún tiempo a las engoladas y emperifolladas gorgueras de los nobles, antes de ser generalizadamente reemplazadas a su vez -en la clase noble y en cuantos se las daban de algo de nobleza- por las incómodas golillas o cuellos postizos de cartón, tela blanca y alambre, que fueron un distintivo de la vestimenta española noble hasta la introducción masiva de las modas francesas a principios del XVIII con el cambio de dinastía). Pero el niño aquí retratado no es el típico "niño noble" de rica y vistosa vestimenta, ni siquiera un "paje"o criado de alta alcurnia, y mucho menos tampoco un "niño de la calle" o un "pícaro", sino un niño de familia medianamente acomodada y que -en principio- tanto podría ser un españolito o un italiano como un niño flamenco. Lo más probable, efectivamente, es que fuera alguien allegado a alguno de los clientes habituales del pintor o al pintor mismo.

En cuanto a la identidad de este último, desgraciadamente la Historia del Arte no es una disciplina que permita resolver cuestiones de autoría con exactitud matemática, sino sólo de forma comparativa y muchas veces intuitiva. Con ese criterio pueden descartarse como autores de este cuadrito prácticamente casi todos los pintores españoles más o menos conocidos y activos en la primera mitad del siglo XVII (aunque quedan todavía más de un centenar de pintores secundarios italianos y flamencos de esa misma época), y necesariamente hay que buscar entre los grandes maestros de ese mismo periodo (pues la obra no merece menos). El caso es que este retrato es tan "caravaggiano" en su concepción que nos sugiere a un pintor (gran pintor en todo caso) "imitador" de Caravaggio, que quizá conocía directamente algunas obras del maestro milanés y le imitaba a la perfección en temas propios. Pero este "caravaggista" difícilmente podría haber sido el propio Caravaggio de la última época, de rostros algo menos "histriónicos" y "manieristas" que en sus anteriores obras, por mucho que algunos aspectos del rostro infantil de este niño -algo "femenino" pero no afeminado ni demasiado aniñado- pudiera recordar un poco a la Judith caravaggiana. Sin embargo, en Caravaggio hay "manierismo" más o menos inconsciente desde las primeras obras hasta casi las últimas, y en este pequeño retrato, en cambio, no hay lo que se dice "ni una pizca siquiera de amaneramiento". Tampoco es fácil considerarlo una de las muchísimas y desconocidas obras menores de José de Ribera enviadas desde Nápoles: a diferencia de los cuadros de Ribera, la pincelada es aquí muy suave y aceitosa, pero nada pastosa, y la "carne" del rostro tiene más proporción de ocre que de rojizo o blanco, que son los tonos alternadamente predominantes en los duros rostros del pequeño gran maestro valenciano del "tenebrismo", también inevitablemente manierista por formación o por "deformación", aparte de que la serena belleza de este cuadrito no casa bien con la estética peculiar del "Spagnoletto".

Queda, por exclusión, una única posibilidad (descartados estilísticamente los grandes maestros del "barroco pleno": Velázquez, Murillo, etc), y esa posibilidad es desde luego Francisco de Zurbarán, conocido caravaggista en sus comienzos y voluntariamente manierista en su etapa final, pero siempre un pintor muy versátil y con cierta capacidad para evolucionar sintetizando y superándose dentro de su propio e invariable estilo (esto, y el hecho de que todavía estamos muy lejos de poder identificar sin ningún género de dudas muchas obras zurbaranianas no-firmadas, salidas de su concurrido taller y de su "visto bueno", pero no siempre de su propia mano, hacen problemático -como en este caso- cualquier intento inequívoco de identificación con este pintor). Y sin embargo, este retrato tiene ciertamente mucho de esa tópica sencillez y sobriedad zurbaraniana, además del típico modelado suave de los rostros, o la pureza de contrastes (p.e. entre el negro predominante y la luminosa cabeza del jovencito), o esos labios rojos, pequeños, gruesos y llamativos (que se repiten en numerosos rostros femeninos zurbaranianos), o el juego de recreación de volúmenes con los pliegues angulosos de los vestidos (en este caso con las puntas torcidas hacia arriba del cuello de la camisa valona), pues aunque Zurbarán no tenía grandes destrezas en el dibujo, ni en la recreación de paisajes y arquitecturas, ni mucha tampoco en las anatomías, su maestría es indiscutible en todo lo que se refiere a la representación pictórica de los planos y repliegues de paños y telas. Además de ésto, hay innegables parecidos concretos (que distan de ser casuales) entre el rostro de este anónimo muchacho y el de algunas de las famosas santas de Zurbarán (p.e. el de santa Ágatha, pintado entre los años 1630 y 1633), o el de alguna de sus conocidas "Vírgenes niñas" o alguna que otra de sus menos manieristas Inmaculadas, y en general con la docena aproximada de obras zurbaranianas conocidas que van desde 1628 a 1633.

