Paleoantropologia

De la hominización a la humanización


Se ha dicho, y no parece demasiado exagerado, que la Paleoantropología contemporánea viene a ser algo así como un gigantesco "puzzle" al que le faltan todavía casi todas las piezas. También se podría definir como un conjunto de ensayos y de pretensiones (a veces más "cientifistas" que propiamente científicas) para consolidar como definitivo lo que sólo es -la mayor parte de las veces- meramente provisional, hipotético, fragmentario, e incluso incoherente. Junto a ello, y como base de todo ello, hay también un paradigma científico (la teoría darwiniana de la evolución y de la selección natural) del que con demasiada frecuencia se olvida lo que propiamente es: teoría, pura teoría (de muchísimo rendimiento y utilidad científica, eso sí).

Pero la cuestión básica no es ni siquiera propiamente evolutiva. No se trata tan sólo, en efecto, de reconstruir los "eslabones perdidos" de esa supuesta cadena filogenética que lleva desde los primeros homínidos (australopiteco, pitecántropo, homo hábilis, homo erectus, homo antecessor...) hasta el homo sapiens sapiens. Y tampoco se resuelve la cuestión en los términos meramente biológicos de una "hominización" fisiológica progresiva: bipedestación (desplazamiento a dos patas), manejabilidad manual (pulgar oponible), encefalización, etc.

Según nos ha mostrado la etología contemporánea, en una "tribu" de chimpancés o de babuinos, o en un grupo de gorilas, hay comportamientos "socializados" y "conductas" y "gestos" individuales ciertamente muy complejos, tanto como lo puedan ser a veces determinados comportamientos, conductas y gestos humanos, e incluso muy similares a los de los humanos mismos (con la salvedad de que no van acompañados ni reforzados en ningún caso por un lenguaje de sonidos articulados, sino tan sólo de gritos y chillidos de carácter puramente expresivo o meramente fático o contactual). Pero en esos grupos de primates no hay evolución alguna en sus formas de vida (continúan viviendo exactamente igual que sus congéneres de hace cientos de miles de años). Y no la hay porque la condición esencial para ello es la existencia de un lenguaje articulado, y con el lenguaje la propia capacidad de representación, de ideación, de relación de las ideas de las cosas, de asociación de cosas a través de sus respectivas ideas o representaciones, de "fabricación" de cosas a partir de otras cosas o ideas de cosas, de comunicación directa e indirecta interindividual y social, de transmisión de experiencias, de conocimientos, de "técnicas" de adaptación y de supervivencia. En el animal, por el contrario, sólo hay instinto: memoria instintiva, repetición instintiva, adaptación (más que "evolución") instintiva, según cada especie.

Orangutanes de Sumatra

Pero tampoco el hecho de que los primeros homínidos conocidos (el australopiteco, por ejemplo) tuvieran cierta capacidad para utilizar "herramientas" elementales y casuales (un palo, una piedra), o que el homo hábilis pudiera incluso fabricarlas rudimentariamente (afilar un palo, dar a una piedra la forma adecuada para utilizarla como instrumento cortante), dejan de ser lo que son: manifestaciones de instintos adaptativos de esas especies homínidas, no propiamente "aprendizajes interiorizados" ni indicios de "cultura material" de ninguna clase. La cuestión es que parece haber un abismo radical e insalvable entre esas ancestrales especies homínidas "conocidas" y la especie humana propiamente dicha. Es más, ni siquiera se puede hablar propiamente de "especie humana" hasta que a ese uso y fabricación de herramientas más o menos elementales y casuales se le añade lo fundamental: el uso de un lenguaje asociativo y representativo, y con él la capacidad de comunicación de un complejo mundo de representaciones mentales de las cosas, que incide en la propia elaboración material de esas cosas y objetos y determina la propia transmisión de las técnicas y medios de su elaboración.

De los restos de la primera especie conocida de homo sapiens, el llamado "Hombre de Neanderthal" (100.000 a.C.), se deduce que tenía sin duda un mundo de representaciones: cuidaba a sus enfermos y no dejaba abandonados en cualquier sitio a sus muertos (por lo demás continuaba siendo depredador, carroñero y ocasionalmente incluso caníbal). Pero el hecho mismo de la existencia de un mundo de representaciones presupone un lenguaje representativo, por rudimentario que fuera y por mucho que se sospeche que los neandertales eran una especie más o menos aislada y recesiva y que su capacidad de asociación fuera similar a la de un "retrasado mental". Eran humanos: de eso no cabe duda.