Martirio de San Serapio (Juan de Zurbarán)

  Martirio de San Serapio, de Zurbarán, y análisis con PhotoShop


Y aún hay más: sabemos de la preocupación de Zurbarán en algunas obras producidas en ese periodo por las proporciones geométricas más o menos exactas numéricamente, conforme a ciertas teorías típicamente clasicistas sobre el "número áureo" revitalizadas por los arquitectos renacentistas. En este cuadro no hay exactamente "número áureo" (o no acertamos a encontrarlo), pero hay indudablemente una preocupación por la distribución matemática proporcional de los espacios de luz y de sombra, de tal manera que si dividimos el rectángulo del lienzo en 35 cuadrículas idénticas (siete de largo por cinco de ancho), tenemos que la superficie del fondo negro ocupa 15'5 de esas cuadrículas, y la ocupada por el oscuro jubón es de 12'5 cuadrículas, lo que hace un total de 28 cuadrículas de espacios oscuros frente a las 7 cuadrículas de espacios más o menos claros (seis cuadrículas para la cabeza y una para el cuello de la camisa), es decir, que la proporción entre espacios oscuros y espacios claros es exactamente de tres a uno (3/4 de sombra por 1/4 de luz): así de exacto, ni más ni menos (y lo mismo si segmentamos en mosaico la foto del cuadro mediante el sistema infográfico del photoshop, que permite un cómputo más exacto por cuadrículas de luz y de sombra). Este mismo interés por las proporciones matemáticas de los espacios de luz y de sombra lo encontramos también en algunas de sus pinturas de este mismo periodo, por ejemplo en el "Martirio de San Serapio" (firmado y datado en 1628), en el cual el área pictórica ocupada por el blanco hábito del fraile mercedario (descontadas cabeza y manos) ocupa exactamente la mitad de la superficie total del cuadro, según una ecuación de proporciones que puede formularse así (A es el área del vestido, B el área de cabeza y manos y C el área oscura del fondo): Proporciones matemáticas entre los espacios de luz y sombra

Otro ejemplo lo tenemos en el cuadro zurbaraniano sobre "La visión de San Pedro Nolasco" (1629), en el que las proporciones se invierten: 3/4 de luz por 1/4 de sombra.

Lo más interesante y productivo de esta hipótesis de las proporciones isométricas es que permite suponer con bastante verosimilitud que el pintor trabajó previamente sobre estos cuadros mediante el reticulado del lienzo y el dibujo a carboncillo del modelo, a fin de calcular las proporciones adecuadas que quería dar a las partes de luz y a las de sombra, extremo que acaso pueda ser fácilmente comprobado mediante la utilización de pruebas técnicas no destructivas ni invasivas como puedan ser los rayos X, la tomografía axial computerizada (T.A.C.) y otros medios instrumentales análogos.

Plato de limones (Bodegón de Juan de Zurbarán)

  Fig.13 - Plato de limones (por Juan de Zurbarán)


Si añadimos que el niño del modelo presenta algunos rasgos fisionómicos muy parecidos a los de otros personajes de otros conocidos cuadros zurbaranianos, aunque algo distorsionados y acomodados a lo requerido para el tema en cada caso (p.e. parece ser el mismo muchacho de "La visión de Alonso Rodríguez", de 1629, algo distorsionado en el rostro y en la edad, o el mismo que presta su rostro a la "Santa Apolonia"), parece bastante verosímil que este mismo chico posó para el pintor en otros cuadros entre 1630 y 1636. Y ésto es todo lo que se puede decir con criterios estrictamente estilísticos (el resto tendrían que ser necesariamente pruebas y análisis científicos comparativos entre los materiales pictóricos empleados en esta pintura y en otras presumiblemente coetáneas).

Jícara con chocolate (por Juan de Zurbarán)

          Fig.14 - Jícara con chocolate (Bodegón de Juan de Zurbarán)


Con todo lo cual, no podemos menos que dar la razón a los catalogadores antiguos del Museo que consideraron esta obrita como "de Zurbarán", y quitársela a los críticos y reticentes "expertos" que la han relegado a un injustificado anonimato, con todo lo que ello conlleva de desvalorización para las obras pictóricas de determinadas épocas excesivamente revalorizadas. Este pequeño cuadro es, por lo demás, una gran muestra de lo que podía dar de sí un buen pintor cuando ejecutaba a su gusto obras propias personales sin sujección a los gustos temáticos, compositivos y estéticos de las grandes obras ajenas de encargo. Para nosotros no es que sea (que lo es) una obra indiscutiblemente zurbaraniana, sino que es sin duda una de las mejores (de las más auténticas) del más de medio centenar largo de obras conocidas o atribuidas a este pintor. Y yo, personalmente, no cambiaría muchos de los "zurbaranes" conocidos, reconocidos o presuntos (ni siquiera ése recientemente subastado por más de dos millones de dólares en el mercado norteamericano del arte, o los varios que se llevaron en su día los generales franceses napoleónicos y que hoy lucen en diversos Museos y colecciones europeas) por toda la sencillez y autenticidad de este pequeño y auténtico Zurbarán, seguramente una de las obras más genuinas y también más queridas por el propio pintor. Y es que sólo en obras así, en obras "menores", mucho más que en las consideradas "mayores", es posible a veces tomarles la medida a determinados pintores españoles de ese barroco siglo.

Bodegón de Zurbarán

  Fig.15 - Bodegón, Juan de Zurbarán.


Establecida con bastante probabilidad la autoría, quizá también podamos aventurar o conjeturar la identidad del muchachito del cuadro, al que incluso se le podría poner nombre y apellidos, pues si -como parece- pudo ser una persona muy allegada al propio Zurbarán, es más que verosímil que se trate de su propio hijo, Juanito, el mayor de sus hijos varones, es decir, Juan de Zurbarán y Páez, nacido de la primera mujer del pintor en 1620 en el pueblo extremeño de Llerena y muerto en la gran epidemia de peste de Sevilla del año 1649, a los veintinueve años, en la que también murieron algunos de sus hermanos (y más de un tercio de la población sevillana de la época). Las fechas coinciden, pues hacia 1630, que es el año central considerado para su comparación con otras obras de ese periodo zurbaraniano, el pequeño Juanito tenía unos diez años, que es la edad estimativa del muchacho del cuadro. Este Juan de Zurbarán se casó en 1641 con Isabel de Cuadros, hija de un rico comerciante, que murió poco después, y fue también un reconocido pintor, como su padre, del que aprendió a pintar y con el que trabajó a menudo, destacando sobre todo en una de las especialidades preferidas de aquél, pues fue autor de algunos notables "bodegones" dignos de verse (se le atribuyen más de media docena prácticamente seguros, entre ellos los de las figs.13, 14 y 15).

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Bodegón de desayuno (pintura de Floris Claesz van Dijck)

  Fig. 16 - Bodegón de desayuno, por Floris Claesz van Dijck.