Hembra de Homo habilis

Pero el problema básico subsiste, es decir, el "salto" cualitativo de la hominización a la humanización sigue sin estar suficientemente aclarado, y probablemente no tiene una explicación exclusivamente biológica. La cuestión no sería ni siquiera tampoco cuándo o en qué momento de esa supuesta evolución biológica se fue desarrollando un aparato de fonación (cuerdas vocales, etc) plenamente capaz de producir sonidos distintivos y articulados, porque podríamos imaginar a un homínido con perfecta capacidad para producir e imitar sonidos tan variados y tan similares como los nuestros y, con todo, incapaz de asociarlos mediante palabras con objetos concretos, convirtiendo esas palabras en representaciones mentales (y transmisibles) de esos objetos. Desde luego parece verosímil pensar que la especie humana no aprendió a hablar "de golpe y de una vez". Más bien parece más lógico suponer que hubo un largo proceso de desarrollo, perfeccionamiento y aprendizaje (de varias decenas de miles de años, como mínimo), un proceso similar -comparativamente- al proceso de adquisición y aprendizaje del lenguaje por parte del niño pequeño (balbuceos, sílabas repetitivas, imitaciones de palabras más complejas, sintaxis básica y rudimentaria, interiorización progresiva de la norma lingüística, etc). Ahora bien, tampoco hay que perder de vista un hecho: el niño pequeño aprende a hablar imitando directamente al adulto (sin su ayuda y su modelo de referencia directa nunca saldría del puro balbuceo). Pero en el caso de los grupos humanos primigenios la cuestión tampoco se soluciona con suponer que acaso unos grupos humanos (más "adelantados" o más "desarrollados") enseñaron a "hablar" a todos los demás.

Por otro lado, la evolución del mundo de las representaciones, materializado en la fabricación de herramientas de piedra cada vez más perfeccionadas, es un hecho indudable, por lo que hay que suponer también una cierta correlación con el propio perfeccionamiento del lenguaje que sustentaba esas representaciones en su propia transmisión oral. Ahora bien, desde los primeros utensilios líticos perfeccionados y desde las primeras prácticas funerarias conocidas (enterrar a los cadáveres en determinadas posiciones, o cubrirlos en algún caso de pétalos de flores, etc) hasta las pinturas y grabados rupestres del homo sapiens loquens, hay menos distancia (cultural) que la que separa el balbuceo y la palabra articulada y distintiva. Ello parece presuponer también una evolución -sin duda mucho más lenta- del propio lenguaje (del sonido puramente imitativo, onomatopéyico, repetitivo y concreto, hasta el propiamente representativo y más o menos abstracto).

Hembra neanderthal

Pero el caso es que el arte rupestre más antiguo, por ejemplo, tal y como lo conocemos, sí que da la impresión de haber nacido casi "de golpe y de una vez", es decir, no hay "balbuceos" artísticos, sino que "nace" enteramente formado, perfectamente hecho, sin tanteos, ni elementalidades, ni imperfecciones. La explicación de ello podría ser la de que no nace como mera expresión individual, sino colectiva (ligada a rituales colectivos, a religiosidades colectivas de tipo básicamente "animista"), y como tal ensayado previamente en otros soportes desechables antes de que se aceptara fijarlo en soportes definitivos y duraderos. Con lo cual el problema-base cambia un poco de perspectiva: ya no se trataría tanto de tener o no tener un lenguaje (aunque su existencia es fundamental e imprescindible), sino de que con ese lenguaje y con el propio sistema de representaciones mentales que éste sustenta se remontase el plano de lo concreto y de lo directo y se aprendiese a plasmarlo también en representaciones plásticas de tipo colectivo, tanto del mundo exterior in praesentia como del mundo interior in absentia.

Tal vez sea ahí precisamente, en esa "representación de lo inmaterial o ausente", más que en el uso del lenguaje como instrumento de comunicación inmediata y directa, donde estaría el principio mismo de la humanización. Así pues, la cuestión sería no tanto "cuándo empezó el hombre a hablar con otros hombres (a comunicarse entre sí por medio de un lenguaje)", sino más bien "cuándo empezó el hombre a hablar consigo mismo", esto es, "a pensar", "a recordar lo pensado y lo representado", y a sentir la necesidad de hacer una expresión colectiva de sus pensamientos-sentimientos, no ya sólo con palabras sino también con imágenes visuales (con palabras-imagen) comprensibles para otros, comunes con otros, aceptadas por otros, y en qué medida esas "representaciones figurativas de la realidad" (exterior o presente e interior o ausente) constituyen el verdadero salto cualitativo en la humanización de la especie sapiens.

De lo que no cabe duda es de que ese "arte" rupestre y mobiliar es la primera manifestación conocida de la comunicación de los grupos humanos consigo mismos (en su presente) y sobre todo con las realidades ausentes del pasado (ascendientes y antepasados) y del futuro (descendientes), por medio de representaciones figurativas ligadas por ritos religiosos comunes. La religión nace así en primer lugar como forma básica de identidad de un "yo"colectivo, y en el plano individual como una forma de autoadaptación, de re-ligamiento, de reajuste psíquico a las propias realidades internas de la psique individual, es decir, de ese mundo de representaciones mentales creado y sustentado por el propio lenguaje.

En lo demás (que es casi todo), el enigma básico continúa.

  

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Hembra de Homo antecessor
Portada del libro de Herbert Wendt: Tras las huellas de Adán