Precisamente en este género pictórico del "bodegón" o "naturaleza muerta" ("naturalezas tranquilas" parece que las llamaban los pintores flamencos), un género cuyos orígenes históricos concretos se remontan a la antigua pintura griega y romana, tenemos también una "especialidad" típicamente barroca en ese intento de llegar al máximo naturalismo en las representaciones pictóricas. El género ya había sido tímidamente ensayado por la pintura renacentista anterior, pero es ahora cuando se independiza de la "pintura mayor" y se constituye como modalidad pictórica autónoma, cultivada con tanta asiduidad como maestría por determinados pintores.

Bodegón de  Pieter Clsaez

  Fig. 17 - Bodegón, de Pieter Clsaez.


Entre los bodegonistas flamencos tenemos entre otros muchos a Floris Claesz van Dijck (fig.16), cuyos quesos y frutos secos aún resultan exquisitos de ver (no tanto las frutas, menos logradas) o Pieter Claesz (fig.17), y entre los españoles destacan el ya citado Juan de Zurbarán, Antonio Ponce (con ejemplos como el de esas cuatro lustrosas granadas de la fig.18) y especialmente Juan van der Hammen (fig.19), un español de orígenes flamencos (el poeta y dramaturgo Lope de Vega, amigo suyo y admirador de sus bodegones, le llama "Vander" y le dedica algunos de sus poemas) que descubrió que este género se había vuelto medianamente rentable para un pintor incluso en España, pues, aunque se consideraba un "género pictórico menor", todos, no sólo los mesoneros en sus tabernas y bodegones, querían tener un "bodegoncillo" en casa para impresionar a las visitas, a veces representando en ellos las mismas o similares golosinas con que solía obsequiarse a esas visitas.

Granadas (pintura de Antonio Ponce)

  Fig. 18 - Granadas, de Antonio Ponce.


En realidad, más allá de la experimentación de un realismo naturalista sobre objetos inertes, los pintores barrocos cultivaban el género como una forma de "reto", de intento por "superar" a la propia Naturaleza con el arte pictórico, al modo de aquella conocida anécdota transmitida por el romano Plinio sobre la rivalidad entre dos famosos pintores griegos, en la que uno de ellos presentó a concurso un cuadro con unas frutas "tan realistas que los pajarillos se acercaban a picotearlas"; y cuando ya se daba por ganador y le pidió a su rival que terminase de descubrir la tela que envolvía su pintura, se pudo comprobar que esa "tela" era también pintada, no real, con lo que el concurso quedó en un empate técnico entre ambos. Naturalmente, el ojo de un pájaro no se deja engañar ni por unas masas de pintura sobre una tela ni por la más realista de las fotografías de frutas, pero el ojo humano ve la realidad filtrada de otra manera y puede reconstruir pictóricamente esa forma de ver con todo el artificio y engaño posible (precisamente en la pintura barroca, como antes en la arquitectura renacentista, se juega mucho también con los "trampantojos" y las ilusiones ópticas).

Bodegón de Juan van der Hammen

  Fig. 19 - Bodegón, por Juan van der Hammen.


Sin embargo, el naturalismo de los bodegones barrocos tampoco fue por así decirlo "el no va más" en la representación de objetos naturales (y los pintores lo intuyeron pronto, tan pronto como lo que tardaron en darse cuenta de que sus "frutas" no engañaban ni a los pájaros ni a ningún otro animal, sino tan sólo al ojo humano, el único naturalmente predispuesto al metafórico "engaño" estético del arte de las dos dimensiones).

El hecho es que había campos temáticos en los que da la impresión de que el pintor barroco no se atrevió demasiado (o que quizá pasó demasiado por alto). Por ejemplo: la representación del elemento material más transparente e incoloro de la Naturaleza: el agua (más allá de las aguas muertas encerradas en vidrios o de las consabidas fuentes o aguas corrientes pintadas a lo lejos como un elemento más del fondo de algún paisaje, y cuyos defectos naturalistas se disimulaban con técnicas "impresionistas" habituales desde hacía siglos en la pintura). Todavía no hay pinturas de "marinas", de oleajes, ni grandes despliegues de técnica pictórica para representar el agua de los mares, ríos, estanques o fuentes; y menos aun el agua que salta a chorros o a borbotones o que estalla en gotas o burbujas al derramarse (pero esta apreciación resulta un tanto anacrónica, pues quizá nuestra atención e interés contemporáneo sobre el "agua viva" se deba más bien a la influencia de la fotografía o de la "cámara lenta", algo que el ojo del pintor barroco no conocía ni podía percibir a simple vista, ni por tanto representar). De todas formas, tampoco puede decirse que el pintor barroco, tan diestro en la representación de otros objetos de la Naturaleza, "se ahogue en un vaso de agua", como suele decirse. Pues lo cierto es que la pintura barroca se atreve hasta con la representación hiperrealista de solitarias gotas de agua resbaladizas y llenas de luz transparente (el propio Velázquez, cuya pintura es también a veces un paradigma de "bodegones" integrados en sus cuadros con cualquier excusa, nos ofrece un perfecto ejemplo de ello en "El aguador de Sevilla", fig.20, con esa mancha húmeda y esas relucientes gotas de agua resbalando en el botijo).

El aguador (pintura de Velázquez)

              Fig. 20 - El aguador, por Velázquez.


La pintura hiperrealista contemporánea puede hacer pensar que a la pintura naturalista barroca le quedaba aún un largo trecho por recorrer (y desde luego hoy tenemos obras pictóricas contemporáneas que nos muestran con realismo fotográfico desde un vaso de agua en el congelado instante de derramarse, hasta la textura -casi "comestible"- de un huevo frito, más realista aun para nuestro gusto que los huevos fritos velazqueños de la "vieja friendo huevos", fig.21). Pero de nuevo incurrimos en un imperceptible anacronismo si no nos damos cuenta de que la realidad reflejada por esa pintura hiperrealista contemporánea es sobre todo la de una pintura básicamente fotográfica, basada en el "realismo" con que la fotografía condiciona nuestros "modos de ver", e inconcebible sin ese condicionamiento previo, mientras que el pintor barroco sólo disponía de sus ojos -sin intermediación fotográfica- para ver y captar directamente esa realidad que representaba en sus cuadros. Esa pintura realista y naturalista barroca era la única "fotografía" de que se disponía en esa época, y en ese sentido los pintores barrocos llegaron en la representación de la realidad tan lejos como el propio "modo de ver" de esa época se lo permitía, ni más ni menos.

Vieja friendo huevos (pintura de Velázquez)

              Fig. 21 - Vieja friendo huevos, por Velázquez.


Con todo, nunca hasta entonces, utilizando al máximo los efectos cromáticos naturales de la luz, se habían representado de una forma tan magistralmente naturalista determinadas frutas, flores, cacharros de barro, de loza, de madera o de metal, vidrios, etc. La pintura barroca, por tanto, sale con "nota muy alta" en este tema (con seguridad muy superior a la que habrían obtenido aquellos dos famosos pintores griegos de la anécdota pliniana).

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Hombre con laúd (pintura de Van Dijck)

  Fig. 23 - Hombre con laúd, por Van Dijck.


Otra conquista pictórica definitiva del Barroco realista es el retrato. Y aquí sí que "se toca techo" realmente, por lo menos con relación a toda la pintura anterior. Nos referimos al retrato propiamente dicho, al retrato personal de individuos concretos y reales, al retrato "de pose", sin concesiones a lo expresivamente psicológico (pues el que hace el encargo quiere verse ante todo favorecido físicamente, solemne e inexpresivo en sus gestos, y al mismo tiempo perfectamente reconocible por los demás). En este género, los pintores flamencos y holandeses -con larga experiencia en ello- van incluso por delante de los españoles e italianos (figs. 22, 23, 24, 25 y 26).

Retrato de pareja (pintura de Van Dick)

  Fig. 24 - Retrato de pareja, Van Dick.


Al lado de los retratos de estos pintores del norte, los retratos cortesanos de un Velázquez resultan afectados, pomposos, aduladores, "acartonados", y en definitiva "falsos". Y sin embargo es en el otro tipo de retrato, el psicológico, el retrato de gestos más que de personas o personajes, donde el propio Velázquez resulta insuperable (fig.27, p.e. con las miradas brillantes y achispadas de unos borrachos de ayer, de hoy y de siempre). Y lo mismo en el retrato de tipos contrahechos o especialmente "antiestéticos" (marginados de la pintura clasicista y esteticista): ciegos, tullidos, enanos, etc. Con ello nos obligan a ver incluso lo que menos nos gustaría ver (eso es también el "realismo barroco") . Todos los pintores barrocos aspiran a captar y congelar ese instante definitivo y definitorio de los gestos, ese "momentum". Son conscientes de que si no lo hacen ellos (los pintores) nadie más lo hará y nadie sabrá que existieron -p.e.- esos mozalbetes de la calle comiendo melón (por mucho que supongamos que los ha habido siempre y en todas las épocas en que han coexistido niños y melones).

Muchacha con guitarra, (cuadro de Vermeer)

        Fig. 28 - Muchacha con guitarra, por Vermeer.


Nunca se habían retratado así tipos humanos, gestos y expresiones humanas intemporales y universales (en retratos cuasifotográficos hechos dos siglos antes de la invención de la fotografía, cuando los pintores barrocos sienten la necesidad de recoger en "instantáneas" la realidad de su alrededor). Es en este "retrato de gestos" donde la pintura barroca llega a su plenitud y autoperfección, tanto que llega también a la incapacidad de superarse a sí mismo, casi a la autoconvicción de que ya "no se puede" ir más allá en la representación exacta de la realidad. Se dominan ya todos los efectos de la luz, del color (tenemos, p.e., a un Vermeer, que es casi un "tenebrista en technicolor", figs.28 y 29), del modelado, de la composición, hasta el punto de que parece que se ha tocado "techo pictórico". Y a partir de ahí... la repetición, la redundancia o la decadencia de determinados géneros. El propio Rembrandt es ya en cierto modo un decadente de esa pintura barroca naturalista y cae a veces en el arte de lo trivial y de lo kitsch (p.e. con su pastosa "res colgada en la carnicería"). Si Rembrandt no hubiera pintado esa res de carnicería colgada y abierta en canal, seguramente nada se hubiera perdido para la historia de la pintura, pero por lo menos la historia de la pintura puede decir que ese cuadro es también la única res muerta que conocemos de todo el siglo XVII. Otros, como Rubens, recaen a menudo en un empalagoso (y recargado o "barroco") amaneramiento clasicista.

Mujer en la cocina (cuadro de Vermeer)

           Fig. 29 - Vermeer.


De estas situaciones de impasse, la pintura nunca sabe salir por sí misma (en el sentido de que llega un punto en el que no puede desarrollarse más ni evolucionar más sin la ayuda de alguna nueva personalidad "rupturista" que la oriente por otros nuevos caminos). Pero el siglo XVII ya no dará -generacionalmente- más genios innovadores y renovadores de esa clase. Con todo, la pintura barroca tocará y se adentrará en todos los géneros. Si la pintura de temática religiosa resulta inevitablemente "afectada" y cuasiteatral, ello es producto más bien de la afectación y teatralidad de la religiosidad de la época, la época de las últimas y más cruentas guerras de religión en Europa. Sigue habiendo pintura de género "mitológico" de factura y concepción muy clasicista (fig.30), que le sirve también al artista -y a sus clientes- para expresar sus propias fantasías eróticas sin "censura previa" (en realidad, el artista barroco parece mucho menos obsesionado por las pulsiones sexuales que el artista renacentista, y desde luego tiene la misma libertad creativa y expresiva que éste, aunque como éste tenga que expresarla con los velos y recursos de la mitología, pues lo contrario -el realismo en el sexo- hubiera sido en todo caso "de mal gusto" tanto en esa época como en las anteriores; pero la sexualidad estaba más bien sublimada que "reprimida"). La mujer, el cuerpo femenino desnudo, continúa siendo objeto pictórico, como en toda la historia de la pintura; pero faltan todavía algunos temas en esa pintura barroca (no hay, p.e., buenos retratos de perros y de animales en general, quizá porque en esa época faltaba todavía sensibilidad hacia el mundo animal, pues de hecho -salvo el caballo y algún que otro animal doméstico- ni la pintura renacentista ni la pintura barroca saben todavía pintar animales de forma naturalista y realista). Y hay también buenas muestras de pintura épica y bélica, muy grandilocuentes y teatrales las de tipo cortesano y muy cruentas y realistas las de los pintores menores o "aficcionados" (la Guerra de los Treinta años es también una guerra mostrada con toda su crueldad y su crudeza por la pintura coetánea: pillajes, saqueos, violaciones, etc). Y hay asimismo una pintura de imitación barroca en la América hispana, en el Perú colonial (escuela cuzqueña), hecha por pintores indígenas y especialmente interesante por su "naïvité", por su ingenuidad en la imitación de los modelos pictóricos de los maestros españoles, y que muestra cómo los "modos de ver" son un producto ante todo cultural y educacional; estos pintores peruanos pintan casi exclusivamente Vírgenes, santas nacionales y arcángeles arcabuceros, vestidos con armaduras como la propia guardia del virrey español (fig.31).

Escena mitológica (pintura de Anthonis Van Dyck)

  Fig. 30 - Escena mitológica, por Anthonis Van Dyck.


Pero en Europa este "experimentalismo barroco" estaba ya agotado a finales de la centuria (en el último tercio del siglo XVII todos los grandes maestros del barroco pictórico habían desaparecido ya, excepto Murillo, que moriría en 1682). El ojo europeo se había cansado ya de verlo y el artista de practicarlo. La etapa siguiente será mucho más sosegada en la pintura, más serena, más clasicista, y la nueva centuria (el s. XVIII) será de nuevo la vuelta del "clasicismo". Aunque, examinando pormenorizadamente y artista por artista toda la pintura europea del XVII, cabe preguntarse si ese "retorno del clasicismo o al clasicismo" fue real, o mejor dicho, si el "clasicismo" se había ido realmente alguna vez de la pintura europea.

  

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Autorretrato de Velazquez

  Fig.1 - Velázquez (autorretrato)


 
Virgen con Niño (pintura de Murillo)

  Fig.2 - Virgen con Niño (por Murillo)


 
Detalle del rostro de Judith, del cuadro: Judith y Holofernes, de Caravaggio

  Fig.6 - Judith y Holofernes (Detalle)


 
Rostro infantíl a la luz de la vela. Detalle del cuadro: San José carpintero y el Niño Jesús (pintura de G. Latour)

  Fig.11 - San José carpintero y el Niño Jesús, detalle (por G. Latour)


 
Rostro de un niño (pintura anónima)

  Fig.12 - Niño (anónimo)


 
Retrato de Cornelius van der Geest (pintura de Van Dick)

  Fig.22 - Retrato de Cornelius van der Geest, por Van Dick.


 
Retrato de mujer (pintura de Michiel Jansz)

  Fig. 25 - Retrato de mujer, h. 1628, por Michiel Jansz.


 
Retrato de hombre joven (pintura de Rubens)

  Fig. 26 - Rubens, retrato de hombre joven


 
Detalle del cuadro Los borrachos (pintura de Velázquez)

  Fig.27 - Los borrachos (detalle), por Velázquez


 
Pintura de la escuela cuzqueña del Perú colonial

  Fig.31 - Pintura de la escuela cuzqueña (Perú colonial